jueves, 17 de noviembre de 2011

PRESENTAMOS UN FRAGMENTO DE "EL NARRADOR y La Maldición del Sauce"


PRÓLOGO


Hace tiempo, mucho antes que el hombre llegara a la luna, inventara la electricidad y se descubriera un nuevo continente, uno, que los europeos llamaron “el nuevo mundo”, en ese lugar, al sur de lo que sería más tarde “América del Sur”, existía un feudo llamado “Antina”: reino lleno de magia, criaturas mitológicas, hadas, duendes, hechiceros y demás criaturas. Se caracterizaba por ser un lugar próspero y pacífico, en donde los indios y antinos convivían en paz, y gobernado por un hombre bondadoso, sabio y justo, conocido como el rey Carpímpelos III.
Su mundo no era muy diferente al que corría en ese momento en Europa. Las vestimentas, medios de transporte, costumbres, y hasta algunos nombres se parecían. Esto se debía a que los reyes anteriores, visionarios y de buen tino, pudieron tener una imagen de otros mundos, e inteligentemente imitaron y adoptaron ciertas peculiaridades para su sociedad de lo que creyeron más conveniente.
El reino tenía tres clases sociales: los indios, los hombres que practicaban la magia, y los que no. Los indios tenían su propia magia, pero nunca tan poderosa como la de los antinos; su rey era un Masterius, el máximo rango dentro de los brujos, lo que lo hacía quizás el mago más poderoso y respetado.
Pero. . . una mañana, en la que el rey Carpímpelos III decidió cambiar el destino de Antina, algo golpeó su ventana; volteó y vio a una pequeña ave que tenía la cola en llamas: era un fénix recién nacido. Entonces, se cambió rápidamente y bajó corriendo, se reunió con su joven aprendiz y le ordenó que juntara en una hora, a los magos de los siete sillones. Para cuando volvió a su cuarto, el fénix se había desintegrado.
Un tiempo más tarde, en las catacumbas del palacio, los siete magos estaban en una sala circular sentados en sus respetivos sillones. El rey, dispuesto en el centro del salón, hizo un hechizo apuntando al techo y de repente apareció una imagen gigante. En ella se podía distinguir a hombres con armas atacando a los indios, y también barcos veleros bombardeándose. Al cabo de pocos segundos la misma se desvaneció y en su lugar aparecieron nuevas, donde ahora, los hombres vestían diferentes; a su vez se veían bombas atómicas, personas torturadas, edificios que caían, gente muriendo en guerras. . . el rey las cortó con un brusco movimiento y miró a los siete hombres que lo rodeaban. Todos hicieron un leve movimiento de aceptación; se levantaron de sus sillones, se tomaron de su pecho y luego, como si se arrancaran algo de su cuerpo, salió de sus manos una bola de luz, y se la lanzaron al rey. Éste, las tomó una a una hasta que juntas, se transformaron en una sola que iba cambiando en diferentes colores. Con sus dos manos la comenzó a separar, como quien secciona una gran masa, y la dividió en siete partes, cada una con distintos colores. Con otro movimiento de sus manos, las dirigió hacia los siete hechiceros, introduciéndose nuevamente en sus respectivos pechos. Lo que en verdad había sucedido, es que habían renunciado por su propia voluntad a la magia y sus poderes los habían obsequiado al rey, quien los tomó y los convirtió en siete elementos, uno que cada mago controlaría más tarde, y sería el único poder que tendrían.
Salieron todos del salón, y en seguida el rey se reunió con su pueblo, les contó sobre lo que estaba ocurriendo y lo que es peor, lo que vendría: hombres parecidos a ellos llegarían y tomarían sus tierras y los convertirían en esclavos. En medio de tantas malas noticias, también se encargó de que supieran que él, pasare lo que pasare, tenía el deber de proteger a su pueblo, y que así lo haría; convencido de que si esos intrusos, llegasen a conocer aunque sea una parte de su mundo, lo usarían sin ningún tipo de escrúpulos para fines malignos. No obstante les advirtió a su vez, que no todo esos forasteros invasivos eran iguales, pero sí, había que cuidarse de los que no eran buenos. Se hizo un silencio y la consigna quedó develada, confirmada en palabras: ni la magia, ni ninguna criatura podía por ningún motivo llegar a manos de esos extraños. Luego de estas sombrías reflexiones, los invitó a que lo siguieran, pero los caciques le expresaron su negativa, esgrimiendo como atendibles razones, que se quedarían a luchar contra los que vinieran pues consideraban que se trataba de sus tierras, y estaban persuadidos de que las defenderían con la vida misma si fuera necesario. El rey les aclaró que de todos modos movería su país hacia un lugar paralelo a su mundo. Pero a pesar de esta expuesta decisión, el cambiar la forma de la tierra, al parecer no les preocupó en lo más mínimo; por lo visto, la determinación fue contundente: se quedarían donde estaban. El rey no trató más de convencerlos, y respetó sus loables convicciones.
En una de las colinas más altas, se reunieron los hechiceros de los siete sillones y el rey, y sacaron de la tierra lo que parecía una especie de muralla, toda tallada con la historia de Antina: desde sus principios hasta ese momento. Luego, los magos formaron un círculo alrededor del rey y la muralla, y dándole las espaldas, comenzaron un ritual que en pocos minutos hizo que el paisaje de Antina de súbito cambiara: una tormenta eléctrica lo cubrió todo, las aguas de los ríos, lagos y mares comenzaron a agitarse, el viento comenzó a soplar en diferentes direcciones, la tierra temblaba. . ., y en pocos minutos todos los que habitaban en Antina, con sus ríos, montañas, ciudades, pueblos, en un abrir y cerrar de ojos desaparecieron. No quedó ni rastro, ni vestigio alguno de aquel país. En su lugar en cambio, apareció un nuevo paisaje, de tierras vírgenes, mares y ríos sin navegar. . . Lo único que sobrevivió de Antina, fue la muralla divida en dos partes, que los indios se encargaron de llevarla a un valle desierto, que con los años, la tierra y el viento sin piedad la cubrieron.

Años después, la predicción del rey inexorablemente se cumplió. Llegaron aquellos extraños, quienes se hicieron llamar los colonizadores, y desde entonces nada fue igual: los indios nunca más hablaron de Antina y jamás se volvió a saber de ella. La única forma que se podía tener alguna noticia, era sólo por unos dibujos que otrora ellos habían dejado en las cuevas, lugares que muchos años más tarde el hombre descubriría y sabría que alguna vez, existió una civilización mucho antes que ellos. . . un pueblo mágico.

Luego de que Antina se estableciera en un nuevo mundo, a los pocos años el rey Carpímpelos III y los magos de los siete sillones fueron asesinados, no sin antes despojarlos a éstos de los elementos y sin ningún reparo trasladarlos a siete nuevos magos. El poder de los elementos no debía ser destruido, ya que mantenían el equilibrio de Antina en el nuevo mundo, era lo que permitía que no ocupara su lugar anterior. Pero estos siete noveles poseedores, sufrirían diferentes destinos por llevar el peso de los elementos.
El país cayó bajo el gobierno de un nuevo hechicero: cruel, despiadado, próximo a ser un Másterius. Consciente de que no era de sangre real, hecho que le impedía gobernar pues esto sólo era un atributo de un legítimo rey, recurrió a los nuevos magos, únicos amos y dueños del control de los elementos, y con inescrupuloso ardid los obligó a que le ayudaran a gobernar. La familia real misteriosamente y sin dejar rastros, como en fugaz retirada se esfumó y el país cayó a las órdenes de este nuevo gobernador, quien cambió el destino de todos los Antinos… Y así pasaron cientos de años, en los que estos hombres, fueron los mismos quienes controlaron el destino del país, hasta ahora. . .



CAPITULO I



El Castigo a la soberbia


Muy al norte de Antina, a las afueras de un pequeño pueblo, vivía Don Lisandro Crapchuss: anciano huraño, muy egoísta y orgulloso. Era alto, de contextura delgada, sin barba, ojos grises, cejas gruesas y pelo blanco como la nieve.
Se había dedicado gran parte de su vida al préstamo de dinero, con intereses muy altos.
Siempre fue un hombre de fuerte y mal carácter, y si bien nadie sabía a ciencia cierta cuál había sido el verdadero motivo de su odio o resentimiento al mundo, se suponía, según los rumores que corrían, que debía de ser casi con seguridad, debido la pérdida de algún viejo y apasionado amor.
Un día, como tantos otros, viajó a Turiem, pueblo vecino, para cobrar a sus deudores. El tiempo parecía que no lo ayudaría, pues el cielo se estaba comenzando a teñir de gris oscuro, claro anuncio que en cualquier momento posiblemente comenzaría a caer una fuerte nevada. Su ama de llaves, la señora Escobar, le había advertido en su momento que no saliera, porque podía llegar a enfermarse, pero siendo tan obstinado y testarudo, no escuchó las sanas advertencias y decidió salir igual.
Era sin lugar a dudas, de aquellas personas en las que primero estaba el dinero antes que cualquier otra cosa, incluso su propia salud.
Ese día cobró a todas aquellas personas a las que en su momento les había prestado dinero: a los que pagaban en forma, sólo les cobraba y no les decía ni gracias ni hasta luego; en cambio a los que le avisaban que se retrasarían, los amenazaba con que si lo hacían por segunda vez, les quitaría todo lo que poseían y se iba pegando fuertes portazos; y los que se habían retrasado por segunda vez, directamente les daba un ultimátum diciéndoles de muy mal modo, que desalojasen sus hogares en menos de una semana. Así fue que en su recorrido, llegó a una pobre familia, compuesta por una viuda y sus dos hijos, que siempre que iba a cobrar el señor Crapchuss nunca estaban. El anciano de verdad nunca los había visto. Llegó a la casa: un lugar muy humilde, toda construida con madera, el techo se veía torcido, y las paredes inclinadas hacia un lado. Parecía que si venía apenas una pequeña brisa, la casa se desarmaría por completo.
Golpeó fuerte la puerta con su bastón hasta que una mujer abrió; tenía aspecto de ser buena gente, carita redonda, de ojos tristes y muy delgada, inocultables ojeras grandes y la piel bastante arrugada, pero se notaba que no era precisamente por años sino por cansancio. Una cofia en la cabeza sujetaba muy bien su cabello, pero igual le salían algunas mechas de pelos amarillos que parecían castaños por lo sucios. Su pollera gris se veía bastante rota, y a sus pies los cubrían pieles de algún animal. A juzgar por su apariencia, parecía no tener dinero para ropa y mucho menos para comprarse calzado. El anciano la miró con un profundo desprecio, como si fuera nada más un costal de comida pudriéndose, y tal vez sin percatarse o haciendo caso omiso del deliberado insulto, la humilde mujer sin más, lo invitó a pasar. El anciano entró a la casa, que no era muy diferente a lo que era de afuera; sólo había una camita en un rincón, una raída colcha tirada en el piso con una almohada, parecía que alguien dormía allí; le seguía detrás, una mesita con tres platos de madera, dos sillas y un cajón que hacía las veces de banqueta. En el resto de la casa, en otros rincones, se encontraban ropa apilada bien acomodada, utensilios de cocina bien ordenados y en una esquina, una cocina a leña, que era donde seguramente cocinaba la mujer.
–Muy bien señora, vengo a cobrar mi deuda de este mes y del pasado, ¡quiero mi dinero! –dijo el anciano en un fuerte y reclamador tono.
–Señor Crapchuss –dijo ella con una voz más suave y temerosa– aquí tengo su dinero – y le entregó una bolsita de tela con un par de monedas. El viejo prácticamente se la arrancó de las manos de un tirón y las contó. Luego, apretó fuerte la bolsa, la miró con mucho odio y le dijo:
–Pero esto no cubre ni la mitad del mes pasado. . . ¡esto es una burla mujer!
–Le pido que me perdone pero fue lo único que logré juntar en estos meses. Vendí todo los muebles que tenía, téngame paciencia, ¡espéreme por favor! estoy buscando un tercer trabajo pero se me está haciendo difícil, me está costando mucho.
–Sus problemas a mí no me importan –interrumpió enojado y en voz más alta– sabe muy bien qué pasa si no me paga.
–No me interesa si tiene hasta las polillas de esta casa trabajando para poder mantenerse; había un trato, su marido y usted hicieron un acuerdo conmigo sabiendo cuáles eran los riesgos, así que ahora, aténgase a ellos.
–¡Noooooooooo, por favor no me quite la casa! –suplicó ella llorando mientras se arrastraba de rodillas– no tengo donde ir, tenga compasión; mire, puedo trabajar para usted si quiere, haré lo que me pida pero no me quite mi casa. . . mis hijos no tendrían donde vivir ¡por favor señor!
–Olvídese. Esto llegó hasta acá, tiene una semana para dejar esta mugrosa casa. Usted y sus roñosos chicuelos tendrán que irse, y si cuando regreso en una semana aún están aquí, usted irá a la cárcel y ellos a un orfanato.
El anciano se fue dando un fuerte portazo, dejando a la desdichada mujer llorando desconsoladamente. Subió a su caballo y comenzó el regreso a su mansión; parecía que el tiempo no lo ayudaría mucho, pues en milésimas de segundos comenzó a nevar copiosamente, como si el clima de alguna manera, tratando de hacer justicia, lo castigaba por su maldad. Su caballo apenas podía galopar, el viento soplaba muy fuerte, y la nieve, cada vez se hacía más gruesa y caía en grandes cantidades.
Al llegar a su mansión, su ama de llaves le abrió la puerta principal y lo ayudó a bajar del caballo. El viejo estaba exhausto, tiritaba como una hoja. Lo llevó a su cuarto y lo ayudó a acostarse. Al cabo de unos minutos comenzó a levantar mucha temperatura, estaba todo transpirado y volaba en fiebre.
Con el correr de los días su empleada lo cuidó lo mejor que pudo, pero el anciano no mejoraba, ni tampoco su mal carácter se suavizaba. Entonces, la mañana del día viernes, llegó el médico del pueblo: el doctor Oferio Azpiasu. Era quizás, el único amigo del Señor Crapchuss, por así decirlo, porque lo visitaba en varias ocasiones, se conocían desde jóvenes, aunque Oferio en su madurez, no había cambiado tanto como el Señor Crapchuss.
–¿Cómo te encuentras viejo amigo?
–¿Cómo me ves Oferio? por favor, no preguntes idioteces –contestó sarcásticamente el anciano.
–Jajaja, bueno me alegra saber que sigues manteniendo ese dulce carácter tuyo pese a tu alta fiebre;eso es bueno.
–Si viniste a burlarte puedes ir marchándote, no te necesito.
–Bueno tampoco seas así, sólo era una broma, vine a curarte.
–Deja, mi esclava me cuida muy bien.
–Mmmm. . . no tendrías que llamar así a tu ama de llaves; pese a todo, te cuida como si fueras de su propia sangre.
–Me cuida porque sabe que si me muero se quedará en la calle, y ahí hay frío y hambre; hace todo lo que hace por puro interés nada más.
–Bueno, mira Lisandro: no vine a pelear por cómo te diriges a la gente, no tengo ganas de tener otra de nuestras eternas peleas. Vine a revisarte y ver como estabas.
–Ya me viste y revisaste apenas llegaste; no dijiste hola que ya me estabas poniendo un palo en la lengua y un termómetro en el brazo; o sea que ya cumpliste con tu trabajo, ahora puedes irte.
–Escúchame Lisandro –dijo el doctor más suave y preocupado– mira no voy andar con rodeos y menos contigo, pero necesito serte muy claro.
–¿Qué quieres?, no me vengas con que me voy a morir porque estuve en situaciones peores y no creo que una pequeña nevada me vaya afectar, me curaré muy rápido, ya verás.
En ese momento comenzó a toser muy fuerte, se le llenaron los ojos de lágrimas por el esfuerzo. El médico le acercó un vaso de agua, pero él se lo revoleó por el piso. No paraba de toser, su cara se tornaba rojiza por el esfuerzo, hasta que luego de un buen rato la crisis cesó.
–¡Santo cielos! parece que se me va a salir el pecho en cualquier momento; sentía que empezaba a largar parte mis pulmones –hablaba como si se estuviera ahogando.
–Lisandro, mira, la cosa no es tan fácil. Tienes una pulmonía de aquellas y hablando con tu ama de llaves, ella te ha cuidado y ha estado dándote una medicación muy buena; ya tendría que haber bajado la fiebre y disminuido la tos. . .
–¿Qué me estás queriendo decir con eso? frunció el ceño y sus ojos se impregnaron de furia.
El médico se sentó en la cama y lo miró con mucha tristeza.
–Lisandro –dijo Oferio suavemente, con sus ojos llenos de compasión– amigo. . . mira, creo que tu enfermedad no se está deteniendo, tu cuerpo no está respondiendo como antes, si no mejoras en unos días puedes empeorar más y. . . ¿me entiendes?
El obstinado anciano furibundo levantó la voz y preguntó:
–¿Qué me puede pasar?
–Amigo si no te alivias en unos días, puedes llegar a morir.
–¡Jamás!, a mí aún no me llegó la hora –se le llenaron los ojos de lágrimas, parecía un niño asustado.
–Cálmate ¿sí? –el médico intentaba a duras penas tranquilizarlo– trata de no exaltarte, eso no te hará bien.
–¡Fuera! ¡vete de mi cuarto! ¡largo, sal de mi casa! ¡y no vuelvas más con tus estúpidas mentiras!
–Lisandro por Dios. . . –su amigo hablaba a modo de súplica– por favor escúchame, relájate, tienes que seguir tomando la medicación que te da tu ama de llaves y yo la reforzaré con más pero por favor cuídate. Te guste o no te guste, me tendrás por aquí a diario, aunque me insultes, aunque me grites, vendré a controlarte, amigo.
–Por un demonio vete, lárgate, no te quiero ver más ni a ti ni a tu estúpida cara, y le comenzó a tirar con lo que tenía.
El médico ante tales gritos de agravios e insultos, tomó rápidamente su maletín y su abrigo, con el cual se cubría la cabeza para protegerse de las cosas que su convaleciente amigo le tiraba, y sin más, salió presuroso del cuarto.
Esa misma tarde, el anciano ordenó cerrar todas las ventanas de la casa para que no entrara la luz de afuera. La mansión en pocos minutos quedó toda a oscuras; siempre parecía de noche adentro por más que hubiese una intensa claridad afuera.
En la mañana del sábado, el ama de llaves entró al cuarto del señor Crapchuss llevándole su respectivo desayuno. El anciano al parecer, había estado despierto desde mucho antes que amaneciera.
–¿Señor? –lo llamó– tiene que tratar de descansar, no le hará bien no dormir, también pruebe de comer un poco más, no tocó casi la cena de anoche. Si sigue así, de seguro empeorará. Le traigo también su medicación. . .
–¿Para qué? –contestó mirando al techo con la vista perdida.
–¿Cómo para qué?; para que se mejore Señor. Lo queremos sano y fuerte como siempre.
–Tú me quieres por interés mujer, no finjas. Todos en esta casa me quieren por interés. . . los lacayos de Turiem deben estar esperando que me muera, deben haber ido a pedirle, a suplicarle a los santos para que me muera.
–Señor no diga eso, acá no lo queremos por lo que nos da ¿sabe?, yo lo quiero por lo que es. Sé que detrás de ese aparentemente duro corazón, existe un hombre que no dudaría en lo más mínimo de ofrecer bondad si las circunstancias así se lo pidiesen.
–¿Cómo te atreves? –la fulminó con la mirada.
–Le pido mil disculpas Señor por mi atolondramiento, no fue mi intención. . .
–Muy bien, puedes retirarte.
–Con su permiso entonces.
Le acomodó las colchas y se dirigió hacia la puerta; pero antes de salir se dio vuelta. . .
–Señor, disculpe de nuevo. Me había olvidado de decirle, que ayer al mediodía, luego de que se fue el doctor vino una mujer a verlo.
–¿Una mujer? –dijo él con cara de intrigado.
–Sí. Parecía que le urgía verlo; dijo que tenía un recado para usted, pero yo no lo quise molestar porque me pareció una imprudencia, por cómo quedó luego de la visita del médico. . . mostraba mucho interés en hablar con usted.
–Seguro que quería dinero, ¿qué más puede querer alguien de mí? Esa gentuza puede ver que me estoy muriendo y no va a parar de pedirme cosas.
–Pues no fue lo que ella dijo Señor.
–¿Ah no? –agregó él con cara de desconcierto.
–No Señor, dijo que ella sabía de alguien que lo podía curar.
–¿Cómo?
–Sí señor. Parecía que sabía muy bien cuál era su estado.
–Seguro que ese doctorcito metiche le dijo algo.
–No Señor, porque el doctor salió, y ella llegó en menos de un minuto y golpeó la puerta; yo lo miré cuando él se subió a su carruaje y bajaba rumbo al pueblo, de manera que. . . créame sin dudarlo: no vi que se detuviera en ningún momento. Es más, yo diría incluso que viajaba bastante rápido. . .
–Entonces ¿cómo demonios sabía ella de mí?
–comenzó a poner cara de asombro– mmm mis deudores deben estar conspirando en mi contra.
–Yo no creo que sea nada de eso Señor; por lo que se veía, ella dijo que conocía alguien que podía curarlo.
–¿Que me puede curar?
–Sí señor. Que conocía alguien, es más, para serle más clara, dijo que sabía quién lo podía salvar de la muerte, pero que dependía de usted, si quería o no –dijo muy preocupada la señora Escobar acercándose a la cama.
–¿Y qué más dijo?
–Bueno, dijo también que para eso, usted tendría que invitarlo a la casa para que él lo visite.
–¿Y cómo se supone que lo voy a invitar si ni siquiera sé quién es ni dónde vive?
–Bueno, dijo que la única forma que de que venga es por una invitación suya; y además tiene que ser por alguien que lo recomiende, en este caso tendría que ser ella.
–¿Usted, conoce a esa mujer?
–No Señor, nunca en mi vida la había visto.
–¿Entonces cómo vamos hacer para avisarle que traiga a ese hombre? si ni siquiera sabemos quién es, mmm no será una especie de curandero ¿no? Odio a la gente que se gana la vida de esa forma tan vulgar.
–Bueno eso mismo le pregunté yo, pero dijo que no era ningún curandero, pero sí que si usted quería que él viniera, él lo haría. De todos modos ella volverá hoy a la misma hora que ayer, así que no nos queda más remedio que esperar.
–¡¡Ah entonces regresará!!
– Sí señor, dígame qué le digo.
–Esto suena muy extraño. Espero que no se trate de ninguna timadora o ladrones de casas, que abusan al saber que uno está enfermo para meterse a la casa y sacarle lo poco que uno tiene.
En ese momento la señora Escobar hizo un blanqueo de ojos, sin que el viejo la viese.
–Muy bien –dijo y la miró, y ella justo cambió la cara para que no se diera cuenta de su pequeña burla– cuando venga dile que entre a verme, y sabremos de qué demonios habla esta mujer.
–Como usted diga Señor, apenas se presente hoy al mediodía, la haré pasar ante usted.
La mucama pegó media vuelta y se retiró del cuarto.



CAPÍTULO II



El aviso del Extraño


Ese medio día, la nieve se había acumulado más que en los días anteriores. Las puertas tenían más de un metro cubierto, había caído una fuerte nevada durante la noche.
La señora Escobar preparaba temprano el almuerzo del anciano. Se sentía muy angustiada sabiendo que él no estaba durmiendo bien y que su enfermedad, presentía, poco a poco se iba agravando. El sólo pensar en las posibles consecuencias le quitaba el sueño, la perturbaba.
Una vez que tuvo todo listo, le llevó la comida, golpeó una sola vez la puerta y el anciano gritó “adelante”. El cuarto estaba igual que el resto de la casa: a oscuras.
Le acercó la bandeja y el viejo le dijo intrigado:
–¿Y… ya vino?
–No, Señor.
–Ya sabes qué hacer apenas llegue; avísame, quiero saber más sobre ella y del misterioso hombre del que habla.
–Muy bien Señor, no se preocupe, yo le avisaré.
Diciendo estas palabras abandonó el cuarto.
Con el correr de la próxima hora, el señor Crapchuss se la pasó llamando al ama de llaves para saber si la extraña mujer se había hecho presente. La pobre iba y venía corriendo, acudiendo a cada reclamo del anciano, siempre para decirle lo mismo: que no tenía señales de ella. En una de esas idas y venidas, llegó a decirle incluso, que dudaba mucho que viniera ya que la nevada de la noche anterior había sido muy fuerte, lo cual dificultaba demasiado la llegada a la mansión, “él dijo que si realmente quiere venir, lo haría”.
Los demás empleados, queriendo alentarla un poco, le decían que por qué se dejaba tratar así, por qué no dejaba que la enfermedad del amo de la casa tomara su curso; ella decía que no, que hasta la persona más vil se merecía otra oportunidad.
Pasado el mediodía, la extraña mujer que casi todo el mundo esperaba, no llegaba.
En uno de los viajes al cuarto del anciano, iba caminando por los enormes pasillos de la casa, de techos altos y ventanales gigantes, todo a oscuras; siempre sosteniendo una vela, ya que eran pocos los candelabros de la casa que estaban encendidos. De repente sintió un “toc toc”, como si golpearan un vidrio. Miró hacia ambos lados para ver de cuál de las ventanas podía venir, detuvo un segundo el paso y se quedó a la espera de otro golpe, y en efecto escuchó otro “toc toc”. Lentamente se fue acercando a una de las ventanas que tenía a su derecha y volvió a sentir lo mismo; corrió un poco una de las pesadas cortinas para ver qué era lo que provocaba ese ruido. Se sorprendió lo que vio: era la extraña mujer cubierta de cabeza a pies con una capa, congelada prácticamente hasta los huesos. Rápida, asentó la vela en el piso, corrió y abrió un poco la ventana para que la mujer pudiera entrar, pero para su sorpresa, le hizo un gesto de que no quería pasar. Ante la increíble negativa, la señora Escobar le dijo:
–Pase, se congelará ahí afuera.
–No gracias –se disculpó la mujer muy amablemente.
–Pero ¿por qué no golpeó la puerta principal?
–Porque parecía que había mucha gente pendiente de que llegara alguien, y además, sólo me interesaba verla a usted. Desde hace rato que vengo vigilando por esta ventana que tiene un poco abierta la cortina, que va y viene, de un lugar a otro.
–Sí, es verdad; es que mi amo me llama a cada rato preguntando por su visita. . . pero por favor pase, mi amo quiere verla.
–No, de ninguna manera, él no puede verme, sabe muy bien cómo es él –contestó la mujer algo asustada– dígame qué dijo ¿quiere que vengan a salvarlo o no?
–Sí, sí, pero antes quiere hablar con usted para saber qué métodos usa ese conocido suyo, ya que si no es médico quiere saber cómo lo podría ayudar.
–Mire –comenzó a bajar la voz– venga, acérquese un poco.
–¿Qué sucede?
–Muchos de los métodos que usa este extraño hombre la verdad, no lo sé –contestó la mujer hablando muy por lo bajo intrigantemente– sólo sé que lo puede salvar, pero eso no le diga a su amo; nada más dígale que esta noche al tocar el reloj las doce y media, este hombre se presentará.
–Muy bien, así lo haré pero, ¿cómo se llama?
–No se preocupe, él se lo dirá, si lo ve conveniente; únicamente le puedo decir que se hace llamar “ El Narrador”
–¿El Narrador?
–Sí.
–Y usted, ¿vendrá con él?
–No, él vendrá solo, recuerde: a las doce y media de la noche se presentará ante su amo.
La extraña mujer se dio vuelta y empezó a correr con mucha prisa, y el ama de llaves, comenzó a los gritos a llamarla, a decirle que esperara, que quería saber más, pero la mujer no paró, sólo corrió y corrió hasta que se perdió de vista.
En ese mismo momento, el anciano comenzó a gritar clamando por el ama de llaves. Ella lo alcanzó a oír, cerró entonces las ventanas, corrió la cortina, tomó la vela y se dirigió con urgencia al cuarto del viejo. Al llegar, ni siquiera tocó, y con euforia entró sin permiso gritando:
–¡Ya vino Señor!
–¿Cómo que ya vino? ¿Quién vino mujer?
–¡¡La extraña Amo, la extraña ya vino!!
–¿Y? tráela ya para acá. –dijo el anciano a los gritos.
–Es que se fue señor, vino rápidamente y se fue.
–¿Cómo que se fue? te dejé bien en claro que quería verla, que necesitaba hablar con ella, eres una inútil–comenzó recriminando a los gritos.
–Lo sé señor, le pido mil disculpas, no fue mi intención desobedecerlo –le decía la señora Escobar, suplicante– pero ni siquiera tocó la puerta, la encontré debajo de una ventana. Yo me dirigía hacia acá señor, cuando ella golpeó una ventana, yo me asomé a ver quién era. . . ¡y era ella señor!
–¿Pero qué clase de mujer es ésa, que golpea una ventana en vez de una puerta? –dijo sorprendido el anciano– y. . . ¿por qué no quiso verme?
–No lo sé. Lo primero que me dijo, fue si usted había aceptado la ayuda de su conocido y le dije que sí.
–¿Y qué más. . .?
–Bueno, que el hombre vendría hoy cerca de la medianoche, más precisamente cuando el reloj anuncie las doce y media.
La señora Escobar comenzó a contarle todo lo que había hablado con la mujer y cómo había huido.
El anciano quedó en silencio un rato y luego dijo:
–Muy bien, habrá que esperar entonces; tú, ya retírate, no te necesito.
La señora Escobar abandonó el cuarto sin decir más nada. . .

El día comenzó a correr más despacio, parecía que las horas no pasaban más; el atardecer se hizo lento y ansioso para los habitantes de la casa. Cuando al fin se hizo de noche, el ama de llaves dio la cena al anciano, entre ellos no cruzaron palabra alguna y acto seguido ella se retiró.
En la cocina, por ese entonces, estaban todos los empleados, algunos charlando, otros contándose viejas cuitas; la cocinera se entretenía preparando una mezcla para hornear unas galletas de chocolate con la pretensión de dejarlas listas para la mañana siguiente; la mucama doblaba sábanas en un rincón, y el jardinero conversaba con la señora Escobar, que acababa de sumarse a la reunión, y sentados a la mesa, tomaban un té. Todo transcurría apacible, cotidiano, nada fuera de lo común. . . hasta que a las veintitrés y cuarenta y cinco algo inesperado sucedió que alarmó a todos: un fuerte chasquido se escuchó, que invadió por completo toda la casa. Miraron hacia donde al parecer ese extraño ruido venía, hasta que advirtieron que la puerta de la cocina industrial se abría; la cocinera intentó acercarse para cerrarla, pero en ese momento se abrió por completo y una gran llamarada de fuego salió, como así también, por todos los lados de la cocina. El piso comenzó a temblar, y ollas, cubiertos, copas, se desplomaban a la deriva. El jardinero y la señora Escobar saltaron de la silla, y la mucama gritó:
–¿Qué está sucediendo?
–¡No lo sé! –gritó el jardinero; sus voces eran tapadas por el ruido del temblor y de las cosas cayéndose.
–¡Miren! –exclamó la cocinera– y en el gran recipiente donde estaba haciendo la masa para las galletas, el cucharón giraba demasiado rápido, como si alguien lo estuviera manejando frenéticamente –está embrujado– empezó a gritar despavorida.
Asustados, todos se dirigieron a la puerta y quisieron abrirla, pero no lo lograron, pues estaba atorada; luego intentaron lo mismo con la puerta que llevaba al patio y el resultado fue igual. . .


Mientras tanto. . . en el cuarto del señor Crapchuss, pasaban cosas iguales o más extrañas que en el resto de la casa: la colcha que lo cubría de repente se elevó hacia el techo y comenzó a girar; las ventanas empezaron a temblar como si alguien tirara de ellas para abrirlas, y el hogar que tenía a un lado de su cuarto levantó una fuerte llamarada que llegó casi hasta el techo. La cama del anciano comenzó a sacudirse; intentó pararse para salir pero le fue imposible, no podía bajar de la cama. . .


Al mismo tiempo en la cocina. . .
–¡Dios mío! –dijo asombrada la señora Escobar y apuntó con su dedo hacia una mesada.
Todos miraron y vieron que la masa de las galletas comenzó a caer en una bandeja de a poco tomando forma de galletas redondas; luego, cuando hubo de vaciarse el recipiente, la fuente parecía cobrar vida, se suspendió, se dirigió hacia el horno, se introdujo, y éste cerró. El fuego dejó de salir y la puerta por donde se cargaba la leña, también se cerró.
Todos quedaron boquiabiertos de lo que habían sido testigos. De repente, el temblor desapareció y sólo se escuchó el galopar de varios caballos aproximarse. Miraron por las pequeñas ventanas pero nada vieron afuera. El ruido cesó abruptamente y a los pocos segundos se sintió un fuerte golpe.
–¿Qué es eso? –preguntó la cocinera.
–Son las puertas del frente, alguien está tocando– respondió la señora Escobar.
–¿Quién será, señora Escobar? –trató de saber la mucama.
–No lo sé –contestó, hasta que con cara de asustada preguntó: ¿Qué hora es?
–Las doce menos diez –confirmó el jardinero observando el reloj de la cocina– es él, el hombre que viene a ver al amo –y miró a todos con cierta cómplice intriga.
Ni bien acabaron de escuchar estas palabras, se sintió un crujido, y la puerta que daba entrada al vestíbulo se abrió. El ama de llaves tomó una vela convirtiéndose en cabecera de grupo, y comenzaron a caminar muy lentamente, cual experimentados exploradores, rumbo a las puertas principales. . . en la casa, producto del inesperado temblor, habían quedado unos cuantos cuadros torcidos, algunos candelabros estaban apagados. Caminaban bien juntos y cautelosos por el gran pasillo sintiendo cómo las puertas a las que se dirigían, eran golpeadas fuertemente. A esta altura de las circunstancias, ninguno se acordaba del anciano, ni nadie se preocupó por saber si estaba bien o mal; en realidad sólo iban concentrados en saber quién podía estar del otro lado de las puertas. Cuando al fin llegaron al lugar, todos le dieron un pequeño empujón a la señora Escobar para que abriera. Ella, sosteniendo la vela con la mano derecha, comenzó a extender la izquierda temblando de miedo hasta que la abrió: quedaron todos estupefactos, anonadados.


CAPITULO III



El Narrador


La señora Escobar quedó pasmada cuando vio un gran carruaje que se había estacionado en frente de la mansión. Salió por una de las puertas acompañada en fila india por el resto del personal, el jardinero, la cocinera y la mucama, todos boquiabiertos. Si bien los faroles de la entrada no daban una buena luminosidad y había una densa niebla, el coche parecía que poco a poco se iba descubriendo frente a sus espectadores, que no dejaban de asombrarse por su lujo y exquisitez, asimilable sólo a lo propio de un rey. Tenía seis caballos: el primero, que hacía la punta, era blanco, y los otros que lo secundaban, negros. Estos maravillosos corceles llevaban gorros en sus cabezas, de donde les salían unas impactantes plumas negras, sin dejar de mencionar, por cierto, como corolario de tal opulencia, la montura de fino cuero con detalles en plata. Conducía este bello carruaje, un hombre grandote con galera alta, y con el rostro cubierto por la solapa del imponente sobretodo que llevaba. El vehículo era todo negro y muy bien lustrado, con semblantes de oro y plata; en ambas puertas se podía advertir a simple vista, un sobresaliente gran escudo de oro en forma de un ave fénix con extraña terminación en la cola. Estaba todo tan limpio y pulcro por fuera, que los empleados cuando se asomaban con la lámpara que llevaban, se vieron reflejados como si se estuviesen mirando en un espejo.
De repente se abrió la puerta del coche y se desplegaron unas pequeñas escaleras hasta unos centímetros del piso. Dentro, estaba muy oscuro. . ., de pronto, apareció un pie en el primer peldaño, con zapato de hebilla dorada, y luego otro; un hombre muy elegante comenzó a descender. Llevaba unas medias blancas que le llegaban casi hasta las rodillas, le seguía un pantalón negro que luego, un saco del mismo color con botones de plata, lo cubría. Del pecho, asomaba una camisa blanca con volados que le llegaban hasta el cuello, y allí, algo parecido a un pañuelo, le cubría la garganta, engalanado con un prendedor con la letra “A”. Completaba su aristocrática vestimenta, una gran capa negra con los bordes de seda en igual tono, que caía pesadamente cubriéndole todo su cuerpo. En su cabeza, se podía reparar con agrado, un sombrero de considerable tamaño, que terminaba en tres puntas, a su vez, ornamentado sobriamente con plumas blanco níveo, y cubría casi toda su cara: sólo se apreciaban sus labios rojos como la sangre, fino el de arriba y algo grueso el de abajo, esbozando una pequeña sonrisa rodeada por una barba negro azabache, de impecable corte candado, que parecía dibujada magistralmente en su cara. Su tez, blanca como el mármol, resaltaba en medio de su larga y bien oscura cabellera enrulada que le llegaba casi a la altura de los codos. Era tal la cantidad de rulos en forma de tirabuzón que tenía, tan cuidados, tan parejos, que levantaban algo de pícara sospecha, de que si eran naturales o bien una peluca. Sus manos estaban enfundadas en señoriales guantes de cuero, y un gran anillo con una piedra blanca se destacaba en el anular de su mano derecha. Con esta misma mano, sostenía un elegante y negro bastón de madera, el cual tenía tallado un ave fénix con las alas abiertas en la punta.
Los empleados se encorvaron y se quedaron sorprendidos, absortos por la elegancia de aquel hombre al que sólo se le veía una sonrisa en el rostro. Él lentamente se les acercó y amablemente les dijo:
–Muy buenas noches damas y caballeros –todos pudieron apreciar su cautivante sonrisa y sus dientes extremadamente blancos, perfectos. Su estampa obligaba al respeto.
–Este, mmm este. . . perdone, no lo tome a mal pero usted ¿quién es? –dijo la señora Escobar con un entrecortado hilo de voz que le salía por los mismos nervios.
–Soy una visita del señor Crapchuss, sé que me espera, ¿podría ser usted tan amable de llevarme ante él?
–Sí claro, por supuesto, pase por aquí.
En ese momento todos los empleados, que seguían amontonados y con los ojos bien abiertos, se hicieron a un lado, el misterioso hombre caminó unos pocos pasos y se paró frente a las grandes puertas. De repente la hoja que estaba cerrada se abrió de golpe, dando la sensación de que alguien la hubiese empujado violentamente. Cuando ambas ya hubieron de estar abiertas completamente, una pequeña brisa cálida, extrañamente entró a la mansión. Todos, excepto el visitante, miraron hacia un lado de las montañas donde estaba el carruaje, y empequeñecieron los ojos por la brisa que en alguna medida castigaba sus rostros, preguntándose con recelo de dónde provenía aquel fresco aire. . .
–Muy bien Señora, después de usted –interrumpió el hombre recién llegado.
El ama de llaves le indicó que entrara a la cavernosa mansión, apenas iluminada por los pocos candelabros que habían quedado encendidos. Ella se adelantó, y muy despacio comenzó a caminar. Parecía bastante asustada, cualquiera diría que estaba entrando a la cueva de un lobo, por la forma que temblaba. El elegante caballero se dio cuenta de ese detalle con sólo verle la mano con que sostenía la lámpara. Los empleados se asomaron por la abertura de la puerta mirando cómo la señora Escobar escoltaba al misterioso hombre al interior de la mansión.
Y así, señora y allegado, comenzaron la caminata rumbo a los aposentos del señor Crapchuss. Ni bien empezaron a avanzar por el gran pasillo, de grandes columnas con algunos pocos candelabros alumbrando, algo insólito comenzó a suceder: a medida que el hombre iba pasando, los que estaban apagados se encendieron, las pesadas cortinas que estaban cerradas se corrían, los altos ventanales que estaban de cada lado del pasillo, se abrían. . ., y una agitada brisa con olor a flores se comenzó a sentir. Al percatarse la señora Escobar de tal circunstancia, desconcertada y en averiguaciones, se agachó y fisgó para todos lados en búsqueda de respuesta, pero no alcanzó a lograrlo: de repente, sin querer se tropezó y la lámpara que tenía fue a dar al suelo. Miró entonces aterrada a ningún lugar fijo y el misterioso acompañante le dijo “no se asuste señora, todo estará bien… siga usted caminando” y luego la ayudó a incorporarse; ella quiso rescatar la lámpara caída, y que ya se había apagado, pero él insistió en que la dejara, que no era importante, que no era necesaria, que prosiguiera hacia donde el enfermo anciano se encontraba, siempre con una sonrisa en los labios. Comenzaron a subir las grandes escaleras y todo seguía igual: por donde pasaba el hombre, se prendían las velas, se corrían las cortinas, las ventanas se abrían, y a él en ningún momento se le borraba esa pequeña sonrisa de pícaro.
Al final de las escaleras, caminaron por un pasillo de varias puertas, eran cuartos cerrados, que al igual de lo que venía ocurriendo, se abrían, e incluso también todas las ventanas de sus interiores. . . al fin llegaron hasta donde estaba el cuarto del anciano. Cuando la señora Escobar se dispuso a golpear, el caballero cortésmente le habló:
–Disculpe amable señora, permítame a mí –miró las puertas y ambas se abrieron.
Parecía que en el cuarto había pasado un gran huracán: las cortinas estaban abiertas de par en par, los cuadros torcidos, varios adornos tirados en el piso, debajo del ropero se divisaba una gran montaña de ropa desparramada, y arriba del hogar, había quedado la marca negra de la gran llamarada. El señor Crapchuss, tapado hasta la cabeza con las colchas como si estuviera asustado, empezó a bajar las sábanas hasta que asomó su puntiaguda nariz de canilla. . .
–¿Quién es usted? –interrogó atemorizado.
El extraño hombre ingresó al cuarto sin permiso y por detrás de él, la señora Escobar que quedó asombrada cuando vio el gran desorden que había allí; empezó a mirar todo, con los ojos bien abiertos y la boca aún más, no podía creer el gran desorden que había allí.
–Buenas noches mi Señor, vengo a verlo exclusivamente a usted –saludó el extraño hombre; y con una elegante reverencia se inclinó y casi en un susurro le dijo:
–Me puede llamar “El Narrador”.
–¿El qué? –dijo el anciano dejando al descubierto ya su cara y agarrando las sábanas bien fuertes– ¿qué demonios quiere? y ¿cómo se llama realmente?
–Llámeme como le dije señor –le contestó parsimonioso al tiempo que se sacaba el sombrero: tenía una gran cabellera negra, como se suponía llena de rulos, una piel bien blanca, ojos oscuros como si fueran negros, cejas largas que comenzaban siendo finas y luego gruesas al final, una cara un tanto delgada con los pómulos bien marcados.
–¿Es usted el hombre que se supone que me va a curar? –dijo el viejo intrigado y a la vez desconfiado.
–¡Así es!
–Señora Escobar, ¿que estaba sucediendo en la casa? escuché ruidos de ventanas y puertas que se abrían – reclamó información el anciano.
–Es que. . . –y justo el Narrador la interrumpió:
–Déjeme que yo le conteste –y seguía mirando el cuarto del anciano– apenas vi el interior de su casa noté que faltaba vida, y un hogar sin vida no es un hogar; así que decidí abrirle todas las ventanas y ventilarla con una brisa de primavera, para que haya más ganas de vivir aquí, porque es justamente eso lo que le falta a esta casa,al igual que a usted.
–¡Cómo se atreve a hacer semejante atrocidad en mi casa! –exclamó el anciano.
–¿Y cómo se atreve usted? –le recriminó el Narrador siempre con una sonrisa– ¿prohibirse a usted mismo y a la gente que lo rodea, de un espléndido aire?
–Pero está nublado y corre viento helado. . .
–¿Está seguro? –replicó El Narrador, y miró hacia las ventanas; chasqueó los dedos, y las cortinas como cumpliendo órdenes, suavemente se corrieron– yo veo todo lo contrario. Es una hermosa noche, corre viento algo fresco es verdad, pero yo me encargué que en el interior de su, mmm humilde hogar, circule una brisa algo más cálida.
–¡Cierre eso! –gritó furioso el anciano– señora Escobar haga algo –y se cubrió la cara con las colchas mientras vociferaba– ¿quién se cree usted para hacer esto en mi propia casa? ¡¡¡largo de aquí!!!
La señora Escobar se acercó temblorosa a una de las ventanas, pero el Narrador con su apacible sonrisa le hizo un encargo:
–Espere mi querida señora, hágame un favor: mejor, vaya a la cocina y tráigame un té de frutos rojos bien caliente, con cinco cucharaditas de azúcar y con esas deliciosas galletas que hornea la cocinera. Sé muy bien que estaba preparando unas. . . – le guiñó el ojo –y ya que está, dígale al resto del personal, que pueden cerrar las ventanas, pues ya se debe haber ventilado muy bien la casa, y muchísimas gracias señora Escobar.
En ese momento de debajo de las colchas, salió el señor Crapchuss y la miró diciéndole:
–Ni se atreva hacer lo que este hombre le dice, vaya llame al jardinero, a alguien que me lo saque ¡¡¡ ya mismo de mi casa!!!
El Narrador acompañó a la señora Escobar hasta las puertas del cuarto y le dijo en voz baja, sonriente, que se quedara tranquila, que él se encargaría.
Ella salió, él cerró las dos puertas y dándole la espalda al anciano le dijo:
–Dígame señor Crapchuss ¿usted en verdad quiere curarse?
–Sí, pero eso no tiene que ver con que. . .
El Narrador se dio vuelta y sin darle tiempo a que terminara la frase. . .
–Muy bien, entonces demuéstrelo y deje de ser tan odioso y gruñón.
–¡Pagará caro este insulto! –le recriminó el anciano con mirada desafiante– usted no tiene ni idea quien soy yo; no me interesa que sea un pobre ilusionista, ¡pero ya verá quién soy!
–JA! JA! JA! –comenzó a reírse con muchas ganas el Narrador– así que soy un ilusionista y no sé quién es usted, Ja! Ja! Ja! no me haga reír. Yo le diré quién es, y de paso, lo que es un ilusionista. Mire, usted es un viejo ermitaño, egoísta, que sólo piensa en su propio dinero; ni siquiera es capaz de pensar en usted mismo –el Narrador comenzó acercase al anciano y siempre con la sonrisa que lo caracterizaba le seguía diciendo. . .– no le importa si otros pasan hambre por su culpa o si se desviven por usted; es tan egoísta, que casi todo el mundo que lo conoce quiere su muerte.
–¡LÁRGUESE DE MI CASA! –gritó el anciano al borde del paroxismo.
–Grite todo lo que quiera, no me iré hasta que lo haya curado ¿me entendió?
–Ya no me quiero sanar, ¡lárguese!
–¡Sí! se quiere curar y lo hará.
–Usted no me puede obligar. . .
–No, eso es verdad, pero le puedo demostrar que no soy ningún ilusionista –y con esto, la capa del Narrador voló hacia una silla donde cayó bien acomodada– yo le demostraré cómo con algo sencillo lo puedo curar.
–Deje sus trucos baratos ¡y retírese!
–Conque trucos baratos ¿eh? muy bien, veremos lo barato de mis trucos.
Ante la insolente provocación, el Narrador cambió de mano su bastón, por lo que la derecha le quedó libre, entonces la levantó y señalando con el dedo bien estirado, el que poseía el gran anillo, lo apuntó. El anciano comenzó a elevarse lentamente hasta el techo de su cama.
–¿Qué me está haciendo? ¡bájeme!
–Pero cómo. . . ¿no eran trucos baratos? –le dijo el Narrador con ironía– y empezó a formar círculos con la punta del dedo. En ese mismo instante el cuerpo del anciano que estaba flotando en el aire, empezó a girar, y más rápido giraba el dedo, más rápido lo hacía él.
–¡BASTA, BASTA, BASTAAAA! –pidió en un alarido.
–¿No era yo un ilusionista? además no escuché la palabra “por favor”.
–¡BÁJEME, VIEJO ATREVIDO!
–¡Ja!. . . ¿viejo yo? ¡¡y me lo dice un hombre que tiene la cabeza blanca y la cara llena de arrugas como pasas de uvas, jajaja!!
–Bájeme, se lo pido.
–Si dice las palabras necesarias tal vez. . .
–¡Le ordeno que se detenga!
–¡Oh! vamos, no se le van a caer más dientes porque diga ¡por favor! mmm o quizás si. . .
–¡Por favor!
Tras estas desesperadas palabras, el rezongón anciano se detuvo y lentamente descendió hasta su cama, y sus colchas, solas, lo cobijaron nuevamente. El Narrador por su parte, se le acercó, lo miró fijamente, y el viejo, un poco más calmo le preguntó:
–¿Quién es usted?
–Alguien que lo puede ayudar, pero para eso necesito que crea en mí –había algo de ternura en estas palabras, además, acompañadas con una pequeña sonrisa.
Toc toc, se escuchó de repente.
–¡Adelante! –invitó a pasar el Narrador. La señora Escobar entró con una bandeja con una taza de té y un platillo repleto de galletas.
–Déjelo en esa mesa –le indicó– ella quedó sorprendida cuando vio al anciano con los ojos bien abiertos, desorbitados, y el pelo revuelto. De seguro pensó y se preguntó para sus adentros, qué le habría hecho el extraño hombre, pero fuera lo que fuese, lo había dejado callado, lo cual era mucho decir. Apoyó la bandeja y sin pedir permiso se retiró. El cuarto quedó nuevamente cerrado.
–Muy bien, ahora vamos a comenzar –dijo el Narrador, apuntando su dedo a un sillón que estaba en frente de la ventana y ubicado al lado de la mesita, donde la señora Escobar había dejado las cosas. De pronto, como si ambos muebles hubieran cobrado vida, comenzaron a caminar hacia un lado del hogar. El Narrador se dirigió hacia el sillón y se sentó; apoyó su bastón en el respaldo, tomó la taza de té y plácido, bebió un sorbo. . .
–¿Cómo me va a curar?–preguntó Crapchuus atónito.
–Con una historia, ¡con qué más!
–¿Con una historia?
–Sí, exactamente; y al final de ella, usted sabrá qué hacer. Depende de lo que decida, es si se cura o no.
–¡Cómo que depende de lo que decida!
–Sí, depende más que todo, si se quiere curar o no. En fin, usted sabrá qué hacer.
–¿Y de qué trata la historia?
El Narrador asentó la taza, se levantó y fue hacia el anciano, metió su mano en el bolsillo y sacó un polvo de un color violeta y dijo:
–Yo la llamo, “la maldición del sauce” –y sopló el polvo sobre la cara del anciano. . .

miércoles, 12 de octubre de 2011

MANUSCRITO DE UN MEMORIOSO


I

LOS ORÍGENES DEL PUEBLO
Y SU GENTE - LOS TIEMPOS
PRETÉRITOS



Posta Corrales de Garay

Tierra de chañares, algarrobos y pajonales, nada más. La huella se perdía en lontananza. Noches interminables, algún perdido lamento, simiente de un girón de nuestra historia.
Tu nombre no está escrito, pero no es fantasía; es la verdad que clama su libertad, rompe un silencio, rasga al tiempo y da salida, para que conozcan donde estuviste.
Los criollos pasaban ansiosos, siempre alegraba el llegar de pesados carretones, mirando hacia el norte. Descanso de una larga jornada hasta el nuevo amanecer; un destino con silencio.
Posta Corrales de Garay tiene del pueblo que vio nacer, como una encendida antorcha, la religión que profetizaban nuestros gauchos, el amor al trabajo, la vida y la familia.
Casa de barro y paja –como el hornero–, empalizada donde estaban los refrescos, una copita para consuelo u olvido. ¿Cómo pudieron vivir así con tanta tristeza?
Su guitarra y su música fueron nostalgia y en su rasguido nos cuentan de ella.
Porque en el incesante paso de los años sólo les restaba llorar, y llorar.
Una gloria escondida en nuestros orígenes. La Virgen la custodia como su reliquia.

Porque nació un pueblo lindo y de avanzada, Zenón Pereyra, en esos lugares –es tu origen– tu pasado.
La Legua Zurbriggen y el Pi
y Margall - Su origen

Según mi madre la llamada legua Zurbriggen, ubicada frente al otro citado campo que nace frente a la ubicación de “La Virgen” de entrada hacia la ruta 19, y de costado el camino a Colonia Eustolia, lo había adquirido don Daniel Zurbriggen en una visita a Córdoba, y lo tenía, además, en sociedad a sus dos hermanos: Federico y Francisco.
La narración confirmaba que Don Daniel era de muy profundo sentido religioso. En el confesionario, al ser asistido, el sacerdote se interesó por su procedencia y al darse por enterado, le manifestó que la Congregación disponía de esa propiedad y el interés de su venta.
La extensión era mucha, magnífica la operación, y se concretó en su momento por una suma que oscilaba entre los ocho y doce mil pesos, casi con exactitud.
Llegó a estar muy poblada. Se comentaba que hasta llegaron a radicarse cincuenta familias. La población rural era numerosa, era la riqueza posible en los albores de estas llanuras sin explotar.

El otro citado: Pi y Margall, dividido por el camino, históricamente era la ruta de los carretones hacia el norte por el paso de Ojo de Agua en Santiago del Estero, en busca de la sal y mercaderías para los saladeros de Rosario y Buenos Aires.
Tenía 1.200 has. y era propietaria una familia de Buenos Aires de apellido Molinero, españoles, vendedores de casimires, de calle Alsina, que lo habían adquirido sin tenerlo en cuenta.
Tenían medieros y una vez por año venía algún encargado, en la época de cosecha, para la renta y no aparecían más. Así siguieron las cosas. La familia Molinero regresó a su tierra y quedaron dos hijas como sus propietarias.
En el año 1945, llegó el esposo de una de ellas, de apellido Ridruejo, para ofrecer su venta. Personalmente escuché cuando un señor comerciante de Esmeralda, don Vicente Barrale, pidió su precio, la suma de quinientos mil pesos, -parecía una exageración- además ya había dificultades con el desalojo de los inquilinos. Operación imposible.
Este señor Ridruejo, de mucha capacidad y cultura, nos ilustró sobre la situación que, en éste, nuestro país, comenzaba a suceder. Él había sido presidente del Banco Nacional de España, en el gobierno de Francisco Franco, y decía que ellos la habían superado. Nosotros no conocíamos ese término, pero sufrimos su desastrosa secuela: “inflación”.

De regreso en Buenos Aires, nombró a la más poderosa firma, Adolfo Bullrich Ltda., para su administración. Lo demás, el tiempo fue escribiendo su destino. Lo valedero y real son los datos consignados de los cuales soy testigo de algunos.


El sitio elegido

Don Luis Gieco, casado con doña Catalina Quiñones, llegó a estos lugares a fines del siglo XIX y podríamos decir que fueron de los primeros colonos en asentarse. Sus hijos Rosa, Juan, Pedro, José, María, Luis, Carlos y Lorenzo, con el abnegado trabajo y el apoyo de toda la familia, formaron una sólida posición. Adquiere el 29 de octubre de 1891 a don Zenón Pereyra, 80 cuadras de campo, como consta en escritura pública que conservan . En ese campo reside actualmente el Sr. Alberto Gieco, propietario de la mitad de esa extensión.

Esta vasta y desierta llanura era el paso de las carretas hacia Tucumán y precisamente atravesaban esa propiedad. Era “la huella” que venía cruzando el campo Pi y Margall, ubicado exactamente al frente de la “ex enfriadora”, hoy posesión del Sr. Ermindo Ballarino.
Lo llamaban también el “camino de la sal”, que Edmundo De Amicis, en su libro “Corazón” nombra en el cuento mensual “De los Apeninos a los Andes”, narrando la odisea del niño que viene a la Argentina desde Italia como polizón en busca de su madre.
Precisamente en el sitio nombrado anteriormente se decía que había habido una Posta, llamada “Corrales de Garay”. Al respecto, don José Gieco narraba que sus hijos, cuando fueron a roturar esa tierra, la encontraron durísima y dedujeron que la tierra se había compactado como consecuencia del pasaje de tantos carretones.
Datos fidedignos, un paso hacia delante en esta narración, en busca de hechos que se van acumulando en el acerbo histórico de nuestro pueblo.


Homenaje a la colonización italiana

Resurrección de nobleza y amor
Lejana voz del tiempo,
¡Madre! Escríbeme tus recuerdos
Vive la hermosura de un pasado. . .
Todavía se escucha su eco
¡Cómo cantaba su “quel massolin dei fiori”!
Uno hacía la primera voz, otro la segunda
Marinoni, Nicala, Chiquin, Tony.
Para recordarlos no hay que llorar
Son la ilusión que fue ayer
Fueron valientes, decididos, firmes
Cantaban para soñar su patria.
No todo es tristeza ni olvido
Vuelven como un pedido del hoy
El pasado fue un himno a la vida,
El presente lo añora, está solo.
Solos llegaron con visión de realidad
Solos estuvieron esperando el tiempo,
Solos lloraron, solos lucharon,
Solos escribieron sus memorias.
Addio, sempre addio
Adiós para siempre, nunca más,
Nada importaba, ¡Oh! Belleza de la vida
Canta Italia, tu canzoneta inmortal.

Los piamonteses (Al pie del monte)

Origen de la mayoría de estas colonias, salvo la colonia de Esperanza donde la colectividad suiza echó muy profundas raíces, en nuestro medio fueron afianzándose los piamonteses, así como en otros pueblos se agruparon de otras regiones de Italia. Son naciones que, además de su lengua oficial, cuentan con muchos dialectos que se hablan, que prácticamente se transforman en un idioma más. Gracias a mi abuela que desde muy niño no nos hablaba español, sólo en la auténtica lengua del Dante, quizás la más depurada porque era de Bologna, aprendí lo suficiente como para poder entender y hablar el italiano. Pero a pesar de ese valioso aporte, una hermana que por años residió en Roma, cuando conversaba con su esposo en su dialecto romano, no comprendíamos una sola palabra: parecían ingleses.
El piamontés es más asimilable, se hablaba mucho en su comienzo en el pueblo, pero fue extinguiéndose casi en su totalidad: las personas de mediana edad lo desconocen, captan algunas expresiones habituales pero nada más.
Los piamonteses pertenecen a una amplia zona del norte de Italia, siendo la ciudad de Turín, la capital de la Provincia. Conversando con familiares, traían el tema de que es difícil que en algún país del mundo, no hubiese inmigrantes italianos, territorio pequeño y muy poblado. A través de los años, el éxodo ha sido permanente; si así no hubiese sido, no habría sitio para tantos. Los que arribaron a las colonias eran casi todos muy pobres: tenían que intentar nuevos horizontes. En sus baúles de madera traían las sábanas y las telas que ellos mismos habían hilado y, a pesar de ser poseedores de excelentes y variadas comidas, su alimento básico fue “la polenta” y nada más, hasta como desayuno. Verdad auténtica de mis abuelos.
Piamonteses: trabajadores abnegados, llegaron con sufrimientos sobre sus espaldas, era otro el panorama que se presentaba en estas tierras a lo que imaginaron. Los que lograron su progreso y bienestar, muy ganado lo tienen.
Como algo muy simbólico, nada más, me ha parecido agradable a este rincón de nuestros antepasados, que casi no sería necesario comentar. Con su solo nombre se reviven sus legendarios orígenes, pero la comida tan exquisita que los identifica: la “bagna cauda”, bien lo vale.
Vibración del recuerdo con “Quel mazzolin di fiori” la voz del piamontés la entona, sus pétalos son perennes, y como su flor, tiene la pujanza de la colonización. . .

Lágrimas de los abuelos

Partir es morir un poco, ver la costa que va desapareciendo de la vista y el mar inmenso camino a un nuevo rumbo. Los abuelos habrán llorado mucho, pero no tenían otra solución.
En la estación marítima del Puerto de Buenos Aires, presencié accidentalmente la llegada de un vapor por cuya planchada se estaba descendiendo.
El galpón de zinc, que era donde estábamos todos, abarrotado de personas, que esperábamos con el mismo propósito. El clima era calmo y normal, pero no siguió así. De pronto estalló un grito –“Hijo mío hace treinta años que no te veo”– y comenzó un desborde incontenible de lágrimas, gritos de angustia del regreso. Novias que bajaban vestidas con su traje nupcial, el esposo que pugnaba para llegar hasta ella y llevarla en brazos. Era una desesperación generalizada porque todos deseaban llegar hasta sus seres queridos. No recuerdo haber asistido a una expresión tan intensamente dramática, porque no eran sólo sollozos, eran las lejanas voces de los imborrables recuerdos.
Meditemos serenamente; volvamos al Centenario que nos separa de nuestros queridos abuelos y veremos sus imágenes, en especial de aquellos que vinieron solos, envueltos en una esperanza de encontrar una nueva vida con las mujeres y los hijos ansiados. Vinieron a poblar y a dejar sus afectos aquí, como un testimonio inquebrantable de su amor a la patria adoptiva que los cobijaba.
Abuelos todos, inmigrantes valientes y decididos que fueron el pedestal de la historia de esta Nación. Vuestras lágrimas aún se conservan, porque por el amor a sus hijos, dejaron escritas páginas inolvidables.
La familia siempre estará unida junto a vuestro regazo, como un emblema del amor por un mañana feliz.
Sin olvido

Si escribiésemos en el cielo la canción de un pasado, comenzaríamos con el repicar de las campanas para agrupar a los dispersos.
Porque así estaban, sin ningún rumbo. Los pueblos nacían y crecían sin disciplina, no había leyes ni ordenamientos. A los fundadores no les importaba nada. Dejaron los pueblos a la deriva y a su suerte.
El que más podía, más lograba. Se vivía a la merced del desorden. Los caminos en vez de ensancharse, se reducían.
Se hacía el horno de ladrillos en el baldío, quedando el terreno desnivelado. El predio perdía su altura natural y las lluvias lo convertían en lagunas.
Poblados que no sólo crecieron en medio de una miseria generalizada, sino que vivieron también con desamparo e ignorancia de las autoridades de la Provincia. Sólo importaba vender y sorprender. . .
y que luego venga el siguiente.
Las raíces malas no son eternas, también mueren.
Gracias al milagro de la fe en el porvenir fueron, con lucha y tesón, dándole forma de vida a una esperanza, que encontró la realidad recién en el mañana.


Las cosas pasadas

Temas difíciles, nuestro pueblo lleva el nombre que se refiere al fundador. En mi opinión muchas veces me he preguntado ¿qué han dejado? Donó cuatro lotes de terreno en el pueblo, lo que la ley exigía y nada más. Mi madre, residente desde el año 1896, nunca lo vio. La señora de de Don Zenón, Doña Justina Morante de Pereyra vino en cambio, en un tren especial a la bendición de la imagen de Santa Justina que ella había donado a la iglesia. Se trataba de una dama distinguida de mucho arraigo en la ciudad de Buenos Aires. Desconozco cómo se realizaban las ventas de lotes y quién las efectuaba: todo quedaba a la realidad del inmigrante, donde estos fundadores fueron como aquel grupo de hombres que talaron tantos bosques, sin siquiera plantar un solo árbol.
Existía una casa de ramos generales que giraba con el nombre de Gagliardi y Socio . El segundo de los nombrados residía en Córdoba y era poseedor de terrenos del pueblo, los cuáles vendía como negocio inmobiliario. Tenía como norma, cuando llegaba el momento del pago, decir “el tren ya viene, me apura” y no les daba recibo alguno. La gente ingenua y confiada, le daba así su dinero y cuando reclamaban su título, debían volverlo a pagar. Lo mismo quiso hacer con su socio, al momento de la venta de su participación en el negocio señalado, pero Don César Gagliardi, que tenía en su haber nueve años de carrera militar, le puso un revólver en el pecho y le dijo “o la firma o la vida”, en circunstancias que lo estaba esperando para llevarlo en la volanta a tomar el tren a Esmeralda. Fue el final de un malvado. Nunca más apareció. Mi papá, muy joven, fue testigo de este suceso.
La Colonia crecía muy rápidamente y los colonos creyeron conveniente formar una cooperativa de consumo, nombrando a un administrador, considerando que sus recomendaciones eran excelentes. No quiso ocupar formalmente ese cargo argumentando que debía tener otro titular y así fue dominando la cooperativa, con muy pocos escrúpulos. A varios colonos les hizo vender sus tierras para que pagaran deudas dudosas, dejando un saldo de tragedia.


Uno de sus seguidores, que presuntamente estaba manejando el vehículo, un día lo hizo bajar del coche para que mirara una goma y lo mató por la espalda. Allí lo enterró a medias. Sucedió en la Cañada de Angélica. El matador, le aplicó la ley del talión.
Es una página sombría, cruel. Era mi propósito no recordarla, pero creo conveniente hacerlo para narrar estos tipos de sucesos que hicieron a la realidad y que atentaron indudablemente al progreso general. No era para menos, todavía ese pasado vive en la mente de quienes recuerdan este espinoso suceso a través de verídicos relatos.

Una realidad más, profundamente dramática que dejamos, ahora sí, en silencio.

Cómo es nuestro pueblo

La parte más poblada se volcó de lleno siguiendo la ubicación de la plaza y la parroquia, como se dijo siempre “al otro lado de la vía”. Su planta urbana tiene una hermosa edificación, algunas de ellas son admiradas por aquellos entendidos profesionales que, al pasar por su frente se detienen y dicen “un palacete”. Fueron construidas por valiosa mano de obra artesanal, como lo fue el Instituto Secundario y otros. Las calles están pavimentadas, servicio telefónico y telefonía rural, con modernos equipos, agua corriente y todo lo necesario para la vida cotidiana. Dos instituciones cuentan con edificios completos, sala social católica y en lo deportivo, dos clubes con sus campos deportivos.
Pero mi propósito era llegar a lo educacional, que es el indicador de una herencia que nuestros antepasados fueron dejando como el pilar de nuestra vida. Esta breve exposición la hago con mucho orgullo, que deseo compartir colectivamente, porque nuestro pueblo cuenta con tres establecimientos de lo que no es fácil encontrar en su forma edilicia. Además de su belleza arquitectónica, se suman en todos ellos, los comedores escolares que funcionan con estrictas normas higiénicas y la comodidad necesaria en sus aulas que tienen todo el confort para que el alumnado se sienta enteramente confortable.
Con un mantenimiento impecable, las instituciones rectoras cumplen una tarea ímproba, que como sus asociaciones legadas, merecen no sólo el apoyo popular, sino también nuestro reconocimiento.
La instrucción es la avanzada del progreso; los pueblos así progresan. Elevar el nivel cultural es ir alcanzando la línea imaginaria que será siempre la compañera en todo instante. La escuela abre sus puertas para abrazarnos a todos con la misma fuerza. Así hemos comprendido el legado de nuestros mayores, comprendiendo sus ideales de formación y seguiremos junto a ella dando muestras de nuestro eterno agradecimiento.



La plaza pública

Estaba circundada por doble hilera de paraísos, pero no era precisamente su destino: allí estaba la cancha del Zenón Pereyra FBC. El pueblo vibraba con el grito ensordecedor de los hinchas en los clásicos enfrentamientos con Esmeralda, (eterno rival) María Juana, San Vicente. Corrían alrededor una lona de arpillera para evitar ver del exterior.
Como no era precisamente el sitio que correspondía, la institución con los años se traslada a su campo, al otro lado de la vía. La cancha de futbol no podía situarse frente a la iglesia, considerando además que de acuerdo al acta de la fundación, era el terreno que debía destinarse para la finalidad que la ley exigía.
Debajo de la tupida arboleda de la plaza actual, se realizó el almuerzo histórico del cincuentenario, un lugar por demás acogedor por su sombra.
El pueblo tenía que seguir su curso urbano; el Sr. Juan Cavallo, primer nacido en el pueblo, tenía empresa caminera en Santiago del Estero, trajo algo de su equipo, arrancó algunos árboles y al achicar un tanto el tamaño, se evitaron luego mayores costos.
Con el paso del tiempo se hicieron los cordones y las diversas plantaciones. En la actualidad, con la sucesión de barrios nuevos, prácticamente está en el centro del pueblo y merece de parte de las autoridades una cuidada atención y remodelación constante. Pero no hace muchos años, estaba en un sitio poco olvidado donde el favor popular prefería recostarla hacia la vía. Se decía que era ése el punto central del pueblo, con sus comercios, bancos, escuela, cine y bares.
Antiguamente no se exigía a los fundadores de la colonia un plano de la urbanización, sólo la cesión de 4 lotes. De lo contrario no hubiéramos tenido que esperar una centuria para llegar a la realidad actual de su emplazamiento.
Es una pena, porque la plaza bien ubicada tendría recuerdos de todo tipo: el paseo de la tarde o lo que llaman en partes “la vuelta del perro”, la retreta de la banda, el ameno encuentro de los amigos, y familias en las soleadas tardes; podemos decir “un soplo del ayer” con esperanza de ser lo que en realidad se quiere.
Escuela Elemental Mixta Santa Justina

La escuela más antigua de la colonia de Zenón Pereyra comenzó a gestarse cuando el Concejo General de Educación, en su sesión del 20 de abril del año 1894, propone al Poder Ejecutivo la creación de una Elemental Mixta con la dotación de setenta pesos nacionales, trasladándose a dicha escuela el preceptor Isidro Martínez. Proposición que se concretó después con el decreto del 25 de abril de ese año, por lo que se determina la creación de la primera escuela primaria para el pueblo.
La escuela comienza a funcionar en mayo de ese mismo año en una casa perteneciente al Sr. José M. Álvarez, la que la alquila por treinta pesos mensuales.
El 31 de julio de 1894 el Concejo de Educación acepta la propuesta del Sr. Nicanor Achával, administrador de Zenón Pereyra, de construir una casa escuela, la que junto con el terreno será escriturada a favor de ese Concejo, siempre que éste contribuya con la suma de mil pesos nacionales que entregará al recibir la obra terminada con el título de propiedad.
Por la rendición de cuentas de la Comisión de Fomento, correspondiente al segundo semestre de 1894, se está en conocimiento que en agosto de ese año se efectuó el pago de trescientos pesos a cuenta del Sr. Juan Vollaine por los trabajos realizados en la construcción de la escuela del pueblo.


75° Aniversario de la Biblioteca

Cuando el sol lentamente llega al ocaso, el día no ha concluido porque volverá luego un nuevo amanecer. Hoy resplandece en la cima de los ideales, de los corazones, renace una historia, una voluntad inquebrantable, y un hombre: Don Rodolfo.
No miró al tiempo, le escribió diciendo que llegaba; fue maestro, por eso supo enseñar. Desplegó por doquier su sabiduría para que sus palabras fueran mensajeras de perseverancia, idealismo y tuvieran la sonoridad del clarín, en su diana eterna.
Valiente voz del pasado, en cada uno de los libros de ésta, nuestra biblioteca, la casa que hizo la inspiración de los grandes genios del saber, lo acompañan en el mudo silencio de los estantes, aquella voz que se repetirá por el tiempo “Ven y vierte tu frescura”. El calor paterno nos lo legó como su don más preciado.
Tiempo de meditación profunda, mirada lejana de una colonia naciente, había que construirla desde los cimientos con solidez para que al surgir pudiera expandirse y su pensamiento se basó en esa verdad que hoy vemos y disfrutamos.
Las manos y los corazones en esta noche están abiertos –Don Rodolfo– los jóvenes de entonces, padres o abuelos, tienen el mismo espíritu, la misma entereza, no se ha doblado ni roto, ese caudal enriquecido en esta Biblioteca Popular, la casa de nuestra cultura, porque ella encierra el mundo y su sabiduría.

Los brazos y pañuelos en alto, ¡Hermanos! El viento de la historia nos conduce al reencuentro de la vuelta al hogar. ¡Bendita sea la realidad! Amén.

El ferrocarril

No había ninguna señal de vida, podría ser alguna ocasional tapera, aprovechando la soledad y el silencio de estos parajes, la cinta de plata era la única conexión con el mundo exterior. Los ingleses, con su experiencia fueron haciendo las cosas con esa seguridad centenaria y hoy como entonces, lucen las construcciones como nuevas. Poseedores en su imperio de una industria pesada excepcional, llegaron sus aceros y material rodante para prestar esa seguridad total, y una eficiencia que se recordará siempre: desde el puerto de Mar del Plata, o sea desde la banquina de los pescadores, allá por el año 1913, la entonces Pescadora Argentina, épocas de las locomotoras a carbón de piedra, estaban en condiciones de entregar, en menos de 22 horas, un cajón grande de pescados y mariscos del día aquí en Zenón Pereyra, una vez por semana.
El ferrocarril trajo aparejado la vida a estos campos. La estación de tren, estaba detrás del pueblo que comenzaba a nacer. Los dueños de estas extensiones tan grandes, comenzaron a sentar las raíces del pueblo. Para que así fuera, tenían que donar los terrenos para la escuela, la plaza, la iglesia y el lazareto.
Todos dependían de él: adonde estaba el progreso. En nuestro pueblo se trataba de dos trenes diarios (de ida y vuelta) a Rosario y su combinación con Buenos Aires. Los trenes de carga eran regulares, y a veces pasaban los de corte especial. Según la carta de porte que avalaba el despacho, toda mercadería debía estar en destino dentro de las 24 horas; y se respetaba. Era algo así como un ejemplo de orden y disciplina, para enseñarnos que la realidad de algo tan extraordinario, nos les daba a los ingleses tinte de soberbia sino de eficiencia.
Fueron épocas de crecimiento y como tal, todo se iba concretando en forma simultánea a su construcción. Llegó el momento, en que los durmientes de hierro en los que estaban las vías asentadas, debían ser cambiados por los de madera de quebracho colorado: más apropiado y de mayor firmeza para las locomotoras de mayor tonelaje. Vinieron al pueblo unos meses difíciles de su historia, porque la empresa trajo para ese trabajo unos 700 inmigrantes polacos. Gente terrible, borrachos, pendencieros, todo se había convertido en tierra de nadie, como en el lejano oeste norteamericano. Mi madre me contaba que sus padres tenían en ese entonces, un pequeño boliche, y que a las cinco de la tarde tenían que cerrar sus puertas por razones de seguridad. El escuadrón de caballería de la ciudad de Rafaela, con treinta efectivos tuvo que patrullar la población para asegurar la tranquilidad del pueblo. Algo de un pasado muy triste, pero son las cosas que a veces el progreso trae: fue una conquista muy sacrificada. Un episodio desconocido, que nos hace meditar sobre otros en la historia de la conquista.
El chirriar de los ejes de la carreta se apagó en la soledad, el grito y el vuelo del poncho gaucho tropero “gueya guiéis”, al romper el alba, dejó paso al progreso que comenzaba a nacer.
Bienaventurados nosotros que nacimos en la era de los motores. No hay ninguna duda por qué de algo así ya nacía a otros adelantos importantes. El hombre, siempre el hombre, buscando a costa de cualquier riesgo su propia e indiscutible liberación.
El ferrocarril fue un factor decisivo y terminal para el desarrollo. Estas soledades que comenzaron a surgir de un viejo carro tirado a sangre, a paso muy lento comenzaron a transformarse al rugir de la máquina a vapor, que arrastraba impresionante tonelaje de carga y pasajeros, haciendo las distancias más cortas, proporcionando trabajo y bienestar a cientos de miles de trabajadores.
No había ningún otro medio de transporte ni caminos que hicieran algún otro milagro. Los gobiernos daban 50 años de concesión y tierras laterales al mismo, para facilitar e incentivar su construcción, y nuestro extenso país lo necesitaba con urgencia: la producción agrícola debía llegar a puertos y lugares de consumo. . ., y sus pobladores lo exigían.
Los ingleses, con su experiencia muy avanzada y que prácticamente habían construido todas las líneas troncales y ramales en su nación, habían experimentado todas las pruebas imaginables de este difícil servicio público. Hacían las cosas para que fueran imposible romperlas. Hay detalles de economía que son realmente asombrosos, por ejemplo, en las 2 señales de distancia que se encuentran en las estaciones, una a la entrada y otra en la salida, tenían dos vidrios de colores distintos, donde la luz estaba permanentemente encendida, con un depósito de medio litro de kerosene, duraba quince días, y un fino pabilo donde ardía la llama.
El personal conductivo y administrativo, los encargados de la estación, estaban preparados para ejercer estos cargos de tanta responsabilidad y además, sometidos a una rígida disciplina sin claudicaciones, considerando que de sus actuaciones dependía la vida de muchas personas.
El tren de pasajeros también traía, al comienzo de la formación, un furgón postal y de encomiendas comerciales, que transportaba el pedido de los clientes desde sus proveedores. Seguía el vagón de la primera clase, luego el comedor y la cocina, y la segunda clase que se diferenciaba porque no tenía asientos tapizados, sino de madera. La gente modesta tenía diferencias en el precio de los boletos; además en las festividades había promociones: por ocho pesos el pasaje de ida y vuelta en primera clase a Buenos Aires para presenciar el desfile, trámite que se completaba con varios días de antelación.
Pero aquí también aparecen momentos difíciles para la vida del país: durante la primera presidencia de Hipólito Irigoyen (1912-1918) se inicia una huelga ferroviaria que dura varios meses, que paralizó a toda la Nación. El anarquismo y el comunismo, introducidos por las corrientes inmigratorias, provocaron éste, si se quiere, encarnizado momento: no había mercaderías, ni como irlas a buscar. Algo llegaba de San Francisco por medios precarios, algún automóvil traía lo que podía. Al azúcar había que ir a buscarla a la comisaría. Algún aventurero, en quien sabe que auto, traía algún diario que vendía a un peso, habiéndolo pagado 10 ctvs.
La esperada solución llegó con un costo muy penoso, otro episodio en esta galería de recuerdos del pasado: nada se consigue en la vida sin el sabor de la amargura y el sufrimiento .


La estación del ferrocarril

El Jefe de la Estación, el cambista, y el auxiliar, estaban cada cual en su puesto: era la hora del tren de pasajeros. Celosos vigías, la estricta disciplina de una responsabilidad.
Con su vía libre concedida, el tren avanzaba, cumplía con su parada, siguiendo un estricto horario, ¡cómo lo esperábamos! Era el mensajero con ruedas de acero, tenía que llegar y partir de acuerdo a su rutina, cumplir su misión.
Recorrió un camino centenario, traía y llevaba personas y mercaderías, nadie podía detener su diario esfuerzo que fue sustento y sabiduría para las poblaciones que de él dependían. El sol lo veía llegar y la noche lo veía partir.
La Estación del Ferrocarril era una vigorosa estampa en silencio. En su andén solíamos pasear, mirar y esperar, como una necesidad de los espíritus inquietos, observando la poderosa fuerza del mundo que llegaba también al pueblo.
Como el hombre creció con su empuje, así también lo utilizó por los cinco continentes y lo llevó a los mundos nuevos, como una poderosa arma del progreso y la comunicación.
El tren no era el forastero de un ayer sino el aladid del crecimiento. Su cortina de humo llegaba muy alta, era su saludo que nos dejaba al pasar, porque con él crecimos a una nueva vida, la de la comunicación y el intercambio con el mundo exterior.
La tierra virgen soportó el peso de las vías que nos integraba. Ahora, la vieja estación vive en mudo silencio, víctima de la inactividad a la que la condenaron desacertadas políticas que aislaron a nuestros pueblos. ¿Acaso habrá alguien que pueda evaluar el daño emergente que se causaron con estas medidas?

Pero el ferrocarril, como los recuerdos, perdura y vive esperando de nuevo el silbato que fue su antigua melodía, la que anunciaba el progreso.



La guardabarrera a nivel

Y acá me surge indeleble el recuerdo de Doña Cristina Giraudo de Maguini.
Estoy solo, muy solo , sentado en un banco de la plaza con el portafolios sobre las rodillas como escritorio, escribiendo algunos recuerdos del pueblo que pueden permanecer en el olvido, y en esta ocasión al llegar el turno a tan grande conquista del progreso, no puedo silenciar a una figura tan recordada.
Doña Cristina. . .
Llegó a esta localidad, era joven y viuda de un ferroviario, con la compañía de su única hija de muy pocos años, a hacerse cargo de este responsable e importante puesto de la seguridad pública: guardabarreras del paso a nivel.
Su presencia era sinónimo de confianza. Me parece verla mirando a la distancia si algo se avecinaba, a pesar de que recibía el aviso correspondiente. No había inclemencia del tiempo que detuviera su obligación, la bandera verde, la vía libre siempre estaba en sus manos. El tráfico a veces era intenso, no había horarios, días y noches en vela. Las barreras siempre estaban bajas al paso del convoy. Tenía el alma del auténtico ferroviario que sabía defender el sagrado patrimonio del trabajo que le proporcionaba su medio de vida. Fueron los obreros que dejaron en el libro de las realidades cotidianas, aquellas palabras que son signo de nobleza y adelanto: “sin novedad”.
El negocio de mi padre estaba a escasos pasos de su casa, y los niños de entonces íbamos creciendo y ella tenía para todos nosotros bondad, dulzura y cariño. Doña Cristina amaba las plantas, las flores, e hizo de la amistad un culto, y compartía la vida comunitaria con la sonrisa en su rostro, y dejaba a su paso ese invalorable aporte de quien sabe bien vivir. Su retiro llegó como un justo premio, era algo así como un sembrador que en el surco va dejando la riqueza de la semilla que luego germinará.
Ñata, te dejo estos pensamientos y recuerdos para que tus hijos y nietos tengan la visión de un pasado porque vos sos como ella, llena de alegría, de buen humor, siempre dispuesta a salir a escena. . . ¿te acordás?
Los que fuimos tus compañeros y amigos siempre te tuvimos presente, además. . . Doña Cristina también fue un poco mi madre. Cariñosamente.



No hay olvidos, sino recuerdos,
No hay amor sin esperanzas,
No hay gloria sin sacrificios,
No hay riqueza sin bondad.


Las mujeres heroicas
La Granda, Doña Mariana, Doña Anita, Doña María, y La Genovesa


Parecería un grito de batalla. Si no hubiera sido por ellas, por el don que Dios les concedió, ¡cuántos esfuerzos se hubieran malogrado!
Son aquellas y otras que, en la tragedia del cólera del año 1896, según datos oficiales cobrara 94 víctimas, tapaban con cal viva la boca y el rostro de las víctimas; los envolvían con bolsas o con lo que había, para que el carro los dejara en la fosa común del cementerio de Esmeralda. Los carreros combatían el flagelo con alcohol.
Con hierbas hacían jarabes para la tos, con cera virgen y otras pociones, pomadas para quemaduras realmente milagrosas. Digo así porque un familiar cercano, que siempre nos visitaba, no dejaba de rezarle una oración en el cementerio a La Granda.
A esta buena señora, a los ocho años, jugando con los chicos, le incendiaron su vestido y le produjeron una espantosa quemadura debajo del brazo izquierdo y media espalda; no había en ese entonces ni médicos ni farmacia. Con sus remedios, La Granda iba tres veces por día, le hacía la cura y así salvó su vida, pero las cicatrices que le habían quedado eran tales, que nunca usó escotes ni soleras.
Donde había dolor y necesidad, allí estaban ellas: en cualquier mísera vivienda atendiendo enfermos, a los afectados de tuberculosis, que se propagaba, porque nada había para nada, sólo carencias.
En algún sulky que pasara, con seguridad había alguna de ellas, que las llevaban para algún nacimiento, por caridad. Eran las parteras y el médico que se carecía, tenían que ser muy valientes porque siempre las cosas no salían bien. Cuidaron a los hombres solos, que estaban postrados en algún galpón, cerrando sus ojos y rezando por ellos.
Es un trágico y vivo relato, es necesario ser justos, es la verdad de una época no tan distante; aprendamos nosotros un poco de lo que ellas nos enseñaron. Nunca veían más que por la angustia ajena y la distancia del camino, que parecía cerrarse para no dejarlas seguir.
¿Por qué no me acompañan con el pensamiento, en el idioma de la fe que cada uno profesa? Digámosle, aunque sea uno”. . .Padre Nuestro que estás en los cielos. . .


Los primeros médicos

Un tema, si se quiere, difícil de tratar, o para que su comunicación sea en forma no de relato sino dentro de la ética que esa profesión requiere. Desde hace setenta años, puedo hacerlo con exactitud, lo recuerdo fielmente, pero los anteriores surgen por relatos familiares que comienzan con el que no había médicos para la Colonia.
Da escalofríos pensar cómo el dolor y las eventuales enfermedades se trataban ¿quién lo sabe?
Comenzó atendiendo uno de ellos que por el tren venía de San Francisco, en un día determinado de la semana y se volvía por la tarde. No vale la pena comentar en qué podría haber sido útil: eran comunes los grandes forúnculos o el panadizo, procesos infecciosos de serios trastornos. Les ponían pan mojado en leche o la hoja de alguna planta carnosa para apurar su evolución.
Todos los problemas de este tipo, estaban librados a la mano de Dios, hasta la llegada de la penicilina después del comienzo de la guerra, año 1942. Solamente agua oxigenada, tintura de yodo y alcohol.
Comenzaron a llegar los primeros médicos estables, no puedo dar todos sus nombres, sólo de algunos solamente: Piccone, Tremi, Aradó, Gasparini, Velloso, Alisio. . .
Por más buena voluntad y amor que tuvieran, el diagnóstico era a simple tacto o síntoma que delatara algún indicio. Los medicamentos eran pocos, la fiebre tifoidea solía cobrar todos los años alguna víctima. Para calmar la alta fiebre envolvían al enfermo en una sábana húmeda, o le daban un baño de asiento; y para un proceso de hipertensión lo sangraban. El medicamento por lo general era casero: ajo en abundancia, en un frasco con alcohol en maceración y se tomaban luego algunas gotas. La tuberculosis requería clima serrano, alimentación y reposo absoluto. Por años y más años: era la enfermedad infectocontagiosa que más muertes causaba en el mundo. Los procesos bronquiales con cataplasma -semillas de lino calentadas y envueltas en trapos de lana-, la pulmonía con las ventosas, y así se desenvolvían. Los nacimientos se atendían en el domicilio y cuando superaba a la mujer que hacía de partera, recién intervenía el médico tratando de superar las situaciones críticas. La cesárea no se practicaba. Las grandes guerras siempre trajeron un pronunciado adelanto, sobre todo en cirugía, con el inconveniente que si se producía algún proceso infeccioso, era casi fatal. ¿Con qué combatirla?
Rindamos nuestro homenaje y sentimientos, a toda esa legión de médicos que llevaron a sus enfermos ese aliento, esa esperanza de vida.
Eran mensajeros que entregaban lo mejor de ellos en holocausto del prójimo, tenían que calmar el dolor, tenían que hacer de todo, como enviados del más allá.


Los que las siguieron. . .
Dr. Ángel Contardi


Egresado de la Universidad de Córdoba, ejerció su profesión en éste, su pueblo natal.
En toda su larga carrera, hizo un culto de su juramento hipocrático. Distribuyó en todos sus pacientes, la simpleza de su vida, como algo propio de aquellos que sacrifican su existencia en beneficio del prójimo.
Lo hacía como un apostolado, con cariño y amor. No cobraba a los pacientes de menores recursos, y todo lo que estuviera a su alcance para mitigarlos en sus gastos, lo ponía en práctica. No me resulta fácil describir su personalidad médica, o sería muy fácil decir que su misión fue extraordinaria, pero no me siento para decirlo así.
Cuando los méritos acumulados son tantos, es necesario sincerarse con uno mismo y decir con altura su verdadera hidalguía. Hizo aciertos notables y difíciles, habiendo sido publicados por la Sociedad Médica algunos de ellos. No derivaba pacientes a menos que tuviese la certeza de su destino. Era un dotado del saber.
Formamos un grupo para salir los domingos de cacería, y por algunos años nos acompañó. Agradable, afecto a la buena comida, a los ricos postres, a un “chato” de manzanilla y a un par de vasitos de buen vino, discurríamos en la rueda de hechos alegres. Así es la imagen de su vida. Los que llegaban a su consultorio, encontraban el afecto del padre con sus hijos y el consuelo en el dolor.
Son muchos los ejemplos que se dieron en ese aspecto, donde para enfrentar situaciones, se requería el temple que las circunstancias merecían. Como lo fueron, las atenciones que dispensaban los nacimientos a domicilio, con largas esperas, solo, tomando una taza de café o mate en la cocina, y llegado el momento, apretando muy fuerte el corazón porque dos vidas dependían enteramente de él.
Su paso por esta vida se apagó como fue siempre su norma, apacible y reservadamente.
Los discursos están demás.

Intentemos sólo seguir su doctrina: dar al prójimo lo mejor y si nos es posible, lo más humanamente posible.


Dr. Alberto Curutchet

Médico nacido en Buenos Aires donde residía y cursara sus estudios. En ese entonces, los dos o tres primeros años de su profesión, los debían cursar como internos de un hospital. A él le correspondió el Hospital Alvear.
Estuvo ejerciendo su profesión y llegó a instalarse en este pueblo por la mayor población que tenía. Fueron años muy difíciles en todos los órdenes, y tiempos de depresión económica. Elementos quirúrgicos no había, los problemas que se le presentaban debía solucionarlos solo, a veces con la colaboración de algún colega, o como le era posible. No había derivación inmediata de enfermos, ¿dónde?, una pregunta sin respuesta.
Las especialidades medicinales eran preparadas de sus recetas. No existían las sulfamidas ni los antibióticos; las mutuales no se conocían, los hospitales, inexistentes. Vivían el día a día en zozobra por lo que se le podía presentar, porque debían hacer de todas las especialidades, y cuando llegaba la hora del pago “no es nada, está bien”. Era una realidad cruda, sabían que era imposible cobrarles, eran los más.
Los partos se hacían en el domicilio cuando, como se explicara, se requería su presencia, y la cirugía no se practicaba en estos casos. Las esperas largas y penosas, desde una vivienda modesta a otra confortable, dentro del estado normal todo correcto; y en las dificultades, el uso del fórceps, especialidad que lo acreditaba como aventajado. Siempre solo, a veces con la ayuda de alguna piadosa vecina.
Muchas vidas comenzaron a existir gracias a esa decisión, rescatadas de la muerte, sin que la paciente sufriera tanto. Lo trascribo a estas memorias, rindiendo un justiciero homenaje a los que tanto ayudaron al consuelo del dolor ajeno.
Era de carácter alegre, gustaba de las bromas y sobre todo de jugar al ajedrez, al llamado “pin-pon” del modo rápido, con sus amigos don Lino Viguera y Silvio Sonna. Todos ellos muy interesados por el desarrollo de la Biblioteca Popular, el Cine San Martín, o los festejos por el Cincuentenario, donde pudiera ser de utilidad su honorable presencia.
Pertenece a una época que merece todo nuestro reconocimiento y gratitud.
El ejercicio de la medicina es un apostolado, riqueza de nobles sentimientos y las raíces que van dejando, dan el fruto de su caridad.


El sacamuelas y el dentista profesional

No es un parangón, son cosas diferentes con una misma intención. Hace exactamente 65 años venía en calidad de dentista un señor Héctor Torres. El que tenía el título profesional era su hermano; ambos residían en San Francisco, donde el nombrado, actuaba como su ayudante. Le parecía suficiente con una visita un día por semana.
Un terrible dolor de muelas me llevó a su consultorio, tenía sólo 12 años; cuando me tocó el turno, había cuatro personas atrás mío. Al tener infección la anestesia no tomó; así que la extracción fue, como diríamos “una operación en vivo”. Fueron tantos los gritos proferidos que al salir, la sala de espera estaba vacía: todos habían desistido. El torno era a pedal, como una máquina de coser.
El tercer profesional se llamó Domingo Adolfo Fassi, en el año 1933. Es un deber reconocerlo, recién recibido estuvo muchos años con nosotros. Celoso al extremo de su responsabilidad, temeroso que al paciente le doliera, que le aumentara la presión arterial, y todos los detalles al extremo.
Capacidad, honradez y jerarquía, con su hombría de bien solía aconsejar siempre, “no gaste, vamos a realizar el trabajo de manera que a usted le alcance con sus ingresos”. Tenía amplia experiencia en la mecánica dental. Era la época de las coronas y puentes de oro.
Todo ello le valió, me atrevo a decirlo, que en dentaduras postizas es difícil hoy encontrar quien lo haya superado. Hay muchas personas que aún la tienen; en donde residía su habilidad, era tal vez, en el prodigio de sus manos. Difícilmente los pacientes volvían por algún ajuste.
Tomó un jovencito llamado Adolfo Riera y lo fue haciendo en la mecánica dental. En ese entonces, había que recurrir a Rosario, pero gracias a sus enseñanzas, Adolfo llegó a ser el más solicitado en la zona por los profesionales exigentes. Montó un laboratorio dental, siempre con los últimos adelantos que a diario había que incorporar.
En su hombría de bien, todo un caballero, católico de fe muy arraigada, consejero ejemplar, acumuló tantos méritos por una sencillez que lo caracterizaba. Amigo de todos, no importaba su condición, credo o ideología.
Al describirlo hago una exposición sencilla, simple como la figura que él encarnó, y si tuviera que decir algo más, sólo tendría que encontrar la palabra exacta que lo definiera: “maestro de maestros” en su profesión. Y fue también “maestro de maestros” en su vida al servicio de su prójimo.
La vieja Farmacia Ciulli.

Vamos a escoger para esta narración, a don Alfredo Ciulli quien en dos oportunidades fue su dueño idóneo. En la primera ocasión, tenía una muy buena posición económica que le permitía una vida holgada en su país de origen, a raíz del elevado valor de nuestro peso y el bajísimo de la lira, vendió todo y regresó a su patria. Pasaron algunos años, pero la consolidación de Benito Mussolini en el poder, hizo que cambiaran las estructuras políticas con la venida del fascismo, algo así como un socialismo de las corporaciones de derecha. El partido era el partido, las camisas negras eran su brazo fuerte, y los que vivían de sus legítimos intereses tuvieron un serio revés. La situación de prosperidad fue debilitándose y, gracias a las amistades dejadas en el pueblo, le dieron su apoyo para volver. Don Jerónimo Contardi, su amigo de siempre, le volvió a comprar la misma farmacia y así por segunda vez, comenzó a ejercer su profesión.
Eran años en que sólo había muy pocas drogas específicas y todo, se hacía por detalle de las recetas médicas que luego se preparaban con una atención y responsabilidad a toda prueba. Las ventas se hacían por la farmacopea manual, y su laboratorio estaba compuesto por variados vasos con medidas y morteros. Muchas recetas de medicamentos, donde el cuidado tenía que ser extremo, ante cualquier duda tiraban lo formulado y lo volvían a preparar. Las distintas drogas las tenían en frascos de vidrios especiales, con un gran rótulo identificatorio en estantes visibles.
Hacían ellos mismos variedades de pomadas: la diadermina que suplantaba a las cremas actuales para cutis, y también el benjuí. La untura blanca para friccionar el pecho, cuando los bronquios estaban afectados, era lo único usable, y también empleada para aliviar todo tipo de golpes. La fabricaba en damajuanas de 5 litros que la emulsionaban, siendo uno de sus ingredientes la banana.
Las purgas eran como la orden del día: la limonada Roge era la más clásica, nadie se salvaba; también el aceite de ricino y el poderoso Pagliano: no había italiano que una vez por año no lo tomara. Para las inyecciones, llenaban las ampollas con la jeringa y luego la cerraban con fuego. Desconozco si el Redoxón inyectable ya existía, siendo la única vitamina de gran consumo para paliar la tuberculosis.
Pero su mayor acierto, que le permitió su primer progreso económico, fue el llamado “Moscatello Ciulli”: una pequeña caja de lata conteniendo hierbas y semillas, adherido en el fondo, una receta para su preparación.
En una bordalesa de 50 o 100 litros se echaba su contenido, se agregaba agua y alcohol etílico, siguiendo las prescripciones de la receta, se agitaba y el preparado fermentaba en unos días; luego se embotellaba el brebaje en envases de sidra, lacrándose su corcho. Con muy pocos pesos, se lograba hacer esa cantidad de “vino”. Lo patentó.
Como el contenido era espumante, a veces los corchos volaban. Los sótanos parecían días de fiestas patronales…
Con ese descubrimiento hizo su primer capital. Especie de vino muy barato, pudo inclusive vender la patente de su descubrimiento.

¡Siempre hay alguien con ganas de sentirse Colón y hacer la América! ¡Viva don Alfredo!


La gripe

Según mi padre, fue él uno de los primeros que sufrió sus consecuencias. El médico que lo visitó, le manifestó que tenía “influenza” y que sus orígenes o aparición se produjeron en la primera guerra mundial (1914-1918). Esta fue una de las enfermedades más comunes que se sufriera en esos tiempos.
Hay vacunas contra las enfermedades infectocontagiosas de eficacia total, pero los que hacen uso de ella no cubren más que un porcentaje menor. Es una enfermedad que muchas veces no se le da la importancia que debiera. Es riesgosa, y puede dejar los organismos con bajas defensas y otras secuelas poco gratas.
Todas las afecciones bronco-pulmonares tienen un grado de parentesco. Hace unos días, escuché que la neumonía es la causante de mayor mortalidad infantil en el mundo. Es un dato estadístico poco grato, en una etapa de desarrollo tan elevada de las ciencias farmacológicas.
En la “Voz de San Justo” de San Francisco, leí sobre las consecuencias que acarrea su contagio, que es de una gran virulencia: de 2 a 4 horas de haber estado con un paciente atacado, o en contacto con el radio de influencia de su tos, se contagia el mal.
Por lo general, además del estado febril tiene procesos bronquiales, tales como la tos, largos y penosos, no obstante la batería de antibióticos actuales y las vitaminas. Lo que parece una simple afección, la ciencia que dominó la parálisis infantil, la tuberculosis y otros flagelos de la humanidad, no ha producido un medicamento drástico para eliminarla de cuajo.
Los resfríos, la tos y la gripe, hermanadas, están esperando ser erradicadas para hacer un mundo más feliz.
La penicilina, en su momento, trajo el avance de una medicina prodigiosa que salvara a innumerables víctimas, habiendo Pasteur desentrañado la microbiología y produciendo un cambio radical en las prácticas médicas. Nos faltan unos pequeños pasos más para avanzar hacia el control total de la mayoría de los males que afectan a la humanidad.


Louis Pasteur

No pertenece a esta serie de recuerdos, pero ha sido tan grande su obra, que no dedicarle una página sería de mi parte, una falta grave. He guardado silencio antes de comenzar este relato pues es lo único que tengo para ofrecerle, y estas líneas que son el latido de un corazón que piensa, medita y ha sufrido mucho. . ., y que vive muy intensamente la inmensa alegría de ver la superación de vidas y males otrora insalvables.
Es el padre de la medicina moderna, y es el que detuvo el avance de enfermedades microbianas, que están siempre latentes, pero detenidas y superadas por los descubrimientos de este científico.
Con aquella modesta aparición de un volantito en las calles de París, donde pedía a sus colegas que las normas de higiene debían respetarse en forma extrema, no usar lo de uno para otro, hervir lo utilizado, etc., y que provocó una explosión de burlas y reproches, hasta la demostración de que su vacuna contra la rabia sanaba, fue toda una lucha sin cuartel para afianzar el puntal de la ciencia moderna que nacía de su concepción .
Los mayores recordamos desde los males bíblicos, hasta las enfermedades infectocontagiosas de unos pocos años pasados, mortales, hoy son sólo recuerdos del pasado. Surgieron científicos que al impulso de las bases formadas por Louis Pasteur, avanzaron por su camino precursor, tales como Koch, Hansen, Salk, Sabin, Fleming, cada uno descubriendo las vacunas que daban solución a males asociados con cada uno de esos nombres.
Mientras vemos complacidos las imágenes de la televisión, leemos los pequeños anuncios donde se informa los días determinados para la aplicación de vacunas contra una serie de enfermedades. No hace mucho tiempo, digamos 55 años, las teníamos que padecer una mayoría, porque el mal aparecía implacablemente.
El avance extraordinario que en tan poco tiempo ha producido la vacunación masiva, ha brindado una tranquilidad que no tiene precio, gracias a científicos casi ignorados, que con su abnegación, empeño y sabiduría, hicieron posible este milagro.
Gracias a los grandes de la ciencia, he podido llegar a narrar lo que la verdad reclamaba –la vida que nos pertenece– en salud y bonanza.


Nuestra iglesia y el coro parroquial

Originariamente tenía nuestra iglesia solamente la nave central, y era un tanto más corta que la actual. El lugar para los cantores estaba sobre la parte izquierda del altar, mirando de frente, de manera que el cuerpo coral, a veces, solía gastarle alguna broma al sacerdote oficiante; tenían sano humor y sabían darle rienda suelta.
No había armonio. Don Miguel Borra con su acordeón los acompañaba. Conocedor también de la música sacra, podía orientarlos a la perfección en los distintos matices del coro de las voces excelentes que había. Los italianos eran cultores fanáticos del canto, provenientes de un país que canta y sabe cantar.
Con el fallecimiento prematuro del párroco Félix Morello, asume ese importante cargo su hermano Enrique, muy activo y emprendedor, y a su vez, renovador. Construye en la parte interior de su frente, un largo palco para un nuevo destino: albergar un valioso armonio con características de órgano, con los registros necesarios para la interpretación de música religiosa. Con la caracterizada solemnidad, su hermano Pedro asume su interpretación y queda formado de nuevo el grupo integrado por Bartolomé y Jorge Scotto y Santiago Peirotti.
Los funerales y las misas cantadas eran muchas. La Iglesia también fue ampliándose de acuerdo a las necesidades. Al cabo de un tiempo quedaron solamente dos voces, que a lo largo de cincuenta años formaron todo un conjunto inseparable: Don Pedro Morello, ex seminarista en el armonio, y Don Bartolomé Scotto en el canto. Este último tenía un registro de voz muy alto, afinado y no había estudiado canto. Si lo hubiera hecho, seguramente hubiera alcanzado mucho prestigio, pues tenía potencia y pulmones que hacían que su canto sonara como una verdadera orquesta.
Los solían llamar “el dúo del tiempo” ya que durante medio siglo estuvieron allí -un amor de toda una época- infaltables en todas las ceremonias. Ellos acompañaron el camino de nuestra fe, cantando siempre las alabanzas que a través del tiempo siguen, dejándonos la nostalgia de ese fervor que nos supieron legar para que nosotros, como herederos del cristianismo, no nos olvidemos nunca de las divinas enseñazas.
Don Pedro Morello y Don Bartolomé Scotto, humildes y grandes por su desinterés y sacrificios, en el profundo recuerdo de quienes profesaron sus creencias.

La banda de música


La primera banda de música se formó a principios de siglo y fue dirigida por el maestro Rafael Solé, de Esmeralda. Era un excelente músico, que además del pistón, su instrumento habitual, sabía tocar la mayoría de los instrumentos, además de saber leer música. Capacidad, serenidad y contar con un oído musical privilegiado, eran las virtudes indispensables para ejercer esa dirección musical.
Actuaban en las fiestas patronales en el salón que está ubicado al lado de la vía, que actualmente es propiedad de la firma ‘Hilario J. Gaviglio’, y que en su frente dice 1891. Estoy observando la fotografía de todo el conjunto musical, con el nombrado maestro al costado.
Entre los relatos, rescato el de una ocasión que fueron a actuar en las fiestas patronales de Santa Clara de Saguier: muy de madrugada, casi de noche, salieron en volantas para llegar a tiempo al compromiso. Tuvieron que detenerse en el camino para hacer una fogata para entrar en calor y contrarrestar el inmenso frío que hacía. Era costumbre tocar la diana, despertar al pueblo con música. Tiempo después cambiaron las costumbres, reemplazando este despertar musical por los estruendos de las salvas de bombas con que se anunciaba el comienzo de la celebración.
Por la noche, después del baile, los integrantes de la banda se alojaban en un dormitorio colectivo, dispuesto para tal fin: una carrada de alfalfa tirada en un galpón, sin ninguna manta, donde reposaban y sin desvestirse, de puro traje y corbata.
¡Qué tiempos aquellos!


La Banda de Música en las Fiestas Patronales

Era el eje central de los festejos, tan esperados que sabían durar cuatro días seguidos. No había tregua para el cansancio ni para los bolsillos. Solían venir desde Buenos Aires, y pertenecían a centros musicales o instituciones, una garantía de eficiencia. Incorporaban ellos mismos uno o dos bandoneones para las reuniones bailables.
Su arribo por tren en la víspera, era un motivo de un movimiento de curiosidad –¿vendrá alguien porteño churro, o algo parecido?– comentaban las mozas. Al descender sus reconocibles integrantes, el saludo musical a los presentes y las salvas de bombas en su honor, como fiesta anticipada. A la mañana siguiente, con el acompañamiento de la Comisión Comunal, saludaban a las autoridades y al comercio. Todos los bares, en general, tendían una mesa sirviéndoles un aperitivo de manera que al terminar el recorrido, el saludo tenía otro colorido: había para mucho más.
Entre las damas o la juventud, la incógnita era lo que se iba a estrenar. Eran épocas económicamente duras: para lucir las mejores galas había que hacer sacrificios y trabajo, era la fiesta. A las 14 horas ya comenzaba el baile vespertino, que duraba 4 horas, dando por iniciada las reuniones danzantes. No había que perder una sola pieza, era un desencanto – ¡cómo plancha! esto no podía ser, entonces sería la pregunta ¿te gustó el baile? ¡oh, mucho!, no perdí una sola pieza. Y, por la noche, desde las 21 horas, se extendía todo hasta que el dueño de la usina, media hora antes de las 3, hacía un ligero apagón, como anuncio que, a la media hora siguiente, no habría más suministro eléctrico. Muy rápido pasaba el tiempo. “Que se corta, muchachos”, era el único robado beso de despedida ¡¡qué suegras éstas!! Por qué al llegar a la puerta de las casas “¡buenas noches y hasta mañana! si esto no es una novela policial; pero un beso de la novia estaba censurado ¡si lo sabré yo!
Las reuniones eran amenizadas por la citada banda de música con la interpretación de los distintos temas de la actualidad. No había amplificación de ningún tipo, pero esos instrumentos de viento tenían una sonoridad que, a pesar del público asistente, llegaban muy bien a todos los oídos.
Los varones, en general, estrenábamos el traje nuevo, el clásico cuello duro. En las casas de familia, los parientes estaban de parabienes, porque eran invitados a una mesa que era imposible darle fin, como se dice “a la regalada”, no había necesidad de decir ¡sírvanse!
La fiesta terminaba y todo en calma, como buenos amigos, comenzábamos de nuevo a pensar de lo lindo que había estado todo. La despedida era con los fuegos artificiales, como queriendo hacer más colorida la reunión.
¡Qué tiempos aquellos que no volverán!


El pasado

El crecimiento de nuestro pueblo tiene aspectos muy variados. Fue un centro de vital importancia, con una zona de influencia que llegaba a más de 70 kilómetros.
Importantes casas de comercio de ramos generales, fueron dándole la tónica de esa categoría; algunas de ellas, eran sucursales de otras similares de centros más importantes, como lo eran Gálvez y Rafaela. La Colonia llegó a tener más de 6.000 habitantes en la década del '30. Los pueblos vecinos, los nombro: Santa Clara de Saguier, Clucellas (Plaza y Estación), Colonia Cello, J.M. Estrada, Josefina, Esmeralda, Garibaldi y María Juana. Desde esta última localidad, la firma Boero, dueña del molino harinero, fletaba un tren especial para recoger el trigo cosechado. También algunos de sus habitantes venían a emitir el voto en este pueblo, lo que hacía que la concentración de personas se hacía por demás numerosa, justificando la presencia del escuadrón de seguridad de la policía de la ciudad de Rafaela.
Fuimos en muchos órdenes avanzados, gracias al aporte de figuras y hechos que iremos dejando en estos escritos. Así los motivos que llevaron en su momento, al abandono de las actividades de comercios importantes, a demoliciones, al éxodo, a las rutas que no pasaron y que pesaron definitivamente en el progreso y a factores a veces adversos de la llamada mala suerte. Vamos a centrarnos en una realidad que quedó. Y éste es el grado de cultura de este pueblo, que haciendo progresos envidiables, llegó a muy alto nivel. Había no sólo personas capaces, sino que su aporte creaba a diario realidades destacables.
Digamos también que el hecho de disponer de un Hotel confortable, con cine, y sobre todo con su afamado restaurante, centro de atracción, contribuyó quién sabe cuánto, al desfile de personajes del mundo de las letras, la música y la pintura que iban generando nuevos conocimientos y despertando la capacidad intelectual dormida. Los buenos oradores tenían siempre cálida cabida, y hasta el más grande payador del pasado, Gabino Ezeiza, venía casi todos los años, dejando su mensaje y extraordinaria capacidad de improvisación entre nosotros. Para ver buen teatro, se contaba con la presencia de compañías integradas en su totalidad por figuras de categoría, con obras de la talla de Pirandello y que se quedaban por espacio de más de un mes, dando de tres a cuatro funciones por semana. Siempre fuimos, gracias a algunos líricos habitantes de nuestro pueblo, afortunados en ese sentido, porque se tenía la ambición del saber como meta de la vida.
Quedó entonces en pie, rememorando todo este historial, nuestra voluminosa Biblioteca Popular, su presencia activa y su despliegue cultural para solaz de todos.
¿Podremos como el ave fénix, renacer otra vez?


La primera industria agromecánica
Los hermanos Forzani


En 1936, se construye la primera cosechadora automotriz. Y fue acá, en Zenón Pereyra, fabricada por la firma Osvaldo y Atilio Forzani S. R. L., con la marca “Forzani”.
Los pioneros y creadores de tan notable equipo para la industria agrícola, eran oriundos de la vecina localidad de Esmeralda. Ellos, antiguamente, explotaban la usina y la fábrica de hielo locales. Posteriormente, con el correr de los años llega la cooperativa y el sistema eléctrico intercomunicado, y la usina dejó de funcionar. Los emprendedores hermanos toman el rumbo metal-mecánico que brindó a la industria nacional algunos de sus mejores productos. Todavía hoy, hay personas que identifican a Zenón Pereyra con esta marca.
En esta fábrica trabajó mucha gente. El dinero quedaba en el pueblo, ya que todos sus empleados cobraban puntualmente y lo invertían en el comercio local, en la compra de televisores, heladeras, etc.
La empresa siempre se mantuvo con recursos propios porque la ganancia era volcada en inversiones de materiales y demás.
La primera unidad cosechadora, se vendió en 1937 al Sr. Juan Broda. La misma tenía motor internacional MW a magneto y a manija agricolera. Otros motores fueron colocados: Continental, Mercedes Benz 1111 y 1114, Four Thames, Perkins 4 cilindros. Se colocaba lo que se conseguía en el mercado, considerando las restricciones de su aprovisionamiento por la contienda mundial.
El peso de la máquina era de cuatro mil doscientos kilogramos, para cosecha fina. En un año la fábrica alcanzó la producción de cincuenta unidades.
La marca ofrecía una amplia gama de máquinas y equipos para la agricultura. Además de las mencionadas cosechadoras de granos, fabricaba enfardadoras de pasto de arrastre, enfardadoras de pasto automotrices, tolvas graneras, recolectoras de cereales, desparramadores de paja, y cabezales girasoleros. También colocó cosechadoras orugas para pantanos, marca ‘Urbig’, las cuales fueron vendidas para las zonas arroceras de la Provincia de Entre Ríos.
La cantidad de empleados llegó hasta un pico de cincuenta, cifra muy importante para un pueblo como Zenón Pereyra.
La última cosechadora fue fabricada en 1969 y adquirida por el Sr. Francisco Bovo. En 1981 se indemnizó al personal remanente y se procedió a su cierre. No hubo salvataje, no hubo políticas de rescate para las familias despedidas, perdiendo el pueblo la única industria de ese momento.
Lamentable, el cierre de una empresa líder ubicada en la región agrícola por excelencia en el centro de la pampa húmeda que tampoco importunó a los gobiernos de turno. Estos hombres cuyo único aprendizaje fue el trabajo y su enorme dedicación e ingenio, eran muy prácticos y realmente artesanos, pero desgraciadamente no eran ni financistas, ni políticos. El cierre de las industrias de origen nacional, como fue este caso, fue un anticipo de lo que luego, en épocas más recientes, llevaron al país casi al abismo económico.
Si bien breve, este es un sincero y merecido homenaje a estos genuinos emprendedores.
Los Forzani pertenecieron a la época donde soñar no era imposible. . .
Y merecen un sitial de honor.
¡Salud pioneros! ¡Las luchas se ganan o se pierden con el mismo empeño!


“Persevera y Triunfarás”
La familia Gaviglio y la empresa
que sobrevivió


Don Antonio Gaviglio y Doña María Mellano, piamonteses de origen, llegados de Italia en los albores de la colonización, se habían establecido en Colonia Presidente Roca, fundada por Don Guillermo Lehmann. Allí nació Bartolomé Gaviglio en 1887. En el año 1891 la familia Gaviglio decide instalarse en el partido de Zenón Pereyra, en un campo o “chacra”, como preferían llamarlo, que con el tiempo se llamó “Don Bartolomé y Doña Laura”, en honor al matrimonio que celebrara Bartolomé con Laura María Mondino en 1914, formando un hogar ejemplar con sus seis hijos: Antonio, Emérito, Rudecindo, María, Justo e Hilario.
En el año 1933, se trasladan al casco urbano de Zenón Pereyra los padres, acompañados por sus hijos Antonio, María e Hilario, para inaugurar un comercio “Almacén, Bazar y Cereales”, mientras los otros tres hermanos, Emérito, Rudecindo y Justo, continuaron ocupándose de las múltiples tareas que exigían el campo en explotación. Ya por entonces, Don Bartolomé supo vislumbrar y concretar la diversificación de sus esfuerzos laborales, contando con el apoyo de sus hijos, educados en la disciplina del trabajo mediante su dedicación ejemplar, perseverancia y la esperanza de tiempos mejores. Con sanos consejos que sabían inculcar, como aquél que sabían repetir: “adelante, y no se arrepentirán, porque el que persevera, triunfará”. Y así van transcurriendo los años, en medio de las turbulencias tanto políticas como económicas del país, donde paulatinamente los intereses familiares se fueron adecuando a las circunstancias, aparejado con el crecimiento de los integrantes de la familia, que conformaron nuevas células de trabajo, con la participación de padres, hijos, sobrinos y sobrinas, con tenacidad y visión de futuro. Y así, los ramos generales dieron lugar a otros negocios concatenados con el sector agrícola ganadero de la zona, con las metas puestas en el futuro, y resguardando el equilibrio económico financiero de la empresa.
Al fallecimiento, en el año 1948, del patriarca e impulsor de todos ellos, Don Bartolomé Gaviglio, Hilario y Rudecindo, sus hijos, fueron tomando el timón de la empresa familiar. Nada de lo logrado fue azaroso, sino más bien fruto de un visionario y del trabajo fecundo de todos ellos.
Y no se equivocaron: hoy, “Gaviglio Comercial”, abarca una serie de unidades de negocios: Comercio de Granos, Insumos Agropecuarios, Semillas, Nutrición Animal, Producción Agropecuaria, Equipos de Asistencia al Campo, expandiéndose su actividad en otras localidades de la Provincia de Santa Fe y Córdoba. Realzando las naturales condiciones estratégicas de Zenón Pereyra, ubicada en la “pampa húmeda”, región agrícola y ganadera por excelencia, enmarcada en un sitio que la conecta a los principales centros de producción de la Argentina y el MERCOSUR.
Es esta empresa familiar el mejor corolario de aquellas sabias palabras de Don Bartolomé y Doña Laura: “persevera y triunfarás”, que se trasmitieron a todos sus descendientes.
Cuando pienso en mi amigo Hilario, me viene a la memoria lo que para él eran los fundamentos básicos, los mandatos para ser respetados, tanto por los padres como por los hijos y las generaciones venideras para que, por su práctica permanente, todos llegaran a ser personas de bien, reconocidos por la sociedad en que les toca vivir, con apertura en sus rumbos de vida, orgullosos de sí mismos y de sus familiares. Ellos fueron y son:
La moral, como principio básico.
La honradez.
La puntualidad y el respeto de la palabra empeñada.
La responsabilidad en todos los actos.
El orden y la limpieza en toda amplitud.
El deseo de superación.
El respeto de la Ley y a los reglamentos.
El respeto por los derechos de los demás.
Amar al trabajo y la creación de nuevas fuentes de trabajo en beneficio propio y de la comunidad.
Afán por el ahorro y la inversión, por ser fuentes de paz y tranquilidad para el futuro de todos.

Y considero que él y los integrantes de su familia, practicaron estos mandatos familiares que les permitió que lo que imaginaran Don Bartolomé y Doña Laura como una quimera, hoy sea una rotunda realidad. Una crónica de la época narra: “el señor Gaviglio, hombre modesto y de innegables condiciones y espíritu de bien, ha ligado su nombre a todas las obras que significan un motivo de orgullo para Zenón Pereyra. Ha actuado como miembro de la Comisión de Fomento y es miembro de las sociedades culturales y deportivas de la localidad. Un rasgo generoso que es necesario destacar, es el haber sido donante del terreno ofrecido a la Dirección de Correos y Telégrafos para que se levante el futuro edificio de la repartición”.
La empresa familiar Gaviglio hoy está en pie, más firme que nunca, habiendo sobrevivido y superado con creces las crisis recurrentes que tuvimos, en todas estas décadas pasadas.
El barco se mantuvo, capeando todas las tormentas y sigue el rumbo exitoso fijado por sus mayores.
Releo otra vez los mandamientos, el legado de Hilario, mi gran amigo. Y pienso que no es solamente para su familia, sino para toda la juventud empeñosa de mi pueblo y del país.
¿Y si decidimos todos enseñar a nuestros hijos que la excelencia es producto de un gran esfuerzo y empeño por hacer bien las cosas, fruto del trabajo, la honradez y la palabra empeñada?
¿Y si todos los argentinos tomamos estos principios como propios?
El comercio

Como fuimos, allá lejos y hace tiempo, un centro importante en las comunicaciones ferroviarias y telegráficas, la colonia fue paralelamente creciendo rápidamente en lo comercial. Se fueron formando grandes almacenes de ramos generales. Los negocios pequeños no existían, eran casi desconocidos. Los colonos llegaban con sus carros, entraban a los amplios patios de estos comercios, desatando los caballos para darles de beber y la ración de pasto respectiva.
En algunos de éstos, hasta tenían un comedor, donde daban a los clientes un plato de sopa o un guiso para que se repongan, y para no tener que volver tan pronto a costa de tanto andar.
Todas las mercaderías y provisiones se adquirían con el conocido sistema, de ese entonces, del fiado con la clásica libreta negra, que se pagaba una vez por año, después de la cosecha. Si el resultado de la misma era adverso, los comerciantes debían seguir esperando el tiempo necesario. Hasta un tractor o una máquina se adquiría en esta forma. ¡Cuántas veces, los clientes acosados por sus deudas no tenían otro recurso que el desaparecer!. No les resultaba difícil: cargaban a sus familias y lo poco que tenían en un carro, y emprendían la marcha. No tenían que andar mucho para presentar cara nueva, vida nueva.
Los ramos generales de entonces fueron como los modernos supermercados actuales. Tenían de todo lo que hiciera falta en cualquiera de los múltiples ramos. Por ejemplo, en la tienda, las abuelas compraban lo que requerían las grandes familias de entonces. Las telas se llevaban por piezas enteras, no habiendo mucho para elegir: un tipo de tela para la ropa interior, otra para la ropa de trabajo y los pantalones, el único uniforme de la época. Para las salidas elegían un traje de lustrina, pero el resto lo confeccionaban ellas. . . y nada más. Y otro tanto ocurría con las restantes secciones del almacén.
Fueron en total unas ocho casas importantes, además de las casas cerealistas, cuyos negocios dependían exclusivamente del telégrafo. Con respecto al dinero circulante, cuando abundaba, o bien se escondía en las casas, o se iba a San Francisco para depositarlo en algún banco. Los dueños de los molinos harineros cobraban interés por tomar el efectivo en custodia.
Las crisis, a la que no estaban exentos estos Almacenes de Ramos Generales, originaron el cierre de algunos de ellos, como consecuencia de desajustes financieros, falta de pagos, etc.
Verdades casi imposibles de creer en las épocas actuales, pero que todavía están en la mente de algunos antiguos sobrevivientes.

Podríamos denominar a estos tiempos “los pretéritos, donde la palabra empeñada era la ley primera”.


Preludio de los 90 años de la Sociedad Italiana
(1907 - mayo 1997)

Vaya mi pensamiento, sobre las Alas Doradas,
Recuerdos de nuestra querida Italia,
Aurora de los Inmigrantes,
Peregrinos en el nuevo mundo,
Forjadores de grandeza.

Llegaron como aquel gran navegante: era la tierra soñada, el ideal de una nueva vida promisoria. El dónde hacer reverdecer los feraces campos vírgenes, para que sus frutos prodigaran la riqueza de un mañana soñado. Fue un reto a la vida, un desafío a las inclemencias de la zona, del indio, de todas las vicisitudes a enfrentar. ¡Que importaba todo! lo decía su nombre ¡América!
Lugar ¡Argentina!, nuestra querida Argentina; y aquí, precisamente en Zenón Pereyra. El “gringo” valiente clavó su cruz, como símbolo de fe, y su espada en señal de victoria.
Cantaron a la soledad y sus noches, aquellas melodías que aún se repiten; con el vaso de vino en alto, como un brindis. ¿Qué otra cosa quedaba, sino cerrar los ojos y soñar con su lejana Italia?
¡Cuántos habían venido solos y dejaron su mujer e hijos hasta que pudieran volver a encontrarse!
Nada detiene a los valientes y aquí están hermanados todos, en nuestra gloriosa Sociedad Italiana, que celebra sus 90 años. Fue la casa que los acogió a todos por igual, brindándoles el calor de hogar paterno; a nuestros abuelos, a nuestros padres y ahora a nosotros. Tenemos un centro social, cultural y deportivo donde encontrarnos en todo acontecimiento, y hasta soñar con la pareja anhelada.
Un pasado de esperanza y un presente que llena de orgullo a quienes luchan por su sostenimiento.
No sé escribir versos, intento hacer algo para contar en esta ocasión como un poeta, que en su lirismo glosara tanta belleza, tanta riqueza de recuerdos del pasado, y sólo encontré estas palabras como un salmo de gratitud: miro al cielo y rezo una plegaria. Ellos ya no están, pero su obra se perpetúa. Esta fue la razón de aquellos titanes.

¡Italianos!, símbolo de trabajo, fuerza y sacrificio, que en la llanura, entre las piedras o en el desierto, hicieron florecer la vida para que hoy disfrutáramos, las maravillas de un mundo moderno; sus hijos con lágrimas de recordación, les están diciendo: “!Dios los bendiga!”



Hotel-Restaurante-Cine de la familia Borra.
Origen, apogeo y ocaso


Como homenaje a todos los inmigrantes que vinieron a poblar estas benditas tierras, voy a narrar en detalle la llegada de mi abuelo a Zenón Pereyra, que seguramente es muy parecida o tal vez idéntica a la de tantos otros que llegaron a la Colonia en búsqueda de mejores horizontes a sus vidas.
Partamos del hecho histórico que Italia, en particular el Piamonte, como zona agrícola estaba dominada por una clase terrateniente que asfixiaba a los agricultores; ellos debían trabajar y entregar casi todo lo producido por sus tareas a esa clase parásita y especuladora, a cambio de albergues colectivos y comida para sobrevivir. Era un destino de miseria, sin esperanzas de superación.
Michele Borra nació en 1870 en Carignano, comuna de Torino, Provincia del Piamonte, Italia. Se desposó en 1891 con Teresa Arnosio, oriunda de Racconigi, vecino pueblo de la misma Provincia. Michele había recibido educación y también la confirmación de Juan Bosco. Traídos probablemente, por manifiestos públicos que se editaron profusamente en esas Comunas, en los que les prometía a los agricultores terrenos y trabajos en las nuevas colonias de la lejanísima Sud América, en un país desconocido, Argentina, partieron en su búsqueda llegando a Buenos Aires en 1893, con una hija recién nacida. Viajaron en tercera clase, hacinados, pasaron también por el Hotel de los Inmigrantes. Luego de un largo viaje, llegaron a María Juana. Allí Michele, tuvo que enfrentar el sobrevivir optando por ser ayudante en una carnicería para dedicarse momentáneamente, al menos, en un oficio que también conocía bien: la fabricación de embutidos, tan apreciado por los italianos. Pero no por mucho tiempo, porque algunos amigos suyos le ofrecieron pasar de María Juana a Zenón Pereyra pero ya como músico rentado, para alegrar sus largas noches. Tenía fama, entre sus amigos, de ser un buen ejecutante de un acordeón a piano. Con su carro pequeño, su familia, el pasto para el caballo, sus pertenencias y su “verdulera”, llegó al pueblo en 1894. Podríamos decir que este don natural, el de ser músico, fue el motivo esencial de su destino para que Michele se radicara en este pueblo.
El Hotel-Cine de la Familia Borra, y que fuera también en un período “Fábrica de Acordeones”, nació de un boliche que se encontraba en la última esquina camino a la Iglesia. Dos mesas y cuatro bancos y el mostrador constituían su mobiliario. Teresa, su compañera de ruta, que había sido refinada cocinera en barcos de categoría en 1ra. Clase, hacía algunas comidas a los clientes. Michele, encontraba su verdadera vocación y tocaba cuando se lo requerían, mientras armaba y arreglaba acordeones. Poseedor de un oído musical privilegiado, afinaba pianos, órganos y todo tipo de instrumentos a fuelle. . . esa profesión fue a la que se dedicó durante muchos años.
Tuvieron quince hijos, pero sobrevivieron sólo diez. Progresando lentamente con sus trabajos, pudieron adquirir a Mariano Aylagas, el terreno de su asentamiento definitivo donde se construyó el Hotel que algunos de nosotros conocimos. Las colonias y su zona de influencia fueron creciendo como el pueblo.
La construcción principal era un largo recinto, un salón, dividido por una cortina corrediza, que hacia un lado estaba el bar y al otro el restaurante. Éste se comunicaba con una cocina donde se preparaban los menúes. Se construyeron 14 piezas en dos pisos de excelente construcción: con agua corriente y demás dependencias. Todas las celebraciones de los casamientos se realizaban en el Hotel, y los viajantes eran una familia más. Algunos de ellos venían al hotel desde hacía más de 30 años, y se quedaban semanas disfrutando de la hospitalidad y el extraordinario servicio de esta familia. Preferían alojarse en el pueblo de Zenón Pereyra y no en la ciudad de San Francisco.
El tráfico del comedor y el bar eran incesantes, además por la existencia de 2 billares, casino y carambola. Las tías desde las 5 de la mañana ya barrían el salón y Ernesto llegaba con la leche, que había que hervirla para servir el desayuno. Los pasajeros eran madrugadores y la máquina Express se encendía muy temprano funcionando hasta altas horas de la noche. A toda hora siempre se servía el café, sobre todo después del almuerzo y la cena: una verdadera romería de gente se hacía presente para gustar del “cafecito”.
La comida era excelente. Cuando el Rvdo. Padre Miguel Genesio, hijo de este pueblo y luego cura párroco de la basílica de Guadalupe en Santa Fe cantó su primera misa, se sirvió un banquete en el Hotel. Hubo discursos varios y como final la palabra del rector del seminario, quién tras exaltar las virtudes y méritos del oficiante, expresó: “¿una opinión sobre el banquete ofrecido? ¡Excelente!, óptima la comida que nos han brindado. No la he comido ni en Santa Fé, ni en Buenos Aires”. La abuela les había preparado “la financiera”, un verdadero manjar cuyos ingredientes no se podrían conseguir actualmente.
¿Pero cómo era posible mantener tal nivel de servicio y excelencia?, esto sucedió así porque toda una familia trabajaba por la excelencia con dedicación y atención al público: desde la provisión de las materias primas que se empleaban en la preparación de los platos, hasta los más mínimos servicios ofrecidos en las mesas. Ernesto Borra, en la década de los veinte, había desarrollado e inaugurado la noción, actualmente “re-descubierta”, de la huerta orgánica y sirviéndose de ella en forma exclusiva para el servicio del restaurante. En la quinta, para uso del Hotel, se cultivaban con gran esmero todas las hortalizas comúnmente usadas para la buena cocina, incorporándoles otros vegetales y frutos desconocidos en esa época, como eran los espárragos, las alcachofas y las frutillas, entre otros. Y más tarde, se incorporó al nuevo sitio donde se trasladó la “quinta”, el criadero de porcinos para uso exclusivo del restaurante del Hotel.
En la cocina estaba, además del personal de servicio, la abuela Teresa y las tías Francisca, Teresa (Yita), Silvia y, antes que se desposaran, Elvira y Esther como sus ayudantas; en los servicios de mesa a los clientes, Ernesto, Domingo, Miguel y Alceste. Todos trabajando laboriosamente en función de lo que hoy denominamos “excelencia”, a precios muy módicos.
El Cine, cuya programación estaba en manos del hermano mayor Carlos, funcionaba con servicio de bar completo, acto por acto, donde el cliente pedía lo que deseara consumir. En el invierno, los clásicos remos y cuando la leche escaseaba, el balde de agua los ayudaba.
Además de la gente del pueblo, asistían las barras de Esmeralda que eran numerosas y apasionadas. Siempre se exhibían películas de amplio apoyo popular, diferentes todos los domingos.
Los bailes que eran al comienzo gratis, en inverno se realizaban en el salón principal. Bailes tan concurridos –solía contar más de 200 automóviles estacionados en el frente del Hotel– que se tuvo que apuntalar el piso del recinto por la presencia del sótano inferior. En verano en cambio, los bailes se realizaban en la pista de baile externa.
Esto fue sintéticamente lo que ofreció en su época el Hotel-Cine Familia Borra. Pero, debido a una lucha de bajos precios, la renta del hotel no daba para todos sus integrantes. La férrea y excelente organización familiar fue disgregándose por este motivo, y comenzaron a partir algunos de sus miembros para formar familias con actividades independientes del Hotel. Quedaron, al final, sólo cuatro miembros además de la ya anciana abuela Teresa, Ernesto, Alceste, Yita y Silvia. Eran pocos para aguantar tanto trabajo y tan exigente.
Decidieron venderlo, pero no encontraron compradores en el pueblo pues eran momentos de crisis, por lo que se encontraba muy disminuido económicamente.
Cerraron el Hotel, vendieron sus existencias y esperaron algún comprador para el local. Pasó el tiempo y sólo tuvieron una oferta desde Santa Fe, de una empresa de demolición, que se puso manos a la obra en 1946.
Triste y lamentable final de una verdadera institución social de casi cincuenta años de existencia, que dio albergue, diversión y cultura a Zenón Pereyra.
Un durísimo golpe al pueblo, sobre todo en el rubro hotelería. Aún hoy, cincuenta años después de lo ocurrido, se sigue sintiendo con toda crudeza.


“Mira Heraldo, te lo digo con la mano en el corazón: los Borra fueron una familia de avanzada que deleitaron a todo este pueblo con las inolvidables veladas del cine, los bailes y sus banquetes. Pero sobre toda las cosas, nos enseñaron a comer. . .”

. . .Y reproduzco este comentario como silencioso homenaje a esta familia de pioneros.

Las elecciones de 1928

El Escribano Público don Rafael Rodolfo Prigioni, fue electo Diputado Nacional por el partido Unión Cívica Radical, el 28 de febrero de 1928; elecciones en que a su vez se consagrara electo por segunda vez como Presidente de la Nación, don Hipólito Irigoyen. El partido opositor, conservadores y demócratas nacionales, tenían integrada su fórmula con Melo-Gallo.
Fue a su vez el primero y único de este pueblo que llegara a tan alto cargo. Militante activo y decidido, no pudo cristalizar sus anhelos de progreso para su pueblo y zona debido su corto período: el 6 de septiembre de 1930, una revolución interrumpió su mandato.
La ascendencia política para escalar posiciones que siempre resultó una lucha muy empinada, no la hace precisamente la capacidad y merecimiento de los participantes. Hay un sinnúmero de procesos que atentan: las corporaciones con sus intereses, y una cámara legislativa que diseña el futuro de la Nación, porque son las que definen las leyes que regirán los destinos. Esta es su función sagrada, más o menos parecida a la responsabilidad de un juez que dicta sentencia sobre la causa entablada.
Sentarse en una banca del Congreso debe ser un tinte de honor. El pueblo, los mandantes, han cumplido con el sagrado deber de votar, y los elegidos deben cumplir con los postulados electorales de sus electores. Debe golpear los corazones cuando se levanta la mano en las sesiones, porque tienen que tener la misma firmeza que al hacer la venia a la bandera.

El deber de conciencia debe superar los ideales. . . es mi pensamiento, espero que así sea.


La Ruta 19

Los pueblos del interior son los fortines del progreso de la industria que a su vez, es la base de nuestras exportaciones. Sin la ayuda de los gobiernos provinciales o nacionales el desarrollo no puede llevarse a cabo, crecer, no puede subsistir. Se necesitan de caminos, comunicaciones y todo medio de transporte útiles. Es algo que no es necesario ni siquiera mencionar, y quienes asumen las responsabilidades conductivas del país, deben concebir de una vez por todas que no están haciendo un favor ¿de dónde salen nuestras exportaciones y riquezas?. Las rutas se desarrollaron como la República. Originariamente existía “La Huella”, la carreta que en ese largo andar unía Buenos Aires con Salta y Jujuy.
Llevaban pero traían más mercancías de vuelta, porque Buenos Aires las necesitaba para vivir. No es intención hacer filosofía económica, pero nadie por intereses propios puede hacer que las obras públicas sirvan a sus mezquinos propósitos. Nuestras cámaras legislativas deben velar para que todos tengan su ruta. Los accesos pavimentados son una solución parcial, y no nos referiremos al otro servicio necesario e imprescindible para el país: los Ferrocarriles, vilmente desmantelados a partir de la década de los 90.
La ruta 19, en su trazado, no toca ningún pueblo en su tramo Santa Fe-San Francisco. El país no tenía entre sí comunicación por pavimentos. Recordemos que con dos centavos por litro de nafta (de 22 a 24 cts. por litro.) en el año 1935-36, comienza con Buenos Aires- Rosario- Santa Fe, Córdoba y Mendoza, un decisivo empuje hacia el progreso. Los poderosos intereses de algunos terratenientes, entre ellos los administradores del campo de Clucellas, Cardetti y otros del Cantón de Zárate, influenciaron y lo lograron. La ruta privilegiaba era para San Carlos Centro y algunos otros pocos pueblos; entre ellos Clucellas, que se conectaba en el trayecto a Santa Fe. No así para Zenón Pereyra y a otros pueblos que se los excluyeron del progreso. El dedo acusador todavía hoy los está señalando.
Esa ruta, como fue construida, parecería para una autopista, pero por aquel entonces esa palabra no existía. Comenzó un peregrinaje que duró medio siglo. Todos quedamos a la suerte de la lluvia y el barro, a la angustia de quedar en parte no olvidados, sino sepultados.
Detuvo el progreso colectivo en todos los niveles, mientras unos contados señores disfrutaron sus comisiones mal habidas en lujosos hoteles o residencias. En vez de llevar el progreso a los pueblos, que es la verdadera misión del camino, nos quedamos a la espera de que alguien comprendiera nuestra realidad.


La Ruta 13

Otra vez el mismo problema, muy parecido al de la ruta 19. Desde Las Parejas, conexión a la Ruta 9. Quedó muchos años a la espera de que pueblos muy importantes, con poderío industrial y comercial, tuvieran ese beneficio.
Al asumir el gobierno provincial Silvestre Begnis, comienza a impulsarse su construcción. Su trazado original era hacer una ruta que conectara Sastre, Zenón Pereyra y San Francisco, de acuerdo al recorrido que hacía el colectivo. Pero su trazado no se realizó así. Los contactos de un industrial de María Juana en combinación con sus vinculaciones políticas en el ámbito nacional, hicieron que se desviara su trazado original, haciéndolo pasar al costado de su establecimiento, vía Estación Clucellas, conectando con la Ruta 19.
El colectivo a Rosario, dos de ida y dos de vuelta que corrían antes de año 1940, desvió sus itinerarios y nos dejaron sin nada por ambos lados perdiendo además, el derecho a una ruta de comunicación directa. El tren dejó de pasar y nos aislaron totalmente. De tanto golpear, tenemos al menos un acceso a la Ruta 19. Los que desviaron el itinerario de la ruta 13, que tanto daño nos hicieron por la el aislamiento que teníamos, hoy disfrutan de esa conquista, que no les pertenecía, teniendo el pueblo de María Juana diversas líneas de colectivo para comunicarse en todas las direcciones. Zenón Pereyra quedó otra vez relegado en sus genuinas pretensiones de comunicación vial.
Hemos quedado algo así como la muestra de un viejo proceso que nos desfavoreció, que a lo mejor algún día pueda revertirse. Las obras públicas provinciales deberían contemplar, bajo un principio de derecho y equidad, los intereses de todos los pueblos sin excepción. Nuestros Intendentes tienen la palabra.


El nivel del mar del pueblo

Los ingleses que diseñaron y construyeron los ferrocarriles en la Argentina, tenían una formada experiencia en sus países y la aplicaron en el tendido de las líneas férreas, basándose esencialmente en niveles que se relacionan con sus alturas relativas con respecto al llamado “nivel del mar”.
Todo se basa estrictamente en este pilar que establece una “cota” para cada accidente del terreno a cruzar, en base a la cual construyeron las alcantarillas y los puentes, permitiendo así el desagote natural de las escorrentías.
A más de 100 años, ya sea en los caminos rurales o el que fuere, tomando como elemento principal esa referencia, la del tendido de vías hecha por los proyectistas ingleses, no hizo falta más estudios de niveles, sino nada más respetar lo hecho. Fue un ejemplo de la alta ingeniería que practicaban los ingleses.
Nuestra colonia tiene una posición de privilegio: no ha habido un solo sitio en que algún fenómeno pluvial inunde los terrenos. Existen diferencias de alturas notables en nuestra posición con respecto a colonias linderas. Estos comentarios surgieron a raíz que un amigo, el Sr. Julio Mathieu, cuando me preguntaba si conocía la altura con respecto al nivel del mar en que estábamos.
No pude contestarle, ignoraba por completo esta información. Decidí preguntarle a un ex empleado del ferrocarril, el cual me respondió que no figuraba en ningún lado. Seguí indagando con el Sr. Amado Ternavasio, quien se comprometió a tratar de responderme la pregunta formulada.
Pasaron los días, fui a visitarlo para llevarle unos papeles que me había pedido, y tenía preparada la respuesta a la pregunta formulada.
“La altura del vuelo de los aviones es controlada por un aerómetro tipo aneroide, que funciona con la presión atmosférica. Hay una carta aeronáutica de vuelo, donde se señala en tres colores las diferentes zonas que tienen marcada la posición de acuerdo a la misma. Cercana a San Francisco, por su distancia y con la ayuda de un avión Mentor de Córdoba, se señala con exactitud que Zenón Pereyra está a 105 mts. sobre el nivel del mar”.
Gracias a los amigos que como siempre ayudan a satisfacer en nosotros el espíritu del saber.

¡Estaríamos a salvo de un tsunami!



1941. Un recuerdo del cincuentenario

Hay episodios no muy lejanos, que merecen ser traídos al recuerdo escrito porque los años los van apagando, y el olvido va esfumando una huella tan profunda que dejó su celebración.
Había que “tirar la casa por la ventana” como se dice comúnmente, con la presencia de las personalidades de la vida rectora provincial, y hacer los preparativos para que todo saliese correctamente. Las casas familiares dispuestas a recibir los huéspedes, todo se sumaba a una expectativa general muy esperada.
Me voy a referir a la visita del Señor Gobernador de la Provincia de Santa Fe, el Dr. Joaquín Argouz, y a la actuación en los distintos actos que se celebraron en forma exclusiva, porque “hubieran” dejado un saldo más que positivo y progreso de avanzada para el pueblo, ya que se había logrado una decisión largamente postergada. Pero, como veremos, la fortuna nos fue adversa.
No era común que el Gobernador saliera a los pueblos, en cuyo caso era representado casi siempre por altos funcionarios. Entre la delegación numerosa que lo entrevistó para programar la visita a nuestro pueblo, figuraba el Dr. Alberto Curutchet, médico que había cursado los estudios con él en la Capital Federal. Debido a esta amistad, pudo efectuar las presentaciones individuales de cada integrante de la Comuna en Santa Fe, acortando enormemente las distancias formales existentes. Prometió su asistencia personal a estas celebraciones y así lo hizo.
A la hora indicada hizo su arribo, asistiendo al programa de la mañana, al banquete celebrado en su honor y se quedó también por la tarde continuando con un protocolo ya excedido. Fue tan excelente la impresión que recibiera de las autoridades del pueblo, que aceptó compartir una cena en la residencia del Escribano Prigioni, con una delegación de los distintos sectores representativos del pueblo. Y allí prometió en presencia de todos los asistentes, que el día miércoles siguiente, les enviaría a los técnicos de Vialidad Provincial para el trazado del acceso pavimentado a Zenón Pereyra, desde Ruta 19. Una conquista inesperada y altamente positiva para los destinos del pueblo.
El día martes, un golpe de estado derrocó al gobierno nacional y por consiguiente a los provinciales, dejando incumplida la decisión tomada. La fortuna nos fue adversa, porque se postergó durante 40 años la comunicación vial pavimentada de nuestro pueblo con la mencionada ruta.
Y no era esta promesa del Gobernador una de las tantas promesas vanas, iba directamente a su concreción, avalada por todas las personalidades presentes, entre las que se encontraba el Ministro Giavedoni, que tenía en nuestra localidad amigos íntimos.

Así son las cosas. Para todos los actos de la vida es necesario contar también con los hados de la suerte.


Miremos el pasado y disfrutemos de un presente
lleno de grandezas. . .

Es un título un poco hasta raro, pero no es así; son las realidades que el tiempo nos hace sentir a todos por igual. En su pasar todos fuimos felices y también dedicados por la circunstancia. Volver al pasado no, jamás, porque siempre nuestra mirada debe estar en el futuro de los tiempos. Los creadores que en su perfeccionamiento nos están dando la técnica de un milagro por día, están dejando para el futuro un camino a seguir al desterrar los egoísmos. . . todos disfrutaremos la vida felices. . .
Dejar vivir, y hacer para el prójimo el bien como si fuera para uno mismo, no es algo muy antiguo. Los que no son así, son los que destruyen el buen pasar para todos.
Para algunos, el pasado llegó sin nada, porque de donde venían tampoco tenían nada. Con el sudor de su frente trajeron aquel empuje a la historia; no les importó que luego otros fueran más dichosos.
Son verdades muy profundas, que el trabajo genera más trabajo, que la riqueza genera más riqueza. Para ello, no nos detendremos nunca, y seremos muy útiles y agradecidos: el panorama está lleno de abundancia que nos va ayudando a conseguir el ideal que nos hemos propuesto. Conseguir y cristalizar nuestros propósitos es cosa nuestra; la voluntad y el sacrificio van de la mano, la tranquilidad y la espera nos aniquila.
Fuimos creciendo a la sombra de la bondad, la ilusión, el saber, el tener en nuestras mentes esta tranquilidad en nuestros pensamientos. Tenemos que ser los forjadores y constructores, si así no fuéramos ¿cómo podríamos decirles a nuestros abuelos cuando nos pidan cuentas de lo que fuimos capaces?
Así habremos construido un mundo mejor. Gocemos entonces con justicia y realismo todo lo que la vida nos está brindando. Lo merecemos, porque seguiremos nosotros haciendo igual.


Y sobre nosotros el cielo. . .

Caminaron sobre la tierra firme. Fue el piso firme que albergó siempre las ilusiones de una aventura o una conquista, o tal vez una frase o un verso. Allá arriba no se puede escribir ni tocar, pero sí pensar. A través de un espejismo nos encontramos a nosotros mismos.
Mirándolos. . . hicieron grandezas. Sus pensamientos descansaron en su quietud, los empujó como con la mano para que no dilataran la espera. Avanzaron como si fueran un frente de batalla y en realidad lo era, porque quien lucha es por necesidad de un logro, no para exterminio, sino para lograr una vida mejor.
El crear y el poder hacer avanzaron paralelamente. Idearon y construyeron, a pesar de no tener más que el cielo, como los navegantes: cielo y agua, días y noches no importaban, sino el final que era uno solo. Era la rama del olivo que la paloma trae a los hombres de buena voluntad.
La imaginación tampoco tiene dilaciones: es resuelta y certera, piensa, y nos hace soñar, y el sueño es como un bálsamo. Un sedante en los instantes en que peligra la verdadera esencia de toda una historia, la que dejaron los valientes de este milagro, los propulsores de la esperanza, los soñadores del progreso.

El mismo cielo está alto, muy alto. . .