jueves, 22 de septiembre de 2011

AMOR SILENTE


I


Noche



tú, noche estrellada, parte oscura de las horas, que albergas el sueño de los santos y el libertinaje de aquellos que no elevan sus miradas en las plegarias.

Tú, cielo apagado, que ves a tantas almas elevarse injustamente y que eres la fuente renovadora de nuestras energías.

Tú, escenario de la muerte, que también fuiste y serás testigo de tantas declaraciones de amor, te muestras hoy de una forma extraña. Puedo notar como tratas de colarte, afanosamente, por entre las hendijas de la persiana ¿Qué buscas aquí entre nosotros?

Tú, oscura bóveda, que te ciernes sobre nuestras cabezas, camino de plegarias a dioses modernos y a los ya olvidados. ¿Qué pretendes esta noche de frío invernal?
Cielo ausente de luz, cúpula repleta de pequeños diamantes infinitos, que te presentas una vez más sobre nuestras almas y cuerpos, ¿Cuántas hermosuras arrancaste de jóvenes doncellas sin siquiera preguntar? ¿Cuántos hombres quedaron desgarrados en sus corazones por tu egoísmo?
¿Qué ocultas bajo tu manto de nubes entrelazadas? ¿Es que tanta envidia me tienes por estar junto a ella, que hasta serías capaz de abandonar el lugar que ocupas sólo por estar a su lado?
No me atemoriza el poder que pudieses ejercer sobre mí, pues sé que el dios de los amores intercederá en esta disputa y me brindará su apoyo. ¿Por qué piensas que tu capricho puede ganarle al añejado sentir de mi corazón?

No dejaré siquiera que te lleves una pizca de su rostro, no cederé ante las promesas que pudieses hacerme a cambio de su compañía. ¿Es que no puedes ver desde allí cuánto es el amor que corre por mis venas? ¿Es que no escuchas a mis plegarias elevarse para que algún dios me conceda la eternidad a su lado?
No te conviertas en mi adversaria; vuélvete mi compañera, y dime qué es lo que hace mi amada, noche tras noche, antes de cerrar sus ojos. Cuéntame acerca de cómo peina sus largos cabellos, de sus pasos antes de recostarse. Dime lo que me he perdido acerca de sus descansos en tus turnos.

¿Cómo osas decir que la amas? Si jamás has estado durante los días de sus dolores. ¿Cómo planeas compartirte a su lado? si tu esencia se extinguiría en su sonrisa.
¿Podrías abrazarla durante todas tus horas, y soportar que tu contrario también lo haga, y aún así no titubear en tus celos? ¿Cuánto convivirías en la cordura antes de caer en la locura por no poder jamás besarla?

Te pido que recuerdes cuántas noches hube cerrado mis ojos con su imagen, y cuántas veces tuve que explicar a mi corazón que, en ciertas oportunidades, a los sentimientos es mejor callarlos, por más buenos que sean.
Tú sabes el tiempo que dediqué a plasmar mi amor por ella en cada letra que recorría mi mente alada, y las veces que deseé ser el mismo Aquiles para borrar de esta vida a quienes la hicieron llorar, por más leve que haya sido el daño.
Sabes tú a cuantos dioses les he pedido que dejen a su corazón sumergirse en la plena felicidad, sin ser tocada por las gotas del dolor.

¿Cuántas veces has prometido amor eterno?
Escucha a los astros que te rodean; amores estampados pidiendo que cumplas tu palabra.

¡Apártate de ella!, busca lo que necesitas en otra habitación; aquí no está lo que puedes quitar.

Vete y déjame contemplarla, pues, nunca antes un ángel reposó en mi lecho de sueño.





















































II


Luna



tú, luna, medalla de plata, que quedaste resignada en el podio por no dar vida, y ser el asilo que atestigua a quines animan las llamas del demonio.

Tú, lóbulo brillante de la noche, que suavemente destilas tu oscuro esplendor para que las tinieblas, no se abatan terriblemente sobre todos y cada uno de los rincones.
Tú, diosa italiana, que fuiste prometida por tantos amantes, tratando de demostrar que hasta lo imposible es posible por amor, aunque sólo sean palabras que se las lleva el viento.
Tú, lámpara de la noche, que con tus extensos brazos rompes hasta lo inédito para acariciar a este hermoso ángel una vez más, ¿es que se te ha vuelto un vicio posarte sobre ella? ¿Es que descender hacia tu amado, noche tras noche, te despojó de tu encanto, que ahora quieres quitárselo a mi amada?

Tú, silenciosa acompañante de los enamorados, toma nota de los latidos de mi corazón y descifra su nombre; escucha a mi alma como se regocija por el amor desbordado hacia ella.
Luna, que eres y serás el terreno en donde todos los enamorados, en su sueño de felicidad, desean vivir eternamente.
Tú, de nombre Selene, que no conociste de distancias para llegar a quien amas, abandona el egoísmo y deja a cada uno de sus detalles donde están. Tu amado sabe cuán hermosa eres.

Sé muy bien el esplendor que causarías si robases alguno de sus detalles, mas debo advertirte que son en ella una hermosura porque en ella viven estos detalles. Es su entero ser el que deberías robarte si quisieras impresionar a tu amado, mas no sería a ti a quien él estaría viendo, sino a la encantadora princesa que reposa junto a mí.

¿Podrías llevarte la gracia que tiene al reír o la simpleza que vive en sus ojos al hablar? ¿Cómo cargarías contigo a cada uno de sus detalles, si por serlos no significan que su tamaño quepa en tus manos?

Dime, luna, ¿Qué le dirás a mi corazón enamorado de aquello que te quieres llevar? ¿Podrías querer a tu amado si este escogiera otra forma de verte? ¿Lo querrías si cambiara la manera de tomar tus manos? ¿Cómo quererlo sin eso que tanto te cautivó? ¿Cómo amarlo? Si él se ha marchado al olvido por dejar estos detalles atrás.

Déjame de esta manera amarla. Amándola en cada una de sus ínfimas bellezas, que se cuelan día a día en mis venas y que nadan en mi corazón como sirenas en el mar.

Entiende que el amor hacia ella parte de lo más pequeño de mi ser, y a pasos de gigante va trazando nuevos caminos. Caminos que cualquier dios estaría dispuesto a transitar a cambio de su eternidad; entiende a mi corazón enamorado tanto como el tuyo de Endimión.
Créeme cuando te digo que la amo. Pregúntale a Cupido cuántas veces traté de robarle sus flechas para hacerla mía, y cuántos sacrificios hice en su honor para que me favoreciera en mi sentir.

Ahora vete, y déjame contemplarla, pues, nunca antes un ángel reposó en mi lecho de sueño.






























III


Estrellas




ustedes, pequeños astros luminosos, copos de nieve cristalinos, que pueblan el cielo desde antes que pudiésemos verlas, y que plantados en lo infinito nos embriagan de belleza; mas nunca nos será permitido tocarlas.

Ustedes, perlas infinitas de la noche, que de vez en cuando, se precipitan a lo desconocido por no poder abrazarse las unas a las otras. Diamantes de dioses inmortales, que prefieren desvanecerse antes de que alguien pudiese tenerlas entre sus manos.

Ustedes, racimo de esperanzas ancladas en medio de tanta oscuridad, lágrimas de perpetuas deidades en el éter prometido, que dibujan imágenes desconocidas aún a nuestra imaginación ¿Qué las tiene tan agitadas esta noche?
Ustedes, doncellas abandonadas de amores perdidos, no pretendan que ella ocupe un lugar a su lado, pues aún su corazón da latidos. Todavía su enamorado esta aquí para decirles que no es tiempo de su partida.
¿Cuántas de ustedes viven por ser el resultado de mis deseos a su lado? ¿Cuántas de ustedes, envidiosas de mi amor por ella, se precipitaron a tierra con el único fin de ver lo que parece imposible?
¡Cuan afilados están sus extremos! ¡No saben lo bellas que son por estar lejos y ser inalcanzables! Tal vez los dioses las amaron más desde el cielo que los hombres en la tierra. ¿Será por eso que extrañan de verme admirar la hermosura de mi amada en silencio? No vuelvan sus puntas hacia mí por la envidia de un sentir.

Tal vez es su designio sucumbir a un alma cuando un verdadero amor queda plasmado en lágrimas de dolor, pues, permítanme decirles que yo amo a esta hermosa dama y me postraré ante ustedes para defender hasta el más mínimo rincón de su alma, porque si a ella le quitasen un poco, a mi me dejarían sin mundo; si a ella le quitasen un suspiro, me condenarían al ahogo; si a ella le hurtasen un tono en su sonrisa, mi voz sucumbiría en el silencio.
Den a su alma la posibilidad de perderse una vez más en el amor. Déjenme hacer de los retazos esparcidos de su corazón un castillo, en donde cada esquina sea un paraíso de encantos.

Ustedes, que una vez amaron, ¿no hubiesen pedido de la misma manera por el alma de su enamorado? ¿No hubiesen blandido la espada contra el ser más invencible, sabiendo que cuidarían de él aún perdiendo su vida?
Permítanme amarla aquí y ahora, a esta estrella, el único significado que conozco para la palabra que relata mi sentir.

Sé que el amor tiene un nombre en cada uno, y sepan que el suyo esta en mí, mas no sé si su corazón tiene mi letras.

Si mi nombre no estuviese en su corazón, dejen que ella continué en la búsqueda de su verdadero amor; no intenten apartarla de esta tierra antes de tiempo. Dejen que el nombre de su amado se descubra en el día a día, y de esta forma pueda ser feliz. Les pido que a esta flor no la arranquen de su jardín.

¡Márchense! y sepan que se encontrarán conmigo en cada uno de sus intentos, y que no cederé a soborno alguno, por más preciado que éste sea.
Ya los dioses pierden el sabor sin ustedes en el cielo.

Váyanse, y déjenme contemplarla, pues, nunca antes un ángel reposó en mi lecho de sueño.

ELOGIOS DE LÁGRIMAS... y OTROS MOMENTOS


Momentos de amor




Una flor, un trémulo lápiz, un sutil perfume que pudoroso se esconde en los recuerdos y otra vez…tu figura aparece a mi lado para escuchar de mis versos… lo que necesito contarte.
Un papel que se niega a ser escrito de nuevo, un afligido corazón que contempla con súbitas lágrimas de impaciencia, a un alma que suspira y piensa en qué decirte. Y las palabras comienzan su viaje: “Amor mío”…, “Te regalo esta flor”…, “si pudiera contarte, amor, ¡Ay si pudiera!”
Luego ya todo vuelve a ser lo mismo: la idéntica ilusión, el mismo sueño y las mismas ganas de estar, aunque más no sea, en el recuerdo atrapado por tus ojos.
Pero después…, el abismo de un olvido me lastima llevándoselo todo a las sombras. Tu imagen comienza a caminar hacia las densas tinieblas de lo imposible y tan sólo quiero escribir una poesía; y al igual que Petrarca, puse tu nombre en cada verso de amor.
Cuánta felicidad generas en mi corazón cuando escucho de tu boca un “te amo”, cuántas lágrimas lloré por mis torpezas. Soy el mismo que muere en cada herida que te causa, y el que renace con las fuerzas de vivir eternamente cuando tu alma me perdona.
Te amo como a nadie…porque eres única…Te amo.

PRESENTAMOS LA INTRODUCCIÓN DE: KITRINA KELDON "LA HIJA DE LA LUZ"


INTRODUCCIÓN


I - El legendario Monasterio de las Luces

Era casi medianoche…

En algún remoto lugar de la tierra se podía advertir desde lejos, la impertérrita presencia de una maravillosa y antiquísima construcción: El Monasterio de Las Luces, una olvidada y antigua iglesia.
A simple vista, extensa en sus dimensiones, su gran estructura se mostraba imponente y poderosa.
Contaba en su lugar de ingreso con una estupenda y enorme puerta de doble hoja, de fortísima madera. Toda su superficie denunciaba haber sido tallada a mano, en altos y bajos relieves, de un estilo por demás extraño, pero sobrio, elegante y extremadamente exquisito…, su sola presencia obligaba a un inusual respeto. Tres escalones abajo, a sus pies, nacía un sólido puente levadizo, que reflejaba su figura en el espejo de agua que por debajo de él, ininterrumpidamente corría. Más allá, el bello y deleitable paisaje que lo circundaba todo, aunque siniestro porque a veces, como en este caso, hasta la más fascinante belleza, lleva escondido consigo su disimulada antinomia: la parte oscura, lúgubre, lo horrible en su máxima expresión...
En su exterior, se encontraba rodeada de varias torres. Cada una, de las que conformaban la cúspide, era alta, hermosa y puntiaguda. Cuatro de ellas eran principales, y habían sido construidas una al norte, otra al sur, y las demás, al este y oeste respectivamente; quizás para protección o defensa. Provistas de ventanas y balcones, se intercomunicaban a través de corredores tanto internos como externos; en lo más alto, en la punta de cada una, pendían y se agitaban coloridas banderas.
A pesar de la inclemencia del tiempo, que había castigado sin pausa y sin piedad, sus muros aún permanecían firmes, y aunque acusaban pronunciados rasgos de vejez y desgaste, aquel antiguo monasterio parecía haber sido construido por muy hábiles y cuidadosas manos, ya que desde su creación misma se había pensado y protegido con celoso afán, hasta el más mínimo detalle; además, todo, perfectamente planificado y con una sublime lindeza. Pero, aún había algo más en aquella añosa estructura: precisamente en el centro, se erguía la última torre, de brillante mármol y por cierto, la más alta de todas. Su aspecto sobresalía soberbio, altivo y a su vez, reflejaba una preciada luz propia, cegando a todo aquel que osara mirarla directamente. ¡Era algo grandioso, mágico! ya sea para todos los peregrinos o para cualquier incauto desdichado que decidiese visitar el monasterio. En aquellas regiones la llamaban la Torre Blanca.
Toda esta misteriosa construcción que mucho llamaba la atención, no era precisamente comparable a un simple convento antiguo…, y todos lo sabían muy bien.
Los monjes, muy reservados, casi no conocían la luz del día. La gente que moraba en las cercanías, les temían, pues según algunas leyendas, ese lugar era habitado por fuerzas sobrenaturales, malignas, por una estirpe demoníaca que se expandía hacia los poblados cercanos, desatando verdadero pánico y estremecimiento con sólo imaginarlo.

Al oeste, cerca, se encontraba un primitivo y desconocido pueblo al que llamaban con el nombre de Teckamar. En él vivían familias enteras, de hombres trabajadores, honestos, de mujeres agraciadas, calladas, con sus divertidos, curiosos y juguetones niños. La mayoría de las casas eran pequeñas, humildes o muy precarias, aunque nunca faltaba en sus mesas un plato de comida o el calor de leños encendidos. Además, pocos contaban con el suficiente dinero como para comprar ya sea un televisor o un automóvil. Todo evidenciaba la profunda simpleza de sus vidas, en lo diario, cotidiano; y a pesar que la mayoría de ellos conocía, de alguna manera, ciertos detalles del “Mundo”, ignoraban casi todas sus noticias pues eran pocas las que les llegaban. Al fin y al cabo y a pesar de todo, todos soñaban con ver alguna vez los impactantes rascacielos de Nueva York aunque también eran concientes de que esto y otros deseos, eran sólo sueños inalcanzables.
Aquel año, 1999, llegando a su fin, había sido muy duro para la gente de Teckamar. Las repentinas tormentas eléctricas y los vientos a veces huracanados, habían arrasado con casi todas las cosechas y plantaciones a mitad de año; por lo que cada familia debía arreglárselas con lo poco que se había salvado y para peor de males, el agua corriente escaseaba y muchas casas se habían venido abajo.

En la oscuridad cómplice de la noche…

Desde la Torre Principal se podía divisar hacia el sur, una cordillera montañosa de altos picos, de sombrías e intimidantes formas y hacia el noroeste, el recorrido trazado por un largo camino de tierra y piedras que serpenteaba entre escasos árboles y matorrales hasta llegar, después de algunas millas, a un bosque tan impenetrable, tan oscuro, como frondoso y aterrador. Era un lugar lúgubre, casi sin vida y al que ningún ser humano se atrevía siquiera a internarse en desafío: mitos y leyendas que circulaban de boca en boca entre los lugareños, provocaban verdadero horror en aquellos pobres infelices que tan sólo prestasen atención. No era para menos. Las habladurías daban cuenta, entre otros hechos maléficos, de que en ese lugar había árboles que murmuraban entre sí e incluso charlaban como si fuese lo más común y natural del mundo. Tal es así que muchos niños, en su inocente curiosidad, preguntaban a sus abuelos qué tipo de poder oculto guardaba celosamente el bosque, a lo que los ancianos, en su mayoría coincidían en responderles a sus nietos y a modo también de advertencia: “Una fuerza abrasadora, sobrenatural, nunca… jamás vayas al bosque… pues desgraciadamente no saldrías con vida y con mucho dolor te digo, no querría perderte…”
Cerca del pueblo, a unas veinte millas al norte, se abrían nuevos y peligrosos caminos, pronunciados acantilados, valles muy profundos, oscuras cavernas y alguna que otra construcción abandonada. En esos parajes también se encontraba un lago: el famoso Lago Wilker. Su existencia era muy importante para Teckamar, pues en ocasiones les proporcionaba el agua suficiente para calmar la sed y además lo usaban para lavar sus vestimentas. De manera que el bien más preciado rara vez faltaba, lo que mantenía al pueblo con la capacidad de recursos para su subsistencia.

Caía implacable, la noche del 31 de Diciembre de 1999…

En la torre central, un chiflido de aire se filtraba por una ventana entreabierta sin pedir permiso. Ágil y meticuloso se movía, y comenzaba a recorrer entrometido y curioso, una a una todas las habitaciones, los pasajes, los cuartos…, todo: los pasillos que tenían hermosos decorados, los techos pintados impecablemente, los muros cubiertos de dibujos originales, únicos y de vivos colores, los corredores, mudos testigos de ecos de voces calladas por el descanso prematuro que antecede a la medianoche; también los pasajes-caminos cubiertos de alfombras aterciopeladas y magníficos tapices que ornamentaban algunos cuartos al parecer importantes, y las habitaciones que eran cálidas, acogedoras, con sobresalientes cuadros antiguos y lámparas bien encendidas.

Con la cómplice oscuridad nocturna como aliada, un aire estremecedor, turbio, semejante a un ente que acababa de cobrar vida, recorría sin pausa los caminos acercándose presurosamente al antiguo monasterio. Un grito desgarrador, abrumador, interrumpió el silencio de la tierra. Se hizo más y más fuerte mientras algunas escasas luces en la Torre Norte se encendían. La tranquilidad parecía, sin derecho a réplica, haber sido abruptamente aniquilada; quizás por algún hecho fatídico, un asesinato o tal vez, un atentado cuya víctima bien podría haber sido alguno de los monjes principales.
Y…, al fin llegó al monasterio. Haciéndose más gélido, más denso y turbio, irrumpió por la pequeña abertura de una puerta. Rápidamente cobró fuerza y a medida que ganaba espacio en su recorrido, se podía observar por detrás, una importante sala circular rodeada de altas y perfectas columnas, como así también varias puertas ubicadas a ambos lados y con dos imponentes escaleras que conducían al segundo nivel. Muchos candelabros y lámparas alteraron su quietud al compás de esa “brisa” intrusa, usurpadora; aunque sin ninguna presencia de alguien más, al menos, cercano.
Siguió avanzando y al llegar a la sala orientada al ala sur, se agitó un breve instante y dando un extraño giro a la derecha, abrió bruscamente una nueva puerta, dejándose ver en su interior, un inmenso comedor con dos mesas largas y a la vez circundadas por al menos un centenar de sobrias sillas. En frente del recinto, delataba su presencia un solitario sillón. De sólida y añeja madera, presuntuoso y mucho garbo, parecía ser un fiel testigo de muchos y grandes acontecimientos, incluso de aquellos que uno preferiría no recordar jamás. A la vez, inspiraba nobleza, ternura y nostalgia. Mágicamente un aura lo cubría, lo abrazaba íntegro; y entre su sentadero y respaldo, yacía cumpliendo forzoso voto de silencio, un bastón de oscura y fina madera, con una gran empuñadura color oro. A juzgar por su apariencia, estaba sin uso.
Tras escudriñar el paisaje del alrededor, el aire, temeroso por un nuevo grito, con premura aceleró su marcha en fuga dejando tras de sí los vacíos pasillos y bien iluminados. Escapó por una salida, la que más cerca tenía a disposición. Salió al fin del monasterio, hacia el sur, más precisamente a un patio de excesivas proporciones. Más allá, se alzaban otras tres nuevas Torres, aunque más pequeñas, tal vez para vigilancia o prisiones. A media altura, entre cada una de ellas, se levantaban muros, gruesas troneras, poderosos parapetos de sólidas rocas de granito.
El escaso aire que aún deambulaba por los corredores se detuvo frente a una solitaria puerta y como por arte de magia, repentinamente se disipó sin dejar vestigio alguno de su presencia. En ese momento, en que el silencio, sometido se liberó, expiró, repentinamente y de la nada apareció alguien que sin volver ni por un segundo la mirada atrás, cruzó la puerta al tiempo que detuvo su frenética marcha y con un resoplido de su boca, anunció cierto alivio.
El físico de aquel hombre marcaba un pronunciado cansancio pues al parecer, había cruzado apresuradamente por muchos corredores para llegar hasta allí. Vestía un atuendo color rojo con vivos dorados, largo y de línea impecable. De mediana estatura, delgado, rozaría quizás los cuarenta años, de cabello castaño claro con presencia de algunos blancuzcos mechones. Su rostro mostraba cierta entereza, fuerza y convicción.
Miró de un lado a otro y confundido, su pacífico semblante pareció desaparecer al instante: delante de sus negros y profundos ojos, cruzaron velos de preocupación y languidez. Parecía perdido en sus propios pensamientos, estaba muy agitado y caminaba con los pies descalzos. Lo llamaban Amenón.
Con su barba rojiza y rostro arrugado, comenzó a buscar algo con insistencia en la pequeña habitación, que sólo constaba de algunos estantes con libros viejos y polvorientos, una mesa y dos sillas. No había suficiente luz, sólo el tenue resplandor de la luna que se filtraba ingenuo a través de una ventana; por lo que su búsqueda entre los estantes de aquello que para él sin duda era de extrema importancia, se hacía más engorroso.
Dos gritos más, de la misma persona, lo estremecieron un momento; detuvo su misión, con su lengua recorrió sus labios, los enjugó y acto seguido secó su transpiración. Luego siguió buscando y buscando, casi al punto de la paranoia…
—¡Dónde estás, dónde estás maldita sea! –gritó con furia, en el preciso momento que levantaba con sus manos lo que tanto había anhelado encontrar: un libro de pequeña factura de tapa azul, ornamentado con un importante grabado en oro y un sello dorado.
Abrió su boca como para decir algo, pero alcanzó a escuchar vagamente el quejido de alguien lo que lo hizo desistir de todo comentario en voz alta; no obstante, nada ni nadie le impidió abrir el enigmático libro lo más rápido posible y comenzar a leerlo en voz muy baja.

La media noche comenzaba majestuosa…

En otra habitación, un poco apartada, tres hombres con largas túnicas marrones y capuchas bajas, se miraban entre sí y permanecían con sus cabezas gachas. Se trataba de los monjes Acario, Calixto y Sorak. Murmuraban entre dientes palabras con poco sentido para cualquiera que en esa ocasión los estuviese escuchando; más para ellos eran, a juzgar por su ansiedad y el nerviosismo, de extrema y vital importancia.
—El día ha llegado. Nuestra “Madre” está por dar a luz al hijo que…, a nuestro hijo…, nuestra salvación –dijo Acario, siendo el primero en hacer algún comentario.
—¿Tú crees?…, mira que la profecía dice que nacerá hoy y aquí, en el Monasterio de Las Luces –refirió Calixto situado a la derecha–; sin embargo…
—¿Sin embargo qué?… ¿¡Qué insinúas Calixto!?… ¿¡Entonces piensas que Él llegará de las tinieblas y buscará el poder en nuestro protector!? – un cierto enojo se advirtió en estas palabras de Acario, al tiempo que miraba de reojo a Sorak, el otro de los tres monjes que estaba parado a la izquierda, más tranquilo y silencioso.
—Pero, de eso también habla la profecía…, querido hermano Acario ¿acaso lo has olvidado? –profirió Calixto súbitamente…, y agregó–: Escucha a nuestra “Madre”, oye sus gemidos, está pariendo a aquel, el que nos salvará o nos matará. No hay más que estas dos alternativas. Por eso, debemos estar preparados para lo peor. Además, el señor Amenón está buscando el Libro Sagrado y cuando lo encuentre, en él se verá la Marca de la Luz y entonces sabremos a ciencia cierta, si la profecía en la que ahora en verdad creemos, es la que está aconteciendo.
—Como digas Calixto –manifestó Acario resignado–, y entonces… ¿qué podemos hacer nosotros?
—Esperar –dijo Sorak–. Lamentablemente no hay algo que podamos hacer salvo, rezar con mucho fervor. La profecía se llevará a cabo pronto, es inevitable… aunque siento y presiento extrañamente con alegría y tristeza, que nuestra hora de salvarla se acerca cada vez más y más, al igual que nuestra irremediable muerte.
Sorak, era el monje de aspecto más tenebroso y siniestro de los tres; pero del modo en que usaba y utilizaba las palabras para expresarse, lo transformaban en apariencia, en alguien calmo y apacible. Nada parecía tener la suficiente importancia como para llegar a intranquilizarlo o ponerlo nervioso. Jamás perdía los estribos.
—Sorak… eso no es posible. ¿Acaso estás viendo la hora de nuestra muerte? –balbuceó Acario casi con exasperación.
—Mira Acario…, mi querido hermano. El Libro Sagrado determina que serán “diez” los guardianes para nuestro hijo que está naciendo –dijo Sorak con parsimonia–, y que además el día de la Última Batalla, será exactamente dentro de dieciocho años. Mucho tiempo ¿verdad? pero con dolor te aviso, que nosotros no viviremos más de una hora…, nuestro señor Amenón no tiene más alternativa que llevar a cabo la difícil misión de encontrar a los verdaderos guardianes.
—¡Yo, ni por asomo tengo en mente morir! –expresó con furia Calixto–. Puedo enfrentarme a quien sea y en donde sea, ¿está claro?
Sorak inclinó lentamente su cabeza hacia abajo un breve tiempo, y sin responder con palabra o ademán alguno, pensativo se sentó. De repente, un estremecedor grito parecido más a un alarido los paralizó, los exaltó…, y luego, casi sin mediar interrupción, comenzaron a sentir una penetrante y fuerte melodía: era el llanto de un bebé; ese llanto con el que la mayoría de las criaturas hacen saber a quién quiera oír, que al fin han nacido; aunque tierno, a la vez desgarrador.
Lo que terminaban de escuchar les hacía suponer casi con certeza, que en una sala cercana alguien acababa de dar a luz; por lo que también se confirmaba que en esa medianoche, cualquier duda sin titubeos se esfumó: la profecía al fin, se presentó como realidad. La “salvación” había nacido.

Sobre una mesa estaba recostada una pulcra y bella mujer, aún con sus piernas entreabiertas, agobiada y cubierta por una manta blanquecina manchada con sangre. Dos hombres valientes la habían ayudado en el alumbramiento. Había nacido una niña. Estaban muy sorprendidos, al tiempo que uno de ellos levantaba la criaturita sosteniéndola en lo alto. La mujer, llorando de alegría, extendió sus brazos para recibir a su querida hijita.

En la biblioteca…, Amenón detuvo su lectura en una página que estaba escasamente escrita pero, un círculo con extrañas marcas, líneas y colores podían verse impresos con claridad. Cerró con fuerza su puño, luego tomó el libro, y se dispuso abandonar la habitación lo más rápido que le fuera posible. Pero en ese preciso momento una repentina sensación de pánico heló su corazón; impaciente, se acercó a la ventana y pudo ser testigo de algo por demás macabro: la luna había sido borrada del cielo por una rara y acechante nube rojiza. La escasa luz pronto fue segada y al igual que en las restantes habitaciones… una diabólica fuerza se acercaba con sigilo y urgencia.

El silencio era absoluto y las sombras, totales. Acario, Calixto y Sorak se incorporaron, salieron de la sala y en frenética corrida descendieron por uno de los pasillos hasta abrir de un empujón la puerta del lugar donde había ocurrido el nacimiento.
—¡Aquí está! ¡Miren! Mi preciada Kitrina por vez primera ha visto la luz de la vida –dijo en voz muy alta la madre.
—¿¡Una niña!?…, ¡es verdad!, Dios Santo Todo Poderoso…, ¡no puede ser! –hubo desconcierto y obligada aceptación en estas palabras de Acario…, quedó atónito.
—Es cierto –agregó Calixto– ¿acaso ha de ser nuestra protectora una mujer?…, entonces que el Infierno tenga piedad de nosotros…, pero… ¿¡Por qué se nos castiga con esto!?
—¡Qué palabras dañinas y blasfemas se te escapan, buitre! –exclamó enfurecida la mujer– Esta es mi hija y no es ninguna salvadora; además no veo marca alguna en su cuerpo…, sí señores: aquella profecía es un embuste, es falsa.
Las sombras comenzaban a deslizarse por toda la pequeña sala cuando Amenón de súbito, entró con el libro y luego de besar sonriente a la mujer, su mujer, lo abrió, buscó hasta encontrar el “dibujo”; secó su transpirada frente y observó con intriga y vehemencia el símbolo y a la niña.
—¿Qué buscas, Amenón?… –preguntó con curiosidad la mujer– Mi amor… ¿aún piensas que mi nena es la salvadora?…, no lo es, convéncete… y ¿dónde está esa terrible sombra de los avernos que supuestamente vendría a llevarse a la guardiana? Ja… ja… ja…
—¡Ay, ay, mi hermosa e ingenua Kimira! –aseveró Amenón– Nuestra hija ha nacido y pronto muchas calamidades caerán sobre nosotros. Las sombras están afuera, están entrando… ¿no te has dado cuenta?, debo buscar hasta el último lugar del cuerpo de… Kitrina.
De pronto, en su meticulosa búsqueda detuvo su mirada en el pechito desnudo de la recién nacida: quedó estupefacto, como petrificado. Sus ojos se desorbitaron completamente, un frío colosal recorrió su espalda, se le erizó la piel y se encresparon sus pelos. Respiró profundamente, tomó a la pequeña con ambas manos, la levantó en alto y mostró a todos los presentes el lugar a la altura del corazón, donde se podía ver la “marca”, la había encontrado; pequeña, tal vez algo confusa pero verdadera, auténtica. La beba de a ratos lloraba o gritaba, pero todos hacían oídos sordos a tales quejas.
—¡Es ella! –exclamó Amenón con contundencia– La Hija de la Luz al fin ha nacido… a la medianoche, y tal como la profecía lo anunció: hoy y en año nuevo. Todo lo que fue vaticinado alguna vez hace mucho tiempo, se acaba de cumplir. Ya no tenemos nada que temer…
Tan pronto como hubo acabado de pronunciar aquellas palabras, un estallido, un golpe seco debajo de ellos, hizo estremecer hasta los mismísimos cimientos del monasterio. Amenón apretó sus dientes, los tres monjes presentes se dieron vuelta atemorizados y junto con él se acercaron a la puerta.
—¡Llamen a los demás! ármense y bajen de inmediato –profirió Amenón a modo de orden– Yo llevaré a Kitrina a La Puerta de Hierro, pues en cualquier momento se abrirá y es nuestra única oportunidad. Sólo allí estará a salvo de las garras del mal.
—¡¡No, dámela!! –aunque aún débil, gritó con desesperación Kimira mientras se incorporaba– No te la llevarás a ningún lugar, es mi hija… ¡¡Te pido por favor que me la devuelvas!!
Amenón no respondió y atinó raudo salir de la habitación con su niña en brazos seguido por los cinco hombres. Ya en el pasillo, que estaba algo oscuro, no escucharon ruidos cercanos pero sí, el siniestro sonido que hacen los pies de alguien que pesadamente marca sus pasos al caminar, despacio, en reto, como en una lenta y letal cacería.
Cuando en voz alta llamaron a los demás, a falta de respuestas los asaltó la más desdichada de las sospechas: ¿qué habría ocurrido con todos? Sólo les bastó abrir algunas de las cálidas y cómodas habitaciones del monasterio para responderse y más aún, corroborarlo: muchos habían lamentablemente muerto. Unos cuantos yacían en sus camas decapitados o lacerados completamente, víctimas de crueles torturas y asesinatos. El panorama se tornó desolador, devastador: partes de cuerpos ferozmente mutilados estaban esparcidos por todas partes; incluso en los pasillos se podía ver una considerable cantidad de despojos, con olor a sangre, a muerte. Pero a pesar de todo, otro tanto al parecer, corrió con mejor suerte: habían sido dormidos tal vez por el suministro de alguna sustancia, o heridos levemente en sus cuellos pero sin riesgo de perder su vida.
Lo que sí se podía inferir con claridad es que “algo” o “alguien”, había descargado sobre ellos un formidable, descomunal y destructivo poder; aunque en el total, el mayor daño fue sólo en un diez por ciento. Sin embargo quedó en evidencia, que nadie abriría sus ojos por el momento y ninguno reaccionaría a llamado alguno. Sólo unos pocos desdichados mantenían, atontados, sus ojos abiertos…


II - Marcas Infernales


Amenón arropó en sus brazos a Kitrina y deprisa atravesó lóbregos pasillos; empujó una puerta de madera y continuó con su vertiginosa marcha. Kimira salió tras los pasos de su marido, pero a poco de andar, debió detenerse ya que un repentino mareo se apoderó de ella. Estaba agitada y todavía débil; aún así tomó coraje, abrió con gran esfuerzo sus ojos y continuó tan rápido como sus pies lo permitieron.
En el salón principal, los cinco monjes inmutables y en silencio, sentían cada vez más cerca la presencia de una fuerza sobrecogedora. De pie y temblorosos, miraban fisgando los alrededores. Advirtieron que había cambiado la luz que cotidianamente alumbraba el salón. Ésta, se había transformado en una luminosidad rojiza, pálida, deslucida y escalofriante; los pasos pesados que escuchaban se hicieron eco en todos los muros… desde un corredor paralelo algo se aproximaba.
—Hermano Sorak –dijo Calixto–, ve y avísale a Amenón de este maldito infortunio… alguien se acerca, han logrado entrar en ataque a nuestra casa… Estamos sentenciados –la respiración se le hizo más densa y trémula.
—No nos volveremos a ver –entristecido comentó Acario y con resignado convencimiento– por favor protege a Amenón y sobre todo a Kitrina…, ella debe, sí o sí, atravesar la Puerta de Hierro…, ahora vete.
Sorak asintió, volvió sobre sus pasos y rápidamente desapareció de escena. Los cuatro que quedaron, se agruparon, tomaron espadas, las que solían usar para defensa. Luego de unos pocos segundos sintieron a sus espaldas la presencia de una imponente energía, un inconmensurable poder; por lo que, dieron un violento giro y la tuvieron en frente: una sombra, una aparición, que ante sus desorbitados ojos, se levantó del piso envuelta en una impenetrable niebla. Se presentó alta, cercana a los dos metros, firme, con alas negras a ambos lados, de delgada estampa, y silenciosa…, envuelta en fuegos incandescentes, y peligrosamente se acercaba más y más a estos pobres indefensos, que la miraban incrédulos aproximarse suspendida en el aire.
Acario, con su respiración ahora más agitada, más entrecortada y con gotas de transpiración que se escurrían de su frente, decidido tomó firmemente la espada. A su lado, Calixto y los monjes se mantuvieron callados, inexpresivos, con los ojos bien abiertos y reseca la boca; sabían perfectamente que con sus pequeñas armas, jamás podrían hacer algo contra esa fantasmagórica aparición; más que una derrota, sería un suicidio. Ninguno le habló y de súbito el misterioso “ser” se detuvo. Aguardaron un breve momento para saber cuál sería su reacción y cuando éste hubo de dar el primer certero y ruidoso paso, los monjes con coraje y determinación se colocaron en posición defensiva.
—¿¡Qué es esto!?…, no lo puedo creer… ¿¡acaso se atreven a enfrentarme!? ¿¡a mí!?… ¿al Señor de la Oscuridad?
—Es todo verdad –pensó Calixto en voz alta–, la profecía se ha cumplido, “el Mal” llegó a nuestras tierras. Kitrina es nuestra única esperanza y debemos protegerla hasta con el último suspiro de nuestras vidas…
—Olvídate de ella –dijo Acario– seas quien seas y llames como te llames voy a decirte algo: Kitrina ya nació y en este preciso momento debe estar llegando junto con su padre Amenón Keldon, a la Puerta de Hierro y… ¡no puedes impedirlo!
—No he venido de muerte y tinieblas sólo para discutir con seres inferiores e inmundos como ustedes –los ofendió la sombra acercándose a ellos intimidante– aunque no tenga cuerpo físico, mi poder está por encima y lejos de su comprensión, y “ésa” que dicen que ha nacido con la marca de la luz, ha de darme el poder para volver a la vida. La necesito… sencillamente por eso la tomaré… que nadie se atreva a interponerse en mi camino.
La voz de la sombra se tornó cada vez más grave, más sádica. Los indefensos monjes retrocedieron temerosos; y atónitos, se percataron de una centellante y dorada luz que al parecer, provenía de ese monstruoso ser. Todo su “cuerpo” quedó envuelto por esa luminosidad. Ante el asombro y desconfianza que les produjo esa revelación de ultratumba…, el mudo silencio fue abatido…
—Yo Ireshniküs, Señor de los Muertos, tomaré ahora lo que por todos los tiempos y derecho me pertenece.
La “sombra” con estas palabras, dejó al descubierto su mezquina pretensión y al mismo tiempo una inevitable declaración de guerra.
Todos empuñaron sus espadas esperando el furtivo y veloz ataque…, y así fue. Ireshniküs se detuvo y unos mortíferos ojos rojos paralizaron a los monjes, quienes en su desazón sintieron que sus cuerpos poco a poco se rasgaban, sus pechos se comprimían y sus ojos parecían explotarles. No obstante, doloridos y aceptando la posibilidad de una segura derrota, con esfuerzo y valor decidieron levantar sus frentes en alto, gritaron, maldijeron y corrieron hacia el intruso. Al estar bien cerca, frente a frente, y en intento de al menos herirlo, la angustia fue aún mayor: descubrieron que la aparición no era más que una sombra, no había alguien allí, por lo que no podrían pelear cuerpo a cuerpo. Supieron en ese desesperado instante que todo había terminado: la hora de morir había llegado. Soltaron sus espadas, cayeron rendidos de rodillas y se tomaron con sus manos sus cuellos; el “ser” dio media vuelta, los ignoró, sus ojos volvieron a relampaguear y tras una breve agonía, un último quejido anunció lo inevitable: aquellos valerosos monjes dignamente habían perdido la vida. Quedaron tendidos en el piso, inertes, fríos, pálidos…, con profundas heridas y laceraciones. La sombra de Ireshniküs se movió sigilosamente de un lado a otro, alrededor de ellos, los examinó y mientras absorta llevaba a cabo tal menester, un lejano sonido interrumpió su tarea; lo hizo volverse hacia las escaleras más cercanas, y raudamente atravesó largos pasillos…
Amenón llegó a una escalera en espiral que descendía a un pasillo aún más oscuro y macabro que los anteriores. Carrera abajo y saltando de a dos o tres escalones por vez, llevaba a su hijita en brazos, que no paraba de llorar; mientras Kimira lo perseguía insultando y maldiciéndolo. En el segundo nivel, no muy lejos de ahí, Sorak también corría a toda prisa entre la sordidez y los despojos encontrados en el camino. Tenía la marcada sensación de que era seguido de cerca; por lo que detenerse o volver la mirada atrás, sería en su convencimiento, desastroso, fatal, un suicidio. No tenía más alternativa que avanzar rápido y tanto como pudiera.
El afuera mostraba una aterradora y ensombrecida noche; alrededor de los murallones unas marcas doradas comenzaban a ganar espacio en todas las direcciones: de norte a sur, de este a oeste. Las tinieblas traídas por Ireshniküs se abrían lentamente y Sorak, fue el primero en sufrir los devastadores efectos de aquel poder de otro mundo, de otra dimensión. Cuando atravesó el arco de una puerta, un estallido cercano lo hizo caer bruscamente y a sus espaldas sintió un fuerte y arrollador calor.
En el piso y con el cuerpo adolorido, las rodillas raspadas y dos dedos de su mano derecha dislocados, elevó con esfuerzo un poco su cabeza, la giró hacia atrás y pudo de soslayo saber el por qué: llamas encendidas y vivaces, formaban una cortina de fuego que como custodia y en advertencia, de alguna manera protegía la puerta, cubriéndola, tapándola pero sin dañarla; y a su vez ella, estaba bloqueada por un misterioso sello que había aparecido en el suelo. A Sorak, de pronto lo asaltó la congoja de ser testigo de un profundo dolor, presente a su alrededor, pues parecía escuchar penosos lamentos y gritos del infierno. Se incorporó como pudo y agitado, reanudó su marcha. Para su fortuna, la buena suerte estuvo esta vez de su lado: cada puerta o corredor que explotaba en llamas, a él no lo dañaban pues esto ocurría siempre después que pasaba.
Las marcas que surgían de la nada parecían haber sido diseñadas por un demonio que además de invisible, de inigualable poder. Cuando logró llegar al fin del camino, empujó una puerta, ya entreabierta, continuó y llegó a las escaleras por donde había pasado Amenón con su hija. Todo lo acontecido a estas alturas, desnudó en Sorak una tenebrosa verdad: la sombra de Ireshniküs lo estaba acosando, acechando y sólo faltaba un mínimo error para que la fuerza del exterminio lo atrapara. Y estaba muy cerca. . .
…En los cuartos, guardias y monjes estaban atrapados; gritaban desencajados, coléricos, para muchos de ellos la suerte ya estaba echada: no había salida, ni escape posible y tampoco ayuda. Su final estaba allí, inevitable.
Amenón transitó por pedregosos túneles subterráneos como si todos formasen un gran pasaje olvidado en el tiempo.
Desde afuera se lo podía ver corriendo por la Torre Central; y en cada ventana aparecía llevando consigo a Kitrina. Ya cansado y agobiado de tan tediosa travesía, se topó con una puerta de hierro de doble hoja. Era verdaderamente hermosa: muy sólida, con incrustaciones de oro, plata y brillantes, ornamentada además con majestuosos dibujos, marcas y líneas celestiales y aunque raro, sin picaporte ni cerradura lo que hacía suponer, sin mucho esfuerzo mental, que no había modo alguno de abrirla, al menos en forma convencional. Amenón se acercó, se detuvo frente a ella y respiró aliviado. Luego de un minúsculo intervalo de satisfacción, pues no había tiempo que perder, examinó con premura uno a uno sus dibujos; observó el símbolo en el cuerpo de Kitrina, los comparó, y volvió a mirar la puerta…, sonrió en buen augurio. Disfrutando lo sucedido estaba, cuando un escandaloso grito detrás suyo lo sobresaltó: era Kimira. Ya estaba allí, en el pasillo acababa de alcanzarlo; y tras de dar un par de pasos al frente, acercándose aún más, el túnel por donde había llegado, fue bloqueado por otro círculo de luz que iluminó aunque tenue, toda la sala. Ambos se miraron fijamente a los ojos; se midieron; estaban furiosos y sin negociaciones: ninguno de los dos daría brazo a torcer, cada uno estaba seguro y afirmado en sus decisiones.
—¡Vete Kimira, vete! –ordenó Amenón– ¿no vez mujer que éste es el destino de nuestra hija?… trece años deberá dormir aquí hasta el día en que el monasterio, abra sus puertas a los jóvenes que se transformarán en la esperanza de todos y al finalizar el tercer ciclo, de todos ellos elegiremos cinco… Así esta escrito: “dentro de estos muros nacerá el ejército de la luz para desafiar al mal…”
—No lo hagas –suplicó Kimira al borde del llanto, al tiempo que sintió un pronunciado calor a su alrededor.
Las paredes y el techo se encendieron; Amenón por un momento cerró sus ojos, y sin demora dio la espalda a su mujer; miró nuevamente la puerta y fijó su vista en la marca, la que estaba justamente en el centro, la que resplandecía con luz propia, la que por sus características era igual a que la beba tenía en su pecho; pero había algo más: estaba circundada por diez marcas similares y por encima de ellas, algo más distante, una que se destacaba, pequeña, sin brillo.
Amenón desconcertado la contempló con cierta atención, pero enseguida se volvió a Kimira, restando importancia a la extraña marca, la ignoró.
—Esta es la primera –dijo en tono firme y seguro Amenón–. Los “otros” están naciendo…
Tomó la manito de Kitrina y acercándola al sello de la puerta estaba, cuando de repente apareció Sorak; no pudiendo llegar cerca de ellos, pues la única entrada al salón donde se encontraba la Puerta de Hierro, estaba cerrada, clausurada por el enigmático e inexplicable campo mágico. Kimira dio media vuelta y con un dejo de apatía, lo miró.
—Señor Keldon… Señor Keldon… un demonio ha invadido el monasterio… ¡ha logrado entrar, lo ha tomado por asalto! –anticipó Sorak– No sé cómo, he oído su voz a la distancia… se hace llamar Ireshniküs. No sé quien es, ni de dónde viene; pero sí sé que es aquel que la profecía ha instituido como el Señor de los Muertos.
El rostro de Amenón denunció mucha intranquilidad, excesiva tensión, y entrecortadamente, como herido de muerte, habló:
—¿Ireshniküs dices?, ¿Ireshniküs? No. ¡No puede ser él… es imposible!
—¿Por qué no? –preguntó Sorak– ¿de qué se trata todo ésto, mi señor?
—No, no puede ser… él está muerto –respondió Amenón casi en murmullo.


III – El Portal de Fuego


Sorak permaneció asombrado, quieto… asustado tras las terribles palabras de Amenón. El silencio fue asolador, ruin; sólo perturbable minutos después cuando un aire gélido y escalofriante desde algún recoveco de la pared o alguna abertura, les llegó certero y despiadado. La luz comenzaba a desvanecerse y Amenón muy cerca nuevamente de la puerta, tomó una de las manitas de Kitrina, y colocó su pequeña palma en la marca señalada. El suelo se estremeció de repente, las paredes chillaron, el polvo de los rincones se levantó por los aires…, y un zumbido de la puerta comenzó a escucharse. Amenón tomó a Kitrina y retrocedió un poco; pero en un santiamén Kimira se abalanzó sobre él, lo tomó del cuello con intenciones de ahorcarlo mientras lo recriminaba todo:
—¡Qué has hecho!, ¡Déjala, mal nacido! –vociferó con inocultable aborrecimiento. La ira se posesionó de ella.
Amenón reaccionó rápido y logró zafarse de las esmirriadas manos ejecutoras. Cerró nuevamente sus ojos, triste, débil. Una profunda pena y desilusión hirió de muerte su corazón; lágrimas de sinsabor y de lamento, se escurrieron por sus mejillas…
—No sabes cuánto lo siento amada mía; no quiero hacerlo, pero tienes que entender que éste, es el destino de nuestra niña… Es vital que viva, crezca y cumpla sus trece años; debe encontrar a Los Seguidores para aprender junto a ellos todas las artes conocidas: defensa, ataque, magia…, sabiduría y concentración.
Amenón trató de que su mujer entrara en razones, pero no tuvo suerte. Sabía que Ireshniküs conocía la profecía y de la existencia de Kitrina y que en unos segundos más, lo tendrían allí. Había que proteger a la criatura con la vida si fuese necesario. El tiempo se acortaba…
—¿Tú serás quien le enseñe?, ¿tú? –reprochó a los gritos Kimira– ¡Contesta!, tú o tus desquiciados monjes… ¡bah! Eres un bastardo igual que todos… Por última vez ¡¡dame a mi hija!!
Volvió a tirar de las ropas de Amenón y lo detuvo en el exacto instante en que él se disponía sin demora, llevar a Kitrina hacia la Puerta de Hierro.
Su interior no se veía claramente, pero se podía, dado el espectáculo, asentir la existencia de una luz dorada que encandilaba del otro lado, escondida ahí, como si el sol hubiese dejado caer en ese lugar una partecita suya, brillante, opulenta, incomparable. Ese sería el hogar de Kitrina por los siguientes trece años.
En la sala, la sombra maligna de Ireshniküs comenzaba a manifestarse. Sorak, consternado, trató de llamarlos para que supieran de la inminente gravedad; pero a su pesar, no lo escucharon; ni siquiera se dieron por aludidos. Sus gritos de advertencia fueron en vano. . ., la pareja seguía en lo suyo; insultos, tironeos,… Entonces, cubrió sus ojos con su mano izquierda, se arrodilló y comenzó a rezar. Nada más podía hacer sino esperar un baño de sangre; para él, ya todo estaba perdido.
—Dame a Kitrina… ¡¡ahora!! –ordenó la sombra con criminal voz.
—¡No, de ninguna manera! –le dijo Amenón, mirando con sorpresa al recién llegado– Vuelve a la oscuridad de la muerte, que es adonde perteneces… que esta niña cumplirá su destino, y no la tomarás.
—¡Lárgate, repugnante fantasma del infierno! –gritó con ira y desconsuelo Kimira. Su rostro estaba totalmente humedecido por el llanto.
De pronto, en denodado propósito, el que toda madre tiene cuando defiende a un hijo, corrió veloz hacia la aparición, sin saber que no podría atropellarla ni pelearla en riña, pues era una sombra, sin físico, sólo con ojos rojos. Ireshniküs la esperó, desplegó sus largas y puntiagudas alas y cuando la tuvo casi pegada a él, las cerró cubriéndola con un manto como en un abrazo. Fue un “abrazo” negro, de muerte.
Amenón quedó estupefacto, sin palabras, inmovilizado debido al brutal cometido llevado a cabo por aquella fantasmal figura. Y peor se pondría por lo que vendría después: cuando desafiante la sombra se volvió hacia él, desplegó las alas, quedando al descubierto sólo pulcros huesos, sin carne, que cayeron al piso. Kimira había desaparecido; nada se podía hacer, ella ya no volvería…, fue envuelta en las oscuridades de Ireshniküs.
Sorak abrió los ojos, profirió palabras con verdadero pánico y horror debido a la situación que era, por demás escalofriante. Se puso urgente de pie y se echó a correr por el oscuro túnel que anteriormente le había servido como salvo-conducto para llegar hasta allí. Casi todos los sellos que en su momento lo habían bloqueado, se habían apagado, excepto los que custodiaban habitaciones y alcobas.
A pesar de estar dolorido y cansado, corrió desesperadamente, a veces dando saltos, pero sin interrupciones. Comenzaba a faltarle la respiración de tan rápido que iba. Parecía dirigirse a un lugar en particular, como si en un momento de esa alocada carrera, se le hubiese cruzado por la mente, una idea que podía significar la salvación de su Señor y de Kitrina, una idea de tomar partido en la delgada línea que separa la vida de la muerte… Y él, sin lugar a dudas ya lo había decidido.

Amenón, turbado por la absurda muerte de su mujer, sin alternativa retrocedió; su rostro de súbito se ennegreció y sujetó con fuerza a Kitrina a la vez que observando por encima de su hombro, sintió la calidez de la puerta y también un murmullo de musicales voces que con firmeza lo llamaban, pero… largamente titubeó. La sombra del señor de los muertos se hacía cada vez más alta, más poderosa. Amenón no quiso correr peligro, el riesgo era mayúsculo, entonces decidió no atravesar la Puerta de Hierro, aún estando a sólo un paso. A esta altura de las circunstancias, un profundo odio, de súbito inundó su apenado corazón, y lo único en lo que pensó fue aniquilar a esa aparición.
—Ahora me darás a Kitrina… –ordenó sin titubeos Ireshniküs– ¡será mía de todos modos!
—¿Cómo es que volviste a la tierra, cómo puede ser que estés aquí si has muerto hace mucho tiempo?–con desconcierto trató de indagar Amenón.
—Estoy a punto de completar mi venganza; aquel que me mató me las pagará y con mucho sufrimiento… Una vez que tenga a esa niña en mi poder, podré abrir el Portal de Fuego; tomaré mi cuerpo de nuevo y el ejército del mal habrá comenzado a nacer, así el Maestro de la Destrucción verá por fin la luz del día, y la noche reinará para siempre– profetizó Ireshniküs.
—Ya veo –dijo pausado Amenón– entonces no estás solo en ésto, me lo imaginaba; tienes lacayos que buscan la manera de traerte a la vida si consigues a Kitrina… pero has de saber que no te la llevarás, antes tendrás que luchar conmigo.
—No tiene caso, no eres rival digno de mí –agregó Ireshniküs con sorna.
Ireshniküs ni bien acabó de pronunciar estas palabras, advirtió que la Puerta de Hierro comenzaba a cerrarse. Amenón comprendió que a pesar de sus ansias de venganza, entrar era su única salvación; sabía que moriría pero al menos, lo tranquilizaba saber que Kitrina sobreviviría. Se dio vuelta y de un certero salto entró, pero Ireshniküs fue demasiado rápido: un hilo de fuego apareció entre sus sombras y rodearon sus pies sacándolo de un tirón junto con la niña de la habitación sagrada. Ella se le escapó de sus brazos y él quedó a merced de Ireshniküs. De pronto y sin aviso previo, con un estrepitoso ruido, la Puerta de Hierro se cerró. Los sellos en ella se apagaron, y moviéndose de un lado a otro se mezclaron profusamente. Unos pocos segundos transcurrieron, cuando aparecieron los diez símbolos. Una marca, más definida y diferente a las otras, se ubicó en el centro: la marca de Kitrina. Las restantes se presentaron en distintas direcciones y la única que no había variado de lugar o color era la que se encontraba por encima de todas.
Kitrina, ahora indefensa, pataleando boca arriba, lloraba sin consuelo. Amenón retrocedió arrastrándose como pudo, pero esos hilos de luz se multiplicaron y lo tomaron también de las manos, tan fuerte que le cortaban la circulación de la sangre. Ireshniküs apenas dio un paso adelante dispuesto a dar el golpe final pero no alcanzó ni siquiera a pronunciar palabra: de la nada, un extraño Portal luminoso comenzó a abrirse a un lado del corredor. Era enorme y sus márgenes ardían en vivos fuegos, su interior era de color rojo muy intenso, por demás lúgubre; y al mismo tiempo emitía unos sonidos macabros y descomunales. Ambos, sorprendidos giraron sus cabezas. Los hilos de luces tomaron esta vez el cuello de Amenón y bruscamente lo pusieron de pie, mientras, Ireshniküs retrocedía acercándose lenta y cautelosamente al nuevo Portal.
—Aquí está… –comenzó a decir– el Portal de Fuego acaba de abrirse, ¿pero cómo? ¿acaso la beba lo hizo? No, no puede ser ella, es insignificante, jamás podría lograrlo… pero entonces… ¿qué significa todo esto?…
—La Puerta se ha cerrado –dijo a duras penas Amenón y no agregó nada más, pues el intenso dolor y medio asfixiado casi no le dejaban pronunciar palabra.
Ireshniküs moviéndose a un lado le dio la espalda y las luces que lo mantenían atrapado desaparecieron en una estela dorada. Ya liberado se tomó del cuello acariciándolo y de soslayo miró a quien tenía enfrente: la Sombra, que se había tornado de repente más y más enorme además de atemorizante, en constante amenaza.
—¿Cómo es que se abrió el Portal de fuego?
—No lo sé –respondió en forma tajante y en voz baja Amenón– Creo que tiene que ver con la Puerta de Hierro que acaba de cerrarse. Al parecer, ambas tienen una conexión, es decir, sólo puede abrirse una si así también lo hace la otra…en ambos casos y con mucho deleite debo informarte que sólo mi querida hija Kitrina tiene el poder.
—¡Magnífico! –exclamó irónicamente Ireshniküs– entonces es mucho más importante de lo que pensé, ahora que el Portal se ha abierto…, mi victoria está cerca. Aquél pronto vendrá de las sombras y aniquilará tu miserable mundo… me la llevaré.
Amenón ante el peligro de tal magnitud y sin siquiera pensar que su vida pendía de un hilo, de ninguna manera lo permitiría y reaccionó más rápido: en un segundo alzó a Kitrina que sollozaba desconsoladamente, la apretó fuertemente a su pecho y la ocultó de los ojos encolerizados de la Sombra quien ardió de furia y se volvió hacia ellos…

Sorak, finalmente había llegado a la sala pequeña. Allí, en una desgastada silla de roble descansaba un delgado libro de tapa azulada, estampado en su centro un extraño símbolo. Lo abrió lo más rápido que pudo y empezó a leer sin pausa, apurado…, buscaba algo…
—Ya no tengo mucho tiempo… lo matará, lo matará –se decía para sí.
De pronto encontró el dibujo de la marca celestial, leyó algún que otro fragmento de los párrafos al pie de la hoja y sus ojos irritados acusaron un verdadero cambio; una sonrisa tenue y algo apagada se reveló por entre sus rasgos arrugados al tiempo que levantó el libro y se colocó en dirección a la puerta.
—¡Sellos infernales…! –exclamó a más no poder con todas sus fuerzas, para que todos dentro del monasterio lo escucharan– ¡…se apagarán para siempre y las luces del cielo cubrirán la oscuridad! ¡Yo, Sorak, invoco a las fuerzas celestiales para que la sombra maldita no tenga más poder sobre ustedes…! Ahora, vamos, vamos todos a ayudar a nuestro señor Keldon.
Tras esta invocación, todas las marcas de fuego dentro de las habitaciones se apagaron y al cabo de una prolongada espera, los monjes y guardias se vieron libres y así, mirándose en complicidad, dominados por la ira, gritaron envalentonados y en veloz carrera se abalanzaron por los pasillos con dirección al túnel que los llevaría hasta la Puerta de Hierro.
…Amenón, elevaba su mirada, cuando un lejano y estruendoso ruido le hizo sentir que alguna esperanza todavía era posible para él, todavía estaba a tiempo.
—Están viniendo…, no te llevarás a Kitrina –sentenció– el Portal de Fuego también se cerrará en un momento, lo sabes.
Ireshniküs bruscamente se le acercó, y aunque Amenón se aferró a su hija con todas las fuerzas del mundo, no fue suficiente: la maquiavélica Sombra se colocó a su frente y una luz rojiza que sus ojos despidieron, lo cegaron. A pesar de todo y confundido, retrocedió pero sin soltar a Kitrina.
La Sombra todavía más despiadada, se fue acercando nuevamente extendiendo sus mantos de tiniebla y muerte, para terminar de una vez por todas con Amenón, su enemigo. Afortunadamente para el padre de Kitrina nada llegó a concretarse, pues se detuvo al escuchar el oportuno retumbar de pasos de una multitud muy cerca constituyendo una inminente invasión. Esa interrupción hizo que sus ojos iluminados de exaltación y odio, giraran hacia un lado y el pasillo este de repente se encendió en muchas luces. Los gritos de los guardias se sintieron más enloquecedores y los primeros monjes llegaron a la sala. Ireshniküs presto, trató en arrebato de apoderarse, quitar a Kitrina de los brazos de su padre pero ya era tarde: muchos guardias armados de cuchillas y espadas lo habían rodeado. Sintiéndose acorralado comenzó a soltar horribles ruidos, eran de desesperación y locura como un animal enfurecido en obligado cautiverio. Aunque podía presentar batalla y de seguro la ganaría, por un momento en lo más profundo de su negro corazón, una reflexión lo hizo cambiar de idea: una pelea en esas condiciones, pondría la vida de la beba en peligro por lo que todos sus planes se vendrían abajo, fracasarían. Retrocedió entonces, y fue cabal testigo del cierre del Portal de Fuego.
—¡Malditos sean…. malditos todos!– Sus agravios fueron en voz tan alta que las paredes y el suelo se agrietaron– ¡…qué han hecho!
Amenón se corrió a un costado con su hija en brazos y delante suyo se colocaron una veintena de guardias para protegerlo. Llegaron otros, provistos de nuevas armas, espadas, lanzas, pero sin armas de fuego pues estaban prohibidas en el monasterio por lo que todo que pudiesen tener a disposición para ser usado en defensa era válido y digno de ser utilizado. En definitiva se lograron dos cosas: por un lado escudar a Amenón junto a Kitrina y por el otro impedir que Ireshniküs se les acercara.
—¡Desgraciados…! –comenzó a decir la Sombra, mirando a cada uno de los guardias. Su odio y rencor por lo sucedido se había tornado de tal envergadura, que nadie se atrevió a acusar recibo de esos insultos y mucho menos a contestarlos. Cierto es, que también lo había invadido la impotencia como prólogo de lo que sabía, sería por lo menos en esta oportunidad, su inevitable final.
Ireshniküs sin más opciones, llevó a cabo su retirada: desapareció dejando como prueba, sólo una negra bruma que de a poco y lentamente, cubrió toda la sala.

Amenón Keldon consciente de que el próximo ciclo sería dentro de trece años y que Ireshniküs volvería para vengarse y apoderarse de Kitrina, obviamente no lo hacía del todo feliz, pero de todos modos festejaba el hecho de que por esta vez, la batalla había sido ganada y lo que vendría después, bueno, eso sería otra historia.
Luego de unos minutos, volvió de sus reflexiones a la realidad: ordenó a todos salir y cerrar el pasillo.

Ninguno volvió a acercarse a la Puerta de Hierro, que quedó silenciosa, expectante, como suspendida en el tiempo tal vez, a la espera del próximo ciclo cuando los acontecimientos, sin permiso previo, volviesen a interrumpir su letargo…, pues así estaba escrito.


IV – Mensajeros del Nuevo Mundo


La noche en todo su esplendor, cobijaba suave y tenazmente aquellas frías regiones. El aire maligno ya no deambulaba como un intruso por los campos y montañas…, se había desvanecido por completo y esa peculiar rojiza luz, cercana al monasterio, lentamente se esfumaba sin dejar rastro de sus perversos actos.
Ahora, la sólida edificación volvía a mostrarse dueña de esos parajes, imponente, en exquisita quietud, sosegada y en silencio: los gritos en su interior habían cesado.
Puertas adentro, una considerable cantidad de monjes estaban reunidos en el hall principal: discutían con cierto fervor, nerviosos y cerca de doscientas personas murmuraban sin descanso en los corredores y pasillos. Los guardias armados custodiaban todos los accesos al monasterio, aunque luego de la medianoche nada hacía presagiar que el terrible Ireshniküs se decidiera a regresar.
Keldon y Sorak se reencontraron en la gran sala saludándose con efusividad y Amenón sonriente, le dio las gracias por haberle salvado la vida y a su vez, le ofreció su eterna amistad. Sorak, con su acostumbrado rostro de tranquilidad y serenidad, asintió pero sin que se le pudiera ver en su rostro algún gesto.
—Con honor y orgullo acepto tu amistad –dijo, mirando de reojo a Kitrina, quien dormía plácida en los brazos de su padre– lamento la pérdida de Kimira, me apena que haya pagado con su vida nuestras desdichas.
—Ireshniküs pagará, de eso puedes estar seguro querido amigo –agregó Amenón emocionado y conteniendo sus lágrimas– pero no ahora…hoy por hoy hay algo más importante que hacer. Sabes como yo que Kitrina sobrevivió al primer ataque y que en trece años más, la profecía marca el Segundo Ciclo y es ahí cuando él regresará por todos. Seguramente vendrá más fuerte, más poderoso, más mortífero que nunca y para desgracia, tiene el tiempo suficiente para enseñar a sus lacayos cómo vencernos.
—Entiendo señor –asintió con preocupación Sorak– entonces no tenemos otra alternativa que hacernos más fuertes para la pelea…, debemos urgente encontrar a los elegidos.
—Sí es verdad, pero no sólo a ellos porque aunque los entrenáramos nosotros y llegasen a ser los más fuertes del mundo, aún así les faltaría el poder suficiente para enfrentar al Señor de los Muertos y su sanguinario ejército. Ahora entiendo a qué se refería el Libro Sagrado…, ahora todo se me muestra más claro –asintió Amenón.
Por un momento Amenón quedó pensativo, como quien analiza en su mente alguna loca idea que se le acaba de cruzar. Observó los muros del monasterio para luego posar su mirada en Sorak y pensó en voz alta: sí, estaría bien,… ¿por qué no?...
—Perdón, ¿qué estás diciendo? –con lógico desconcierto preguntó Sorak.
—Escúchame. El Libro habla de guerreros, de jóvenes que crecerán y ayudarán a los elegidos en el futuro… y este lugar es inmenso…
Y tenía razón. El monasterio era enorme, con muchas habitaciones y lugares que bien podían serles útil para tal misión.
—¿Acaso no lo entiendes, amigo Sorak?, este lugar tranquilamente puede transformarse en nuestro propio Centro de Preparación Especial.
—¿Algo así como un colegio? –preguntó Sorak no convenido del todo.
—Algo así. Es perfecto. Imagínate: un colegio secreto para no sólo enseñar a los diez todas las artes del bien, sino también, a cientos de jóvenes de su misma edad, que sean capaces y tengan la suficiente fuerza como para formar parte además, de nuestro ejército –había mucha ansiedad en estas palabras de Amenón.
—Entiendo –dijo Sorak moviendo su cabeza de poco convencimiento– sinceramente y no lo tomes a mal, me parece una idea un tanto descabellada; además ningún padre nos entregaría su hijo para ese fin aunque fuera cuestión de vida o muerte; y tampoco estamos cerca de muchos centros urbanos como para traer muchos jóvenes.
—No subestimes a la profecía amigo mío, por favor no la subestimes –acotó Amenón– es cierto que sólo Teckamar está a nuestro alcance… pero eso no tiene mucha importancia te lo aseguro. Buscaremos chicos de todas partes del planeta si así fuese necesario, sin importarnos sus creencias, religiones, ni tampoco sus lenguajes o idiomas. Verás que todos llegarán a nuestro monasterio y durante el tiempo que sea necesario, aprenderán a luchar, a defenderse, a buscar en lo profundo de sus corazones un poder tan fuerte como el de cualquier arma.
—¿Y bien? ¿Cómo piensas hacerlo? –cuestionó Sorak, intranquilo por el murmullo de la sala que ahora se había tornado más fuerte y todos estaban observándolos, intrigados por lo que ellos dos estaban dirimiendo, opinando.
—El espejo… –contestó con firmeza Amenón– el espejo de mis antepasados les mostrará que su única esperanza es formar parte de esta historia…no los engañaré, sólo les mostraré lo que podría ser nuestro futuro si Ireshniküs se sale con la suya…sé lo que estás pensando, ¿que cómo vendrán aquí, a este lugar tan oculto y apartado de toda civilización? …no te preocupes por eso, el Camino de la Luz se encargará de traerlos.
—Bueno –asintió Sorak–, sabes que cuentas conmigo para lo que ordenes, pero me temo que lo que te has dispuesto en llevar a cabo es difícil y de muchísimo tiempo.
Algo de justificada razón había en las dudas de Sorak. El proyecto era demasiado ambicioso como para cumplirlo en lo inmediato. Entre otros detalles, demandaría muchísimo trabajo y por supuesto dedicación, no sólo en buscar y encontrar a los diez, sino también a todos los demás. Por otra parte el monasterio tendría que ser adaptado a esa nueva realidad o sea, demandaría demasiadas refacciones, labor y costo; todo ello sin contar la búsqueda de profesores idóneos que tendrían la dicha o desdicha de enseñar a tantos jovencitos seguramente rebeldes, pues esto es propio de la edad.
—Sorak… –dijo con mucha seguridad Amenón– imagino las dudas que todavía rondan por tu cabeza, pero ten fe, créeme que no será en vano, tienes mi palabra. No te olvides que tenemos trece años, y en ese tiempo no quedará lugar en el mundo que nosotros no hayamos estado, buscando los pequeños jóvenes nacidos en el mismo año, no te quepa ninguna duda que los encontraremos… y cuando hayan cumplido los trece, junto con mi querida hijita vendrán a este nuestro monasterio y demás está decir, que comenzarán a transitar la más grande de las experiencias jamás vividas por ellos.
—Bueno, entonces comenzaremos de inmediato –agregó Sorak ya convencido y muy entusiasmado– pero… todavía me preocupa y me produce mucha tristeza el destino de los monjes, porque sospecho, tendrán que irse y éste es su hogar…, sufrirán mucho ¿no crees?
—¡Pero amigo! En ningún momento hablé de echarlos –sonrió Amenón tímidamente– para que sepas y te quedes tranquilo, tengo otros planes para ellos, planes que les permitirán seguir aquí pero lejos de nuestros héroes…les encomendaré su propia misión.
—Parece que tienes todo perfectamente claro en tu cabeza como en tu corazón –asintió Sorak– entonces yo me haré cargo personalmente en la elección de los profesores, división de aulas, niveles o sectores, para que cuando la hora de la verdad llegue, todo esté ordenado al detalle.
—Muy bien ¡excelente! –balbuceó Amenón, con una incipiente sonrisa– encárgate, sabes que confío en ti más que en nadie.
Pasado unos minutos, Amenón, muy satisfecho con todo lo que se había resuelto, tomó en sus brazos a Kitrina y salió pausadamente del lugar. Era hora de llevarla a dormir.