jueves, 17 de noviembre de 2011

PRESENTAMOS UN FRAGMENTO DE "EL NARRADOR y La Maldición del Sauce"


PRÓLOGO


Hace tiempo, mucho antes que el hombre llegara a la luna, inventara la electricidad y se descubriera un nuevo continente, uno, que los europeos llamaron “el nuevo mundo”, en ese lugar, al sur de lo que sería más tarde “América del Sur”, existía un feudo llamado “Antina”: reino lleno de magia, criaturas mitológicas, hadas, duendes, hechiceros y demás criaturas. Se caracterizaba por ser un lugar próspero y pacífico, en donde los indios y antinos convivían en paz, y gobernado por un hombre bondadoso, sabio y justo, conocido como el rey Carpímpelos III.
Su mundo no era muy diferente al que corría en ese momento en Europa. Las vestimentas, medios de transporte, costumbres, y hasta algunos nombres se parecían. Esto se debía a que los reyes anteriores, visionarios y de buen tino, pudieron tener una imagen de otros mundos, e inteligentemente imitaron y adoptaron ciertas peculiaridades para su sociedad de lo que creyeron más conveniente.
El reino tenía tres clases sociales: los indios, los hombres que practicaban la magia, y los que no. Los indios tenían su propia magia, pero nunca tan poderosa como la de los antinos; su rey era un Masterius, el máximo rango dentro de los brujos, lo que lo hacía quizás el mago más poderoso y respetado.
Pero. . . una mañana, en la que el rey Carpímpelos III decidió cambiar el destino de Antina, algo golpeó su ventana; volteó y vio a una pequeña ave que tenía la cola en llamas: era un fénix recién nacido. Entonces, se cambió rápidamente y bajó corriendo, se reunió con su joven aprendiz y le ordenó que juntara en una hora, a los magos de los siete sillones. Para cuando volvió a su cuarto, el fénix se había desintegrado.
Un tiempo más tarde, en las catacumbas del palacio, los siete magos estaban en una sala circular sentados en sus respetivos sillones. El rey, dispuesto en el centro del salón, hizo un hechizo apuntando al techo y de repente apareció una imagen gigante. En ella se podía distinguir a hombres con armas atacando a los indios, y también barcos veleros bombardeándose. Al cabo de pocos segundos la misma se desvaneció y en su lugar aparecieron nuevas, donde ahora, los hombres vestían diferentes; a su vez se veían bombas atómicas, personas torturadas, edificios que caían, gente muriendo en guerras. . . el rey las cortó con un brusco movimiento y miró a los siete hombres que lo rodeaban. Todos hicieron un leve movimiento de aceptación; se levantaron de sus sillones, se tomaron de su pecho y luego, como si se arrancaran algo de su cuerpo, salió de sus manos una bola de luz, y se la lanzaron al rey. Éste, las tomó una a una hasta que juntas, se transformaron en una sola que iba cambiando en diferentes colores. Con sus dos manos la comenzó a separar, como quien secciona una gran masa, y la dividió en siete partes, cada una con distintos colores. Con otro movimiento de sus manos, las dirigió hacia los siete hechiceros, introduciéndose nuevamente en sus respectivos pechos. Lo que en verdad había sucedido, es que habían renunciado por su propia voluntad a la magia y sus poderes los habían obsequiado al rey, quien los tomó y los convirtió en siete elementos, uno que cada mago controlaría más tarde, y sería el único poder que tendrían.
Salieron todos del salón, y en seguida el rey se reunió con su pueblo, les contó sobre lo que estaba ocurriendo y lo que es peor, lo que vendría: hombres parecidos a ellos llegarían y tomarían sus tierras y los convertirían en esclavos. En medio de tantas malas noticias, también se encargó de que supieran que él, pasare lo que pasare, tenía el deber de proteger a su pueblo, y que así lo haría; convencido de que si esos intrusos, llegasen a conocer aunque sea una parte de su mundo, lo usarían sin ningún tipo de escrúpulos para fines malignos. No obstante les advirtió a su vez, que no todo esos forasteros invasivos eran iguales, pero sí, había que cuidarse de los que no eran buenos. Se hizo un silencio y la consigna quedó develada, confirmada en palabras: ni la magia, ni ninguna criatura podía por ningún motivo llegar a manos de esos extraños. Luego de estas sombrías reflexiones, los invitó a que lo siguieran, pero los caciques le expresaron su negativa, esgrimiendo como atendibles razones, que se quedarían a luchar contra los que vinieran pues consideraban que se trataba de sus tierras, y estaban persuadidos de que las defenderían con la vida misma si fuera necesario. El rey les aclaró que de todos modos movería su país hacia un lugar paralelo a su mundo. Pero a pesar de esta expuesta decisión, el cambiar la forma de la tierra, al parecer no les preocupó en lo más mínimo; por lo visto, la determinación fue contundente: se quedarían donde estaban. El rey no trató más de convencerlos, y respetó sus loables convicciones.
En una de las colinas más altas, se reunieron los hechiceros de los siete sillones y el rey, y sacaron de la tierra lo que parecía una especie de muralla, toda tallada con la historia de Antina: desde sus principios hasta ese momento. Luego, los magos formaron un círculo alrededor del rey y la muralla, y dándole las espaldas, comenzaron un ritual que en pocos minutos hizo que el paisaje de Antina de súbito cambiara: una tormenta eléctrica lo cubrió todo, las aguas de los ríos, lagos y mares comenzaron a agitarse, el viento comenzó a soplar en diferentes direcciones, la tierra temblaba. . ., y en pocos minutos todos los que habitaban en Antina, con sus ríos, montañas, ciudades, pueblos, en un abrir y cerrar de ojos desaparecieron. No quedó ni rastro, ni vestigio alguno de aquel país. En su lugar en cambio, apareció un nuevo paisaje, de tierras vírgenes, mares y ríos sin navegar. . . Lo único que sobrevivió de Antina, fue la muralla divida en dos partes, que los indios se encargaron de llevarla a un valle desierto, que con los años, la tierra y el viento sin piedad la cubrieron.

Años después, la predicción del rey inexorablemente se cumplió. Llegaron aquellos extraños, quienes se hicieron llamar los colonizadores, y desde entonces nada fue igual: los indios nunca más hablaron de Antina y jamás se volvió a saber de ella. La única forma que se podía tener alguna noticia, era sólo por unos dibujos que otrora ellos habían dejado en las cuevas, lugares que muchos años más tarde el hombre descubriría y sabría que alguna vez, existió una civilización mucho antes que ellos. . . un pueblo mágico.

Luego de que Antina se estableciera en un nuevo mundo, a los pocos años el rey Carpímpelos III y los magos de los siete sillones fueron asesinados, no sin antes despojarlos a éstos de los elementos y sin ningún reparo trasladarlos a siete nuevos magos. El poder de los elementos no debía ser destruido, ya que mantenían el equilibrio de Antina en el nuevo mundo, era lo que permitía que no ocupara su lugar anterior. Pero estos siete noveles poseedores, sufrirían diferentes destinos por llevar el peso de los elementos.
El país cayó bajo el gobierno de un nuevo hechicero: cruel, despiadado, próximo a ser un Másterius. Consciente de que no era de sangre real, hecho que le impedía gobernar pues esto sólo era un atributo de un legítimo rey, recurrió a los nuevos magos, únicos amos y dueños del control de los elementos, y con inescrupuloso ardid los obligó a que le ayudaran a gobernar. La familia real misteriosamente y sin dejar rastros, como en fugaz retirada se esfumó y el país cayó a las órdenes de este nuevo gobernador, quien cambió el destino de todos los Antinos… Y así pasaron cientos de años, en los que estos hombres, fueron los mismos quienes controlaron el destino del país, hasta ahora. . .



CAPITULO I



El Castigo a la soberbia


Muy al norte de Antina, a las afueras de un pequeño pueblo, vivía Don Lisandro Crapchuss: anciano huraño, muy egoísta y orgulloso. Era alto, de contextura delgada, sin barba, ojos grises, cejas gruesas y pelo blanco como la nieve.
Se había dedicado gran parte de su vida al préstamo de dinero, con intereses muy altos.
Siempre fue un hombre de fuerte y mal carácter, y si bien nadie sabía a ciencia cierta cuál había sido el verdadero motivo de su odio o resentimiento al mundo, se suponía, según los rumores que corrían, que debía de ser casi con seguridad, debido la pérdida de algún viejo y apasionado amor.
Un día, como tantos otros, viajó a Turiem, pueblo vecino, para cobrar a sus deudores. El tiempo parecía que no lo ayudaría, pues el cielo se estaba comenzando a teñir de gris oscuro, claro anuncio que en cualquier momento posiblemente comenzaría a caer una fuerte nevada. Su ama de llaves, la señora Escobar, le había advertido en su momento que no saliera, porque podía llegar a enfermarse, pero siendo tan obstinado y testarudo, no escuchó las sanas advertencias y decidió salir igual.
Era sin lugar a dudas, de aquellas personas en las que primero estaba el dinero antes que cualquier otra cosa, incluso su propia salud.
Ese día cobró a todas aquellas personas a las que en su momento les había prestado dinero: a los que pagaban en forma, sólo les cobraba y no les decía ni gracias ni hasta luego; en cambio a los que le avisaban que se retrasarían, los amenazaba con que si lo hacían por segunda vez, les quitaría todo lo que poseían y se iba pegando fuertes portazos; y los que se habían retrasado por segunda vez, directamente les daba un ultimátum diciéndoles de muy mal modo, que desalojasen sus hogares en menos de una semana. Así fue que en su recorrido, llegó a una pobre familia, compuesta por una viuda y sus dos hijos, que siempre que iba a cobrar el señor Crapchuss nunca estaban. El anciano de verdad nunca los había visto. Llegó a la casa: un lugar muy humilde, toda construida con madera, el techo se veía torcido, y las paredes inclinadas hacia un lado. Parecía que si venía apenas una pequeña brisa, la casa se desarmaría por completo.
Golpeó fuerte la puerta con su bastón hasta que una mujer abrió; tenía aspecto de ser buena gente, carita redonda, de ojos tristes y muy delgada, inocultables ojeras grandes y la piel bastante arrugada, pero se notaba que no era precisamente por años sino por cansancio. Una cofia en la cabeza sujetaba muy bien su cabello, pero igual le salían algunas mechas de pelos amarillos que parecían castaños por lo sucios. Su pollera gris se veía bastante rota, y a sus pies los cubrían pieles de algún animal. A juzgar por su apariencia, parecía no tener dinero para ropa y mucho menos para comprarse calzado. El anciano la miró con un profundo desprecio, como si fuera nada más un costal de comida pudriéndose, y tal vez sin percatarse o haciendo caso omiso del deliberado insulto, la humilde mujer sin más, lo invitó a pasar. El anciano entró a la casa, que no era muy diferente a lo que era de afuera; sólo había una camita en un rincón, una raída colcha tirada en el piso con una almohada, parecía que alguien dormía allí; le seguía detrás, una mesita con tres platos de madera, dos sillas y un cajón que hacía las veces de banqueta. En el resto de la casa, en otros rincones, se encontraban ropa apilada bien acomodada, utensilios de cocina bien ordenados y en una esquina, una cocina a leña, que era donde seguramente cocinaba la mujer.
–Muy bien señora, vengo a cobrar mi deuda de este mes y del pasado, ¡quiero mi dinero! –dijo el anciano en un fuerte y reclamador tono.
–Señor Crapchuss –dijo ella con una voz más suave y temerosa– aquí tengo su dinero – y le entregó una bolsita de tela con un par de monedas. El viejo prácticamente se la arrancó de las manos de un tirón y las contó. Luego, apretó fuerte la bolsa, la miró con mucho odio y le dijo:
–Pero esto no cubre ni la mitad del mes pasado. . . ¡esto es una burla mujer!
–Le pido que me perdone pero fue lo único que logré juntar en estos meses. Vendí todo los muebles que tenía, téngame paciencia, ¡espéreme por favor! estoy buscando un tercer trabajo pero se me está haciendo difícil, me está costando mucho.
–Sus problemas a mí no me importan –interrumpió enojado y en voz más alta– sabe muy bien qué pasa si no me paga.
–No me interesa si tiene hasta las polillas de esta casa trabajando para poder mantenerse; había un trato, su marido y usted hicieron un acuerdo conmigo sabiendo cuáles eran los riesgos, así que ahora, aténgase a ellos.
–¡Noooooooooo, por favor no me quite la casa! –suplicó ella llorando mientras se arrastraba de rodillas– no tengo donde ir, tenga compasión; mire, puedo trabajar para usted si quiere, haré lo que me pida pero no me quite mi casa. . . mis hijos no tendrían donde vivir ¡por favor señor!
–Olvídese. Esto llegó hasta acá, tiene una semana para dejar esta mugrosa casa. Usted y sus roñosos chicuelos tendrán que irse, y si cuando regreso en una semana aún están aquí, usted irá a la cárcel y ellos a un orfanato.
El anciano se fue dando un fuerte portazo, dejando a la desdichada mujer llorando desconsoladamente. Subió a su caballo y comenzó el regreso a su mansión; parecía que el tiempo no lo ayudaría mucho, pues en milésimas de segundos comenzó a nevar copiosamente, como si el clima de alguna manera, tratando de hacer justicia, lo castigaba por su maldad. Su caballo apenas podía galopar, el viento soplaba muy fuerte, y la nieve, cada vez se hacía más gruesa y caía en grandes cantidades.
Al llegar a su mansión, su ama de llaves le abrió la puerta principal y lo ayudó a bajar del caballo. El viejo estaba exhausto, tiritaba como una hoja. Lo llevó a su cuarto y lo ayudó a acostarse. Al cabo de unos minutos comenzó a levantar mucha temperatura, estaba todo transpirado y volaba en fiebre.
Con el correr de los días su empleada lo cuidó lo mejor que pudo, pero el anciano no mejoraba, ni tampoco su mal carácter se suavizaba. Entonces, la mañana del día viernes, llegó el médico del pueblo: el doctor Oferio Azpiasu. Era quizás, el único amigo del Señor Crapchuss, por así decirlo, porque lo visitaba en varias ocasiones, se conocían desde jóvenes, aunque Oferio en su madurez, no había cambiado tanto como el Señor Crapchuss.
–¿Cómo te encuentras viejo amigo?
–¿Cómo me ves Oferio? por favor, no preguntes idioteces –contestó sarcásticamente el anciano.
–Jajaja, bueno me alegra saber que sigues manteniendo ese dulce carácter tuyo pese a tu alta fiebre;eso es bueno.
–Si viniste a burlarte puedes ir marchándote, no te necesito.
–Bueno tampoco seas así, sólo era una broma, vine a curarte.
–Deja, mi esclava me cuida muy bien.
–Mmmm. . . no tendrías que llamar así a tu ama de llaves; pese a todo, te cuida como si fueras de su propia sangre.
–Me cuida porque sabe que si me muero se quedará en la calle, y ahí hay frío y hambre; hace todo lo que hace por puro interés nada más.
–Bueno, mira Lisandro: no vine a pelear por cómo te diriges a la gente, no tengo ganas de tener otra de nuestras eternas peleas. Vine a revisarte y ver como estabas.
–Ya me viste y revisaste apenas llegaste; no dijiste hola que ya me estabas poniendo un palo en la lengua y un termómetro en el brazo; o sea que ya cumpliste con tu trabajo, ahora puedes irte.
–Escúchame Lisandro –dijo el doctor más suave y preocupado– mira no voy andar con rodeos y menos contigo, pero necesito serte muy claro.
–¿Qué quieres?, no me vengas con que me voy a morir porque estuve en situaciones peores y no creo que una pequeña nevada me vaya afectar, me curaré muy rápido, ya verás.
En ese momento comenzó a toser muy fuerte, se le llenaron los ojos de lágrimas por el esfuerzo. El médico le acercó un vaso de agua, pero él se lo revoleó por el piso. No paraba de toser, su cara se tornaba rojiza por el esfuerzo, hasta que luego de un buen rato la crisis cesó.
–¡Santo cielos! parece que se me va a salir el pecho en cualquier momento; sentía que empezaba a largar parte mis pulmones –hablaba como si se estuviera ahogando.
–Lisandro, mira, la cosa no es tan fácil. Tienes una pulmonía de aquellas y hablando con tu ama de llaves, ella te ha cuidado y ha estado dándote una medicación muy buena; ya tendría que haber bajado la fiebre y disminuido la tos. . .
–¿Qué me estás queriendo decir con eso? frunció el ceño y sus ojos se impregnaron de furia.
El médico se sentó en la cama y lo miró con mucha tristeza.
–Lisandro –dijo Oferio suavemente, con sus ojos llenos de compasión– amigo. . . mira, creo que tu enfermedad no se está deteniendo, tu cuerpo no está respondiendo como antes, si no mejoras en unos días puedes empeorar más y. . . ¿me entiendes?
El obstinado anciano furibundo levantó la voz y preguntó:
–¿Qué me puede pasar?
–Amigo si no te alivias en unos días, puedes llegar a morir.
–¡Jamás!, a mí aún no me llegó la hora –se le llenaron los ojos de lágrimas, parecía un niño asustado.
–Cálmate ¿sí? –el médico intentaba a duras penas tranquilizarlo– trata de no exaltarte, eso no te hará bien.
–¡Fuera! ¡vete de mi cuarto! ¡largo, sal de mi casa! ¡y no vuelvas más con tus estúpidas mentiras!
–Lisandro por Dios. . . –su amigo hablaba a modo de súplica– por favor escúchame, relájate, tienes que seguir tomando la medicación que te da tu ama de llaves y yo la reforzaré con más pero por favor cuídate. Te guste o no te guste, me tendrás por aquí a diario, aunque me insultes, aunque me grites, vendré a controlarte, amigo.
–Por un demonio vete, lárgate, no te quiero ver más ni a ti ni a tu estúpida cara, y le comenzó a tirar con lo que tenía.
El médico ante tales gritos de agravios e insultos, tomó rápidamente su maletín y su abrigo, con el cual se cubría la cabeza para protegerse de las cosas que su convaleciente amigo le tiraba, y sin más, salió presuroso del cuarto.
Esa misma tarde, el anciano ordenó cerrar todas las ventanas de la casa para que no entrara la luz de afuera. La mansión en pocos minutos quedó toda a oscuras; siempre parecía de noche adentro por más que hubiese una intensa claridad afuera.
En la mañana del sábado, el ama de llaves entró al cuarto del señor Crapchuss llevándole su respectivo desayuno. El anciano al parecer, había estado despierto desde mucho antes que amaneciera.
–¿Señor? –lo llamó– tiene que tratar de descansar, no le hará bien no dormir, también pruebe de comer un poco más, no tocó casi la cena de anoche. Si sigue así, de seguro empeorará. Le traigo también su medicación. . .
–¿Para qué? –contestó mirando al techo con la vista perdida.
–¿Cómo para qué?; para que se mejore Señor. Lo queremos sano y fuerte como siempre.
–Tú me quieres por interés mujer, no finjas. Todos en esta casa me quieren por interés. . . los lacayos de Turiem deben estar esperando que me muera, deben haber ido a pedirle, a suplicarle a los santos para que me muera.
–Señor no diga eso, acá no lo queremos por lo que nos da ¿sabe?, yo lo quiero por lo que es. Sé que detrás de ese aparentemente duro corazón, existe un hombre que no dudaría en lo más mínimo de ofrecer bondad si las circunstancias así se lo pidiesen.
–¿Cómo te atreves? –la fulminó con la mirada.
–Le pido mil disculpas Señor por mi atolondramiento, no fue mi intención. . .
–Muy bien, puedes retirarte.
–Con su permiso entonces.
Le acomodó las colchas y se dirigió hacia la puerta; pero antes de salir se dio vuelta. . .
–Señor, disculpe de nuevo. Me había olvidado de decirle, que ayer al mediodía, luego de que se fue el doctor vino una mujer a verlo.
–¿Una mujer? –dijo él con cara de intrigado.
–Sí. Parecía que le urgía verlo; dijo que tenía un recado para usted, pero yo no lo quise molestar porque me pareció una imprudencia, por cómo quedó luego de la visita del médico. . . mostraba mucho interés en hablar con usted.
–Seguro que quería dinero, ¿qué más puede querer alguien de mí? Esa gentuza puede ver que me estoy muriendo y no va a parar de pedirme cosas.
–Pues no fue lo que ella dijo Señor.
–¿Ah no? –agregó él con cara de desconcierto.
–No Señor, dijo que ella sabía de alguien que lo podía curar.
–¿Cómo?
–Sí señor. Parecía que sabía muy bien cuál era su estado.
–Seguro que ese doctorcito metiche le dijo algo.
–No Señor, porque el doctor salió, y ella llegó en menos de un minuto y golpeó la puerta; yo lo miré cuando él se subió a su carruaje y bajaba rumbo al pueblo, de manera que. . . créame sin dudarlo: no vi que se detuviera en ningún momento. Es más, yo diría incluso que viajaba bastante rápido. . .
–Entonces ¿cómo demonios sabía ella de mí?
–comenzó a poner cara de asombro– mmm mis deudores deben estar conspirando en mi contra.
–Yo no creo que sea nada de eso Señor; por lo que se veía, ella dijo que conocía alguien que podía curarlo.
–¿Que me puede curar?
–Sí señor. Que conocía alguien, es más, para serle más clara, dijo que sabía quién lo podía salvar de la muerte, pero que dependía de usted, si quería o no –dijo muy preocupada la señora Escobar acercándose a la cama.
–¿Y qué más dijo?
–Bueno, dijo también que para eso, usted tendría que invitarlo a la casa para que él lo visite.
–¿Y cómo se supone que lo voy a invitar si ni siquiera sé quién es ni dónde vive?
–Bueno, dijo que la única forma que de que venga es por una invitación suya; y además tiene que ser por alguien que lo recomiende, en este caso tendría que ser ella.
–¿Usted, conoce a esa mujer?
–No Señor, nunca en mi vida la había visto.
–¿Entonces cómo vamos hacer para avisarle que traiga a ese hombre? si ni siquiera sabemos quién es, mmm no será una especie de curandero ¿no? Odio a la gente que se gana la vida de esa forma tan vulgar.
–Bueno eso mismo le pregunté yo, pero dijo que no era ningún curandero, pero sí que si usted quería que él viniera, él lo haría. De todos modos ella volverá hoy a la misma hora que ayer, así que no nos queda más remedio que esperar.
–¡¡Ah entonces regresará!!
– Sí señor, dígame qué le digo.
–Esto suena muy extraño. Espero que no se trate de ninguna timadora o ladrones de casas, que abusan al saber que uno está enfermo para meterse a la casa y sacarle lo poco que uno tiene.
En ese momento la señora Escobar hizo un blanqueo de ojos, sin que el viejo la viese.
–Muy bien –dijo y la miró, y ella justo cambió la cara para que no se diera cuenta de su pequeña burla– cuando venga dile que entre a verme, y sabremos de qué demonios habla esta mujer.
–Como usted diga Señor, apenas se presente hoy al mediodía, la haré pasar ante usted.
La mucama pegó media vuelta y se retiró del cuarto.



CAPÍTULO II



El aviso del Extraño


Ese medio día, la nieve se había acumulado más que en los días anteriores. Las puertas tenían más de un metro cubierto, había caído una fuerte nevada durante la noche.
La señora Escobar preparaba temprano el almuerzo del anciano. Se sentía muy angustiada sabiendo que él no estaba durmiendo bien y que su enfermedad, presentía, poco a poco se iba agravando. El sólo pensar en las posibles consecuencias le quitaba el sueño, la perturbaba.
Una vez que tuvo todo listo, le llevó la comida, golpeó una sola vez la puerta y el anciano gritó “adelante”. El cuarto estaba igual que el resto de la casa: a oscuras.
Le acercó la bandeja y el viejo le dijo intrigado:
–¿Y… ya vino?
–No, Señor.
–Ya sabes qué hacer apenas llegue; avísame, quiero saber más sobre ella y del misterioso hombre del que habla.
–Muy bien Señor, no se preocupe, yo le avisaré.
Diciendo estas palabras abandonó el cuarto.
Con el correr de la próxima hora, el señor Crapchuss se la pasó llamando al ama de llaves para saber si la extraña mujer se había hecho presente. La pobre iba y venía corriendo, acudiendo a cada reclamo del anciano, siempre para decirle lo mismo: que no tenía señales de ella. En una de esas idas y venidas, llegó a decirle incluso, que dudaba mucho que viniera ya que la nevada de la noche anterior había sido muy fuerte, lo cual dificultaba demasiado la llegada a la mansión, “él dijo que si realmente quiere venir, lo haría”.
Los demás empleados, queriendo alentarla un poco, le decían que por qué se dejaba tratar así, por qué no dejaba que la enfermedad del amo de la casa tomara su curso; ella decía que no, que hasta la persona más vil se merecía otra oportunidad.
Pasado el mediodía, la extraña mujer que casi todo el mundo esperaba, no llegaba.
En uno de los viajes al cuarto del anciano, iba caminando por los enormes pasillos de la casa, de techos altos y ventanales gigantes, todo a oscuras; siempre sosteniendo una vela, ya que eran pocos los candelabros de la casa que estaban encendidos. De repente sintió un “toc toc”, como si golpearan un vidrio. Miró hacia ambos lados para ver de cuál de las ventanas podía venir, detuvo un segundo el paso y se quedó a la espera de otro golpe, y en efecto escuchó otro “toc toc”. Lentamente se fue acercando a una de las ventanas que tenía a su derecha y volvió a sentir lo mismo; corrió un poco una de las pesadas cortinas para ver qué era lo que provocaba ese ruido. Se sorprendió lo que vio: era la extraña mujer cubierta de cabeza a pies con una capa, congelada prácticamente hasta los huesos. Rápida, asentó la vela en el piso, corrió y abrió un poco la ventana para que la mujer pudiera entrar, pero para su sorpresa, le hizo un gesto de que no quería pasar. Ante la increíble negativa, la señora Escobar le dijo:
–Pase, se congelará ahí afuera.
–No gracias –se disculpó la mujer muy amablemente.
–Pero ¿por qué no golpeó la puerta principal?
–Porque parecía que había mucha gente pendiente de que llegara alguien, y además, sólo me interesaba verla a usted. Desde hace rato que vengo vigilando por esta ventana que tiene un poco abierta la cortina, que va y viene, de un lugar a otro.
–Sí, es verdad; es que mi amo me llama a cada rato preguntando por su visita. . . pero por favor pase, mi amo quiere verla.
–No, de ninguna manera, él no puede verme, sabe muy bien cómo es él –contestó la mujer algo asustada– dígame qué dijo ¿quiere que vengan a salvarlo o no?
–Sí, sí, pero antes quiere hablar con usted para saber qué métodos usa ese conocido suyo, ya que si no es médico quiere saber cómo lo podría ayudar.
–Mire –comenzó a bajar la voz– venga, acérquese un poco.
–¿Qué sucede?
–Muchos de los métodos que usa este extraño hombre la verdad, no lo sé –contestó la mujer hablando muy por lo bajo intrigantemente– sólo sé que lo puede salvar, pero eso no le diga a su amo; nada más dígale que esta noche al tocar el reloj las doce y media, este hombre se presentará.
–Muy bien, así lo haré pero, ¿cómo se llama?
–No se preocupe, él se lo dirá, si lo ve conveniente; únicamente le puedo decir que se hace llamar “ El Narrador”
–¿El Narrador?
–Sí.
–Y usted, ¿vendrá con él?
–No, él vendrá solo, recuerde: a las doce y media de la noche se presentará ante su amo.
La extraña mujer se dio vuelta y empezó a correr con mucha prisa, y el ama de llaves, comenzó a los gritos a llamarla, a decirle que esperara, que quería saber más, pero la mujer no paró, sólo corrió y corrió hasta que se perdió de vista.
En ese mismo momento, el anciano comenzó a gritar clamando por el ama de llaves. Ella lo alcanzó a oír, cerró entonces las ventanas, corrió la cortina, tomó la vela y se dirigió con urgencia al cuarto del viejo. Al llegar, ni siquiera tocó, y con euforia entró sin permiso gritando:
–¡Ya vino Señor!
–¿Cómo que ya vino? ¿Quién vino mujer?
–¡¡La extraña Amo, la extraña ya vino!!
–¿Y? tráela ya para acá. –dijo el anciano a los gritos.
–Es que se fue señor, vino rápidamente y se fue.
–¿Cómo que se fue? te dejé bien en claro que quería verla, que necesitaba hablar con ella, eres una inútil–comenzó recriminando a los gritos.
–Lo sé señor, le pido mil disculpas, no fue mi intención desobedecerlo –le decía la señora Escobar, suplicante– pero ni siquiera tocó la puerta, la encontré debajo de una ventana. Yo me dirigía hacia acá señor, cuando ella golpeó una ventana, yo me asomé a ver quién era. . . ¡y era ella señor!
–¿Pero qué clase de mujer es ésa, que golpea una ventana en vez de una puerta? –dijo sorprendido el anciano– y. . . ¿por qué no quiso verme?
–No lo sé. Lo primero que me dijo, fue si usted había aceptado la ayuda de su conocido y le dije que sí.
–¿Y qué más. . .?
–Bueno, que el hombre vendría hoy cerca de la medianoche, más precisamente cuando el reloj anuncie las doce y media.
La señora Escobar comenzó a contarle todo lo que había hablado con la mujer y cómo había huido.
El anciano quedó en silencio un rato y luego dijo:
–Muy bien, habrá que esperar entonces; tú, ya retírate, no te necesito.
La señora Escobar abandonó el cuarto sin decir más nada. . .

El día comenzó a correr más despacio, parecía que las horas no pasaban más; el atardecer se hizo lento y ansioso para los habitantes de la casa. Cuando al fin se hizo de noche, el ama de llaves dio la cena al anciano, entre ellos no cruzaron palabra alguna y acto seguido ella se retiró.
En la cocina, por ese entonces, estaban todos los empleados, algunos charlando, otros contándose viejas cuitas; la cocinera se entretenía preparando una mezcla para hornear unas galletas de chocolate con la pretensión de dejarlas listas para la mañana siguiente; la mucama doblaba sábanas en un rincón, y el jardinero conversaba con la señora Escobar, que acababa de sumarse a la reunión, y sentados a la mesa, tomaban un té. Todo transcurría apacible, cotidiano, nada fuera de lo común. . . hasta que a las veintitrés y cuarenta y cinco algo inesperado sucedió que alarmó a todos: un fuerte chasquido se escuchó, que invadió por completo toda la casa. Miraron hacia donde al parecer ese extraño ruido venía, hasta que advirtieron que la puerta de la cocina industrial se abría; la cocinera intentó acercarse para cerrarla, pero en ese momento se abrió por completo y una gran llamarada de fuego salió, como así también, por todos los lados de la cocina. El piso comenzó a temblar, y ollas, cubiertos, copas, se desplomaban a la deriva. El jardinero y la señora Escobar saltaron de la silla, y la mucama gritó:
–¿Qué está sucediendo?
–¡No lo sé! –gritó el jardinero; sus voces eran tapadas por el ruido del temblor y de las cosas cayéndose.
–¡Miren! –exclamó la cocinera– y en el gran recipiente donde estaba haciendo la masa para las galletas, el cucharón giraba demasiado rápido, como si alguien lo estuviera manejando frenéticamente –está embrujado– empezó a gritar despavorida.
Asustados, todos se dirigieron a la puerta y quisieron abrirla, pero no lo lograron, pues estaba atorada; luego intentaron lo mismo con la puerta que llevaba al patio y el resultado fue igual. . .


Mientras tanto. . . en el cuarto del señor Crapchuss, pasaban cosas iguales o más extrañas que en el resto de la casa: la colcha que lo cubría de repente se elevó hacia el techo y comenzó a girar; las ventanas empezaron a temblar como si alguien tirara de ellas para abrirlas, y el hogar que tenía a un lado de su cuarto levantó una fuerte llamarada que llegó casi hasta el techo. La cama del anciano comenzó a sacudirse; intentó pararse para salir pero le fue imposible, no podía bajar de la cama. . .


Al mismo tiempo en la cocina. . .
–¡Dios mío! –dijo asombrada la señora Escobar y apuntó con su dedo hacia una mesada.
Todos miraron y vieron que la masa de las galletas comenzó a caer en una bandeja de a poco tomando forma de galletas redondas; luego, cuando hubo de vaciarse el recipiente, la fuente parecía cobrar vida, se suspendió, se dirigió hacia el horno, se introdujo, y éste cerró. El fuego dejó de salir y la puerta por donde se cargaba la leña, también se cerró.
Todos quedaron boquiabiertos de lo que habían sido testigos. De repente, el temblor desapareció y sólo se escuchó el galopar de varios caballos aproximarse. Miraron por las pequeñas ventanas pero nada vieron afuera. El ruido cesó abruptamente y a los pocos segundos se sintió un fuerte golpe.
–¿Qué es eso? –preguntó la cocinera.
–Son las puertas del frente, alguien está tocando– respondió la señora Escobar.
–¿Quién será, señora Escobar? –trató de saber la mucama.
–No lo sé –contestó, hasta que con cara de asustada preguntó: ¿Qué hora es?
–Las doce menos diez –confirmó el jardinero observando el reloj de la cocina– es él, el hombre que viene a ver al amo –y miró a todos con cierta cómplice intriga.
Ni bien acabaron de escuchar estas palabras, se sintió un crujido, y la puerta que daba entrada al vestíbulo se abrió. El ama de llaves tomó una vela convirtiéndose en cabecera de grupo, y comenzaron a caminar muy lentamente, cual experimentados exploradores, rumbo a las puertas principales. . . en la casa, producto del inesperado temblor, habían quedado unos cuantos cuadros torcidos, algunos candelabros estaban apagados. Caminaban bien juntos y cautelosos por el gran pasillo sintiendo cómo las puertas a las que se dirigían, eran golpeadas fuertemente. A esta altura de las circunstancias, ninguno se acordaba del anciano, ni nadie se preocupó por saber si estaba bien o mal; en realidad sólo iban concentrados en saber quién podía estar del otro lado de las puertas. Cuando al fin llegaron al lugar, todos le dieron un pequeño empujón a la señora Escobar para que abriera. Ella, sosteniendo la vela con la mano derecha, comenzó a extender la izquierda temblando de miedo hasta que la abrió: quedaron todos estupefactos, anonadados.


CAPITULO III



El Narrador


La señora Escobar quedó pasmada cuando vio un gran carruaje que se había estacionado en frente de la mansión. Salió por una de las puertas acompañada en fila india por el resto del personal, el jardinero, la cocinera y la mucama, todos boquiabiertos. Si bien los faroles de la entrada no daban una buena luminosidad y había una densa niebla, el coche parecía que poco a poco se iba descubriendo frente a sus espectadores, que no dejaban de asombrarse por su lujo y exquisitez, asimilable sólo a lo propio de un rey. Tenía seis caballos: el primero, que hacía la punta, era blanco, y los otros que lo secundaban, negros. Estos maravillosos corceles llevaban gorros en sus cabezas, de donde les salían unas impactantes plumas negras, sin dejar de mencionar, por cierto, como corolario de tal opulencia, la montura de fino cuero con detalles en plata. Conducía este bello carruaje, un hombre grandote con galera alta, y con el rostro cubierto por la solapa del imponente sobretodo que llevaba. El vehículo era todo negro y muy bien lustrado, con semblantes de oro y plata; en ambas puertas se podía advertir a simple vista, un sobresaliente gran escudo de oro en forma de un ave fénix con extraña terminación en la cola. Estaba todo tan limpio y pulcro por fuera, que los empleados cuando se asomaban con la lámpara que llevaban, se vieron reflejados como si se estuviesen mirando en un espejo.
De repente se abrió la puerta del coche y se desplegaron unas pequeñas escaleras hasta unos centímetros del piso. Dentro, estaba muy oscuro. . ., de pronto, apareció un pie en el primer peldaño, con zapato de hebilla dorada, y luego otro; un hombre muy elegante comenzó a descender. Llevaba unas medias blancas que le llegaban casi hasta las rodillas, le seguía un pantalón negro que luego, un saco del mismo color con botones de plata, lo cubría. Del pecho, asomaba una camisa blanca con volados que le llegaban hasta el cuello, y allí, algo parecido a un pañuelo, le cubría la garganta, engalanado con un prendedor con la letra “A”. Completaba su aristocrática vestimenta, una gran capa negra con los bordes de seda en igual tono, que caía pesadamente cubriéndole todo su cuerpo. En su cabeza, se podía reparar con agrado, un sombrero de considerable tamaño, que terminaba en tres puntas, a su vez, ornamentado sobriamente con plumas blanco níveo, y cubría casi toda su cara: sólo se apreciaban sus labios rojos como la sangre, fino el de arriba y algo grueso el de abajo, esbozando una pequeña sonrisa rodeada por una barba negro azabache, de impecable corte candado, que parecía dibujada magistralmente en su cara. Su tez, blanca como el mármol, resaltaba en medio de su larga y bien oscura cabellera enrulada que le llegaba casi a la altura de los codos. Era tal la cantidad de rulos en forma de tirabuzón que tenía, tan cuidados, tan parejos, que levantaban algo de pícara sospecha, de que si eran naturales o bien una peluca. Sus manos estaban enfundadas en señoriales guantes de cuero, y un gran anillo con una piedra blanca se destacaba en el anular de su mano derecha. Con esta misma mano, sostenía un elegante y negro bastón de madera, el cual tenía tallado un ave fénix con las alas abiertas en la punta.
Los empleados se encorvaron y se quedaron sorprendidos, absortos por la elegancia de aquel hombre al que sólo se le veía una sonrisa en el rostro. Él lentamente se les acercó y amablemente les dijo:
–Muy buenas noches damas y caballeros –todos pudieron apreciar su cautivante sonrisa y sus dientes extremadamente blancos, perfectos. Su estampa obligaba al respeto.
–Este, mmm este. . . perdone, no lo tome a mal pero usted ¿quién es? –dijo la señora Escobar con un entrecortado hilo de voz que le salía por los mismos nervios.
–Soy una visita del señor Crapchuss, sé que me espera, ¿podría ser usted tan amable de llevarme ante él?
–Sí claro, por supuesto, pase por aquí.
En ese momento todos los empleados, que seguían amontonados y con los ojos bien abiertos, se hicieron a un lado, el misterioso hombre caminó unos pocos pasos y se paró frente a las grandes puertas. De repente la hoja que estaba cerrada se abrió de golpe, dando la sensación de que alguien la hubiese empujado violentamente. Cuando ambas ya hubieron de estar abiertas completamente, una pequeña brisa cálida, extrañamente entró a la mansión. Todos, excepto el visitante, miraron hacia un lado de las montañas donde estaba el carruaje, y empequeñecieron los ojos por la brisa que en alguna medida castigaba sus rostros, preguntándose con recelo de dónde provenía aquel fresco aire. . .
–Muy bien Señora, después de usted –interrumpió el hombre recién llegado.
El ama de llaves le indicó que entrara a la cavernosa mansión, apenas iluminada por los pocos candelabros que habían quedado encendidos. Ella se adelantó, y muy despacio comenzó a caminar. Parecía bastante asustada, cualquiera diría que estaba entrando a la cueva de un lobo, por la forma que temblaba. El elegante caballero se dio cuenta de ese detalle con sólo verle la mano con que sostenía la lámpara. Los empleados se asomaron por la abertura de la puerta mirando cómo la señora Escobar escoltaba al misterioso hombre al interior de la mansión.
Y así, señora y allegado, comenzaron la caminata rumbo a los aposentos del señor Crapchuss. Ni bien empezaron a avanzar por el gran pasillo, de grandes columnas con algunos pocos candelabros alumbrando, algo insólito comenzó a suceder: a medida que el hombre iba pasando, los que estaban apagados se encendieron, las pesadas cortinas que estaban cerradas se corrían, los altos ventanales que estaban de cada lado del pasillo, se abrían. . ., y una agitada brisa con olor a flores se comenzó a sentir. Al percatarse la señora Escobar de tal circunstancia, desconcertada y en averiguaciones, se agachó y fisgó para todos lados en búsqueda de respuesta, pero no alcanzó a lograrlo: de repente, sin querer se tropezó y la lámpara que tenía fue a dar al suelo. Miró entonces aterrada a ningún lugar fijo y el misterioso acompañante le dijo “no se asuste señora, todo estará bien… siga usted caminando” y luego la ayudó a incorporarse; ella quiso rescatar la lámpara caída, y que ya se había apagado, pero él insistió en que la dejara, que no era importante, que no era necesaria, que prosiguiera hacia donde el enfermo anciano se encontraba, siempre con una sonrisa en los labios. Comenzaron a subir las grandes escaleras y todo seguía igual: por donde pasaba el hombre, se prendían las velas, se corrían las cortinas, las ventanas se abrían, y a él en ningún momento se le borraba esa pequeña sonrisa de pícaro.
Al final de las escaleras, caminaron por un pasillo de varias puertas, eran cuartos cerrados, que al igual de lo que venía ocurriendo, se abrían, e incluso también todas las ventanas de sus interiores. . . al fin llegaron hasta donde estaba el cuarto del anciano. Cuando la señora Escobar se dispuso a golpear, el caballero cortésmente le habló:
–Disculpe amable señora, permítame a mí –miró las puertas y ambas se abrieron.
Parecía que en el cuarto había pasado un gran huracán: las cortinas estaban abiertas de par en par, los cuadros torcidos, varios adornos tirados en el piso, debajo del ropero se divisaba una gran montaña de ropa desparramada, y arriba del hogar, había quedado la marca negra de la gran llamarada. El señor Crapchuss, tapado hasta la cabeza con las colchas como si estuviera asustado, empezó a bajar las sábanas hasta que asomó su puntiaguda nariz de canilla. . .
–¿Quién es usted? –interrogó atemorizado.
El extraño hombre ingresó al cuarto sin permiso y por detrás de él, la señora Escobar que quedó asombrada cuando vio el gran desorden que había allí; empezó a mirar todo, con los ojos bien abiertos y la boca aún más, no podía creer el gran desorden que había allí.
–Buenas noches mi Señor, vengo a verlo exclusivamente a usted –saludó el extraño hombre; y con una elegante reverencia se inclinó y casi en un susurro le dijo:
–Me puede llamar “El Narrador”.
–¿El qué? –dijo el anciano dejando al descubierto ya su cara y agarrando las sábanas bien fuertes– ¿qué demonios quiere? y ¿cómo se llama realmente?
–Llámeme como le dije señor –le contestó parsimonioso al tiempo que se sacaba el sombrero: tenía una gran cabellera negra, como se suponía llena de rulos, una piel bien blanca, ojos oscuros como si fueran negros, cejas largas que comenzaban siendo finas y luego gruesas al final, una cara un tanto delgada con los pómulos bien marcados.
–¿Es usted el hombre que se supone que me va a curar? –dijo el viejo intrigado y a la vez desconfiado.
–¡Así es!
–Señora Escobar, ¿que estaba sucediendo en la casa? escuché ruidos de ventanas y puertas que se abrían – reclamó información el anciano.
–Es que. . . –y justo el Narrador la interrumpió:
–Déjeme que yo le conteste –y seguía mirando el cuarto del anciano– apenas vi el interior de su casa noté que faltaba vida, y un hogar sin vida no es un hogar; así que decidí abrirle todas las ventanas y ventilarla con una brisa de primavera, para que haya más ganas de vivir aquí, porque es justamente eso lo que le falta a esta casa,al igual que a usted.
–¡Cómo se atreve a hacer semejante atrocidad en mi casa! –exclamó el anciano.
–¿Y cómo se atreve usted? –le recriminó el Narrador siempre con una sonrisa– ¿prohibirse a usted mismo y a la gente que lo rodea, de un espléndido aire?
–Pero está nublado y corre viento helado. . .
–¿Está seguro? –replicó El Narrador, y miró hacia las ventanas; chasqueó los dedos, y las cortinas como cumpliendo órdenes, suavemente se corrieron– yo veo todo lo contrario. Es una hermosa noche, corre viento algo fresco es verdad, pero yo me encargué que en el interior de su, mmm humilde hogar, circule una brisa algo más cálida.
–¡Cierre eso! –gritó furioso el anciano– señora Escobar haga algo –y se cubrió la cara con las colchas mientras vociferaba– ¿quién se cree usted para hacer esto en mi propia casa? ¡¡¡largo de aquí!!!
La señora Escobar se acercó temblorosa a una de las ventanas, pero el Narrador con su apacible sonrisa le hizo un encargo:
–Espere mi querida señora, hágame un favor: mejor, vaya a la cocina y tráigame un té de frutos rojos bien caliente, con cinco cucharaditas de azúcar y con esas deliciosas galletas que hornea la cocinera. Sé muy bien que estaba preparando unas. . . – le guiñó el ojo –y ya que está, dígale al resto del personal, que pueden cerrar las ventanas, pues ya se debe haber ventilado muy bien la casa, y muchísimas gracias señora Escobar.
En ese momento de debajo de las colchas, salió el señor Crapchuss y la miró diciéndole:
–Ni se atreva hacer lo que este hombre le dice, vaya llame al jardinero, a alguien que me lo saque ¡¡¡ ya mismo de mi casa!!!
El Narrador acompañó a la señora Escobar hasta las puertas del cuarto y le dijo en voz baja, sonriente, que se quedara tranquila, que él se encargaría.
Ella salió, él cerró las dos puertas y dándole la espalda al anciano le dijo:
–Dígame señor Crapchuss ¿usted en verdad quiere curarse?
–Sí, pero eso no tiene que ver con que. . .
El Narrador se dio vuelta y sin darle tiempo a que terminara la frase. . .
–Muy bien, entonces demuéstrelo y deje de ser tan odioso y gruñón.
–¡Pagará caro este insulto! –le recriminó el anciano con mirada desafiante– usted no tiene ni idea quien soy yo; no me interesa que sea un pobre ilusionista, ¡pero ya verá quién soy!
–JA! JA! JA! –comenzó a reírse con muchas ganas el Narrador– así que soy un ilusionista y no sé quién es usted, Ja! Ja! Ja! no me haga reír. Yo le diré quién es, y de paso, lo que es un ilusionista. Mire, usted es un viejo ermitaño, egoísta, que sólo piensa en su propio dinero; ni siquiera es capaz de pensar en usted mismo –el Narrador comenzó acercase al anciano y siempre con la sonrisa que lo caracterizaba le seguía diciendo. . .– no le importa si otros pasan hambre por su culpa o si se desviven por usted; es tan egoísta, que casi todo el mundo que lo conoce quiere su muerte.
–¡LÁRGUESE DE MI CASA! –gritó el anciano al borde del paroxismo.
–Grite todo lo que quiera, no me iré hasta que lo haya curado ¿me entendió?
–Ya no me quiero sanar, ¡lárguese!
–¡Sí! se quiere curar y lo hará.
–Usted no me puede obligar. . .
–No, eso es verdad, pero le puedo demostrar que no soy ningún ilusionista –y con esto, la capa del Narrador voló hacia una silla donde cayó bien acomodada– yo le demostraré cómo con algo sencillo lo puedo curar.
–Deje sus trucos baratos ¡y retírese!
–Conque trucos baratos ¿eh? muy bien, veremos lo barato de mis trucos.
Ante la insolente provocación, el Narrador cambió de mano su bastón, por lo que la derecha le quedó libre, entonces la levantó y señalando con el dedo bien estirado, el que poseía el gran anillo, lo apuntó. El anciano comenzó a elevarse lentamente hasta el techo de su cama.
–¿Qué me está haciendo? ¡bájeme!
–Pero cómo. . . ¿no eran trucos baratos? –le dijo el Narrador con ironía– y empezó a formar círculos con la punta del dedo. En ese mismo instante el cuerpo del anciano que estaba flotando en el aire, empezó a girar, y más rápido giraba el dedo, más rápido lo hacía él.
–¡BASTA, BASTA, BASTAAAA! –pidió en un alarido.
–¿No era yo un ilusionista? además no escuché la palabra “por favor”.
–¡BÁJEME, VIEJO ATREVIDO!
–¡Ja!. . . ¿viejo yo? ¡¡y me lo dice un hombre que tiene la cabeza blanca y la cara llena de arrugas como pasas de uvas, jajaja!!
–Bájeme, se lo pido.
–Si dice las palabras necesarias tal vez. . .
–¡Le ordeno que se detenga!
–¡Oh! vamos, no se le van a caer más dientes porque diga ¡por favor! mmm o quizás si. . .
–¡Por favor!
Tras estas desesperadas palabras, el rezongón anciano se detuvo y lentamente descendió hasta su cama, y sus colchas, solas, lo cobijaron nuevamente. El Narrador por su parte, se le acercó, lo miró fijamente, y el viejo, un poco más calmo le preguntó:
–¿Quién es usted?
–Alguien que lo puede ayudar, pero para eso necesito que crea en mí –había algo de ternura en estas palabras, además, acompañadas con una pequeña sonrisa.
Toc toc, se escuchó de repente.
–¡Adelante! –invitó a pasar el Narrador. La señora Escobar entró con una bandeja con una taza de té y un platillo repleto de galletas.
–Déjelo en esa mesa –le indicó– ella quedó sorprendida cuando vio al anciano con los ojos bien abiertos, desorbitados, y el pelo revuelto. De seguro pensó y se preguntó para sus adentros, qué le habría hecho el extraño hombre, pero fuera lo que fuese, lo había dejado callado, lo cual era mucho decir. Apoyó la bandeja y sin pedir permiso se retiró. El cuarto quedó nuevamente cerrado.
–Muy bien, ahora vamos a comenzar –dijo el Narrador, apuntando su dedo a un sillón que estaba en frente de la ventana y ubicado al lado de la mesita, donde la señora Escobar había dejado las cosas. De pronto, como si ambos muebles hubieran cobrado vida, comenzaron a caminar hacia un lado del hogar. El Narrador se dirigió hacia el sillón y se sentó; apoyó su bastón en el respaldo, tomó la taza de té y plácido, bebió un sorbo. . .
–¿Cómo me va a curar?–preguntó Crapchuus atónito.
–Con una historia, ¡con qué más!
–¿Con una historia?
–Sí, exactamente; y al final de ella, usted sabrá qué hacer. Depende de lo que decida, es si se cura o no.
–¡Cómo que depende de lo que decida!
–Sí, depende más que todo, si se quiere curar o no. En fin, usted sabrá qué hacer.
–¿Y de qué trata la historia?
El Narrador asentó la taza, se levantó y fue hacia el anciano, metió su mano en el bolsillo y sacó un polvo de un color violeta y dijo:
–Yo la llamo, “la maldición del sauce” –y sopló el polvo sobre la cara del anciano. . .