jueves, 23 de septiembre de 2010

PRESENTAMOS UN FRAGMENTO DE "La Cabaña Cósmica de Nel Sikuma"


LAS NAVIDADES DE MATILDE

Historia de una princesa del reino de Dinamarca, nacida en la Argentina de América del Sur. Matilde es la protagonista, descendiente de un pueblo poderoso nórdico-escandinavo, cuyas hazañas sembraron de admiración y temor en gran parte de Europa.

Cuando la Dinamarca del Siglo XIX, tras largos encuentros bélicos debe ceder parte de su territorio, un caballero con escudo en alto se aleja del reino, llevando consigo la misión conferida por la hermandad. Navegó los mares del norte y tocó costas Atlánticas. La cruz del sur en el cenit, lo guiaba hacia la Argenta. Un infinito camino, y tan incierta la “Tierra del Oro Espiritual” que hasta dudó de su existencia. Sin embargo allí debía echar anclas y en ese lugar izar la Insignia Ancestral.
La noche se cubrió de estrellas, pero al oeste una brillaba más que las demás: Venus, su irradiación anticipaba de manera clara y directa, que el momento había llegado.
Origen y destino en la campiña cordobesa de la república Argentina. Fueron muchos los inmigrantes que en la búsqueda de una tierra prometida llegaban con la esperanza de una vida de paz y trabajo, donde trocar fusiles por arados.
Aquel caballero no fue la excepción; y lejos de su raíz, construyó el hogar que recibiera a “Matilde” el 30 de Enero de 1894.
Bajo el signo astral de Acuario y portando cántaro de agua viva, una bella y adorable niña viviría con la noble humildad de los campesinos y el porte real y generoso de una Princesa. A veces, su mirada seguía el vuelo de las aves que pasaban rasantes, y se elevaban hasta la torrecilla de algún palacio rescatado del álbum de los recuerdos.
Siguiendo las costumbres de la época, Matilde, de muy jovencita, fue prometida en casamiento y pronto contraería matrimonio con un joven del lugar.
Entonces, el universo conspiró para que la alegría reinara en las páginas de su nueva vida. Paso a paso, llegaron cinco caballeros a la propia corte, su hogar, rodeada de jardines donde crecían flores de áurico perfume: Margaritas, Dalias, Rosas y Azucenas, convertidas en bellas doncellas. Alquimia de la primavera, que no es ajena al amor.
¡Qué lindo era ver una sonrisa en el rostro de Matilde! dijo cierta vez mi padre, uno de sus Caballeros, quienes la cuidaban celosamente.
Matilde se movía con la serenidad que otorga el espíritu Divino. Ni ogros, ni brujas que suelen aparecer en la vida de las princesas, lograron vencerla.

LO SOBRESALIENTE DE ESTA HISTORIA QUE LA HACE INNOLVIDABLE, ES EL MILAGRO DE LAS NAVIDADES.

Es noche buena, y en la campiña aguardan la gran señal. Todos miran al cielo, hasta que resplandece la Estrella de Belén; la misma que guiara a los Reyes Magos.
Los nueve hijos de Matilde, colmaron sus zapatitos con cartas y regalos para el niñito dios. Habían fabricado juguetes con latas y maderas, con telas, lanas y pinturas.
Los niños del mundo así participaban, para que todos los obsequios fueran repartidos en distintas ciudades; hasta las más lejanas aldeas de montañas nevadas participaban de esa ofrenda.
Cuando sus hijos dormían soñando con las sorpresas de Navidad, Matilde caminó en puntas de pie hasta el huerto de los naranjos. La luna plateaba su larga trenza y la joven madre parecía un ángel recortando ramitas con aroma de azahares, que después quitándole su corteza los convertía en los dulces chupetines ansiados por los chicos.
Chupetines de caramelo, eran su presente, la gratificación y el alborozo de todos. Un instante de creatividad y un “milagro” que ella nunca logró explicarse.
Matilde derretía azúcar en la sartén y dejaba caer gotas de aquél almíbar en los palitos de naranjos alineados sobre la mesada de mármol. Rápidamente se cristalizaban las más variadas y divertidas formas, para luego envolver los chupetines con sumo cuidado en papeles transparentes de distintos colores. Después llevaba los dulces al lado de cada cartita dirigida al Niño Dios, las cuales se encontraban firmadas por sus retoños, Margarita, Armando, Alfredo, Dalia, Osvaldo, León, Rosa, Azucena y Oscar.
Exactamente en ese momento, la galería de la casa, los jardines y más allá, eran testigos de un fenómeno de iluminación del que “Ella” participaba año tras año. Esa vivencia fue guardada siempre en lo profundo de su alma.
Perpleja, vio la noche transfigurarse cuando un caballero en corcel alado, descendió con las alforjas repletas de juguetes cumpliendo el anhelo de sus hijos, y complacido cargaba los regalos que los chicos habían preparado.
Matilde, vacilante y sin ser vista, observó un vuelo fugaz que dejaba la estela de aquel caballero desplegando al viento su capa blanca que dejaba traslucir una cruz roja en el medio.
La Insignia de Hermandad, que trajo mi padre a la Argentina. Recordó Matilde.
Sin darse cuenta del misterio develado.

La historia se remonta a los Templarios y su orden militar.
Las hojas de los árboles se agitaron al viento insinuante de la primavera, y las recién llegadas golondrinas revoloteaban alrededor del antiguo campanario que exhibe como auténtico testimonio la Cruz. “Las cruces de la Orden de Cristo, eran rojas sobre fondo blanco”. La Iglesia del Priorato de los Caballeros de la Orden Militar de San Juan de Jerusalén, consagrada como la Orden de los Hospitalarios en los Siglos XI y XII durante las Cruzadas.
Cuando los desplazamientos de peregrinos cristianos a Jerusalén se hicieron muy peligrosos, surgió una milicia creada por sólo nueve caballeros dedicados a vigilar los caminos, que de esa manera resultaban mucho más seguros.
En recompensa, recibieron residencia permanente en el sitio donde antes se alzaba el legendario templo del Rey Salomón.

Así nacieron “LOS TEMPLARIOS”.

Se dice que registrando las ruinas del lugar, los Templarios habrían encontrado reliquias preciosas, objetos divinos como el Arca de la Alianza, el Santo Grial y La Sabiduría de un Conocimiento, en parte científico pero también esotérico, que les permitió crecer y diseminarse por toda Europa.
Los Templarios nórdicos preservaron ese Conocimiento.-

martes, 21 de septiembre de 2010

PRESENTAMOS EL PRIMER CAPITULO DE "Apasionada"


Capítulo I


Cuando el primer rayo del sol rozaba su habitación, Alanis comenzaba a abrir sus ojos. Aquel era otro día más para tratar de descubrir algún sentido que llenara su vida, aquellos días.
Hoy iré a la biblioteca. Seguro podré encontrar en alguno de mis libros una respuesta, aunque sea sólo una. El bosque está muy solitario aún; está por llegar el invierno y es necesario hacer algunas compras. No tardaré demasiado, si salgo ahora, podré tomar el autobús que pasa cerca de aquí. Pensó.
Y así fue. Desayunó y preparó sus cosas. Salió de su casa y percibió que el aire de los tiempos gélidos se aproximaba. Eso era bueno, realmente bueno.
Alanis había heredado aquella biblioteca de su abuela. Y como era la única nieta a la que los libros le agradaban, aceptó ese regalo tan cordial y se propuso convertir aquel lugar en algo que la gente pudiera disfrutar. Desde pequeña ella adoraba los libros y aquel interés cada día crecía más.
Llegó el ómnibus y con él quince kilómetros hasta llegar al pueblo. Se sentó en uno de los asientos que daba a la ventanilla y calma, observaba el paisaje; aquel que la había visto crecer y que siempre se preguntaba porqué ella había decidido ir a vivir sola a aquel bosque, lleno de misterio, tan solitario.
Sin embargo, pasaba bien sus días. Al fin y al cabo ella era una joven sola, no solitaria. Aunque eso, quizá cambiase con el pasar del tiempo. Y además, muy apuesta.
Sus facciones le habían permitido ser considerada, con justa razón, una de las muchachas más bellas de aquella zona, con aquellos ojos verdes y ese pelo negro que llegaba hasta poco antes de su cintura. Poseía una altura considerable y tenía un buen cuerpo.
Pero además la caracterizaba una profunda belleza interior.
Así era Alanis, una joven ocupada por su propio destino, dispuesta a hacer todo lo que estuviera a su alcance para poder llenar ese vacío que a veces se instalaba en ella sin su permiso.
Arribó al pueblo y al bajarse del autobús, pensó por vez primera que aquel lugar había permanecido igual en años. No se le había ocurrido esto antes, pero vio que las personas eran las mismas, los lugares donde comprar no habían sufrido refacciones ni nada parecido, el paisaje, por más humanizado que fuese, era el mismo. Y ella ya tenía veinticuatro años, y todo seguía igual. ¿O quizá era ella la que cambiaba en aquel espacio? Esta pregunta se le ocurrió mientras avanzaba hacia la biblioteca y no le agradaba en absoluto tener que pensar en temas importantes mientras caminaba atendiendo a otros factores.
Al atravesar la acera repleta de personas que compraban, un hombre que vendía flores le ofreció una. Fue sólo un instante que para los demás no existía. Ella miró fijamente los ojos de aquel viejo que podía ser su abuelo y él, esbozando una sonrisa, extendió su mano, con irremediables arrugas que dejaban plasmado el paso de los años, y le dio una rosa blanca. Eran las preferidas de Alanis y en aquel momento se convertían en el mejor regalo posible. Ella la recibió agradeciendo con una sonrisa y una mirada cálida. Y siguió su paso.
La biblioteca no se encontraba tan lejos de donde ella estaba y al fin pudo arribar a la misma. El edificio no representaba a una familia de clase alta, ni lo caracterizaba una arquitectura gótica o romana, sólo se trataba de un espacio que había sido construído varios años atrás, con el propósito de que las personas encontraran en él, palabras verdaderamente significantes, que suenan mejor cuando uno las lee en silencio.
Subió los dos escalones y sacó de su bolsillo las llaves para poder abrir. Al entrar, percibió un aroma que hacía tiempo no lograba recordar. Era el perfume de la casa de su abuela, la cual se encontraba cerca del bosque. Habían pasado ya cinco años que ella había fallecido, y a Alanis le costaba mantener su memoria olfativa. Pero si había algo que quería evitar, era el hecho de olvidar aquellas cosas que, alguna vez, la habían hecho sentir feliz. Y la casa de su abuela era una de esas cosas. No se atrevía a entrar en ella sin que su abuela estuviese allí y fue por eso que poco a poco fue olvidándose de ese aroma que la caracterizaba. Pero lo relevante era que, en aquel día monótono de su vida, normal, igual a los anteriores, ella lo había recordado. Entonces se convenció de que aquello convertía a ese día en algo especial.
Encendió las luces, dejó su bolso en una silla, y comenzó a recorrer los cuatro pasillos con los que contaba la biblioteca. Todo estaba tan ordenado, tan quieto, tan igual, que comenzó a hacer una comparación entre aquello que veía y su propia vida.
Algún libro tendría que caerse, pensó. No puede ser que siempre encuentre este lugar igual. Aunque hay que destacar ese aroma, que aún permanece. Es extraño, es como si de pronto este sitio hubiese adquirido algo de vida. Vida humana, claro. Porque los libros mantienen firme a esta biblioteca. Amo leer. Es algo que me enseñó mi abuela. Y ahora que no esta aquí, al menos físicamente, este amor va creciendo cada día más. Es que en ellos encuentro aquellas palabras que mamá no logra decirme, o que cualquier otra persona no logra pronunciar cuando estoy mal.
Es increíble, los libros hacen que me vuelva vulnerable a los sentidos. Algún día escribiré uno, ahora sólo me ocupo de que estas palabras le lleguen a las personas. Y como ya son las diez, inevitablemente, ha llegado el primer cliente.
Alanis concluyó su monólogo interior y se dirigió hacia el mostrador, donde ya se encontraba el primer cliente.
Cuando se encontró frente a él, vio que se trataba de un extranjero. Su aspecto era agradable, no era de esos que abandonaban su cuidado por caer en los brazos de otro país. El joven le solicitó un libro de drama, escrito por un argentino. Alanis se lo facilitó y él se despidió alegre.
La mañana transcurrió sin grandes acontecimientos y antes de las tres de la tarde ella se encontraba de regreso a su casa.
Cuando llegó, se recostó en su sillón preferido y escuchando una música lenta mientras miraba el paisaje, pensaba:
¿Qué será aquello que los demás llaman amor? O mejor, ¿qué será el amor en mi vida? Puedo contar con los dedos de mi mano las escasas veces que sentí amor, que me enamoré. Aunque esas relaciones duraron relativamente poco. Debe ser que este sentimiento (o decisión) depende de mis características como persona. No soy posesiva, definitivamente soy liberal. Pero esto no es algo que haya ocasionado problemas. Los hombres de los cuales me enamoré han tenido algo en común, ahora que lo pienso: eran personas con objetivos diferentes a los míos. Ellos buscaban adentrarse en el mundo, quizá más de lo debido, eran superficiales y no les agradaba la idea de vivir en un bosque. En fin, ellos buscaban lo opuesto a mí. Pero debo reconocer que a pesar de esto, alguna vez me amaron. Eso es lo que importa. Muchos dicen que vivimos sólo para encontrar a nuestra alma gemela. Mamá decía que la vida era sabia y que ella sabría cuando sería el momento justo para que encontrase en mi camino al hombre de mi vida. Creí fervientemente en sus palabras hasta que vine a vivir sola, aquí en el bosque. El contacto directo con la naturaleza me hizo pensar y reflexionar acerca de todo lo que dicen, piensan, escriben acerca del amor. Sé que es algo importante, que sin él la vida misma no tiene sentido alguno, pero a veces se vuelve complicado distinguir el amor. Y cuando esto ocurre surgen otras cuestiones. Muchas personas utilizan una frase, quizá por costumbre dicen te amo cuando a veces ni siquiera lo sienten. ¿Para qué decir algo que no existe? ¿Para qué aparentar?. No me preocupo, a pesar de todo. Soy joven, tengo apenas veinticuatro años y cuando esa persona llegue, yo lo sabré por el brillo en sus ojos y esa sensación difícil de describir que se siente, según los demás, cuando te encuentras frente a tu complemento.
Alanis era una joven decidida, segura de si misma. Estaba próxima al estereotipo de la perfección. Era alegre, divertida, pasional, impulsiva, intensa.
Aunque a veces se le instalaba en el pecho esa extraña sensación de estar vacía. Y aquellos eran los únicos momentos de su existir en los que su alma no sabía que hacer. Se sentía invadida de algo que no le pertenecía, se encontraba de pronto sola en un mundo de adversidades, donde su única protectora era ella misma. A veces, para escapar de estas situaciones, pensaba, se dejaba llevar por impulsos, hacía cosas de las cuales después no estaba orgullosa. Había buscado miles de veces una explicación a todo esto, pero aún no la encontraba. En verdad, en aquellos momentos sólo quería desaparecer, como si nunca hubiese existido.
El atardecer llegó y se fue sin dejar rastros. Alanis lo observaba calma.
Antes de dormir, acostaba en su cama, volvía a caer en sus pensamientos. Muchos le decían que era bella, realmente bella. Pero, ¿qué era la belleza?.
No sé que entenderán los demás por belleza, pero me pregunto si sólo se fijan en lo exterior. Mamá y papá, por ejemplo, saben apreciar mi belleza en toda su expresión. Es eso lo que ellos siempre me repiten; dicen por un lado que dispongo de todas las herramientas necesarias para atraer a quien quiero. Y por otra parte, me reconocen una persona dulce, dedicada a los demás, pero al mismo tiempo defensora fiel del individualismo, sin caer en lo absurdo y lo extremista, fiel a mi misma, luchadora. En definitiva, una verdadera apasionada de la vida. Pero fuera de todo esto, ¿dónde es que existe la belleza? ¿Es acaso una cualidad del objeto? ¿O simplemente se trata de la mera interpretación del sujeto?
Y así como estaba, acostada mirando el techo de su habitación, el sueño llegó. Y al abrir sus ojos, el sol se filtraba por sus cortinas, anunciando la llegada de un nuevo día.
Hoy también debía ir a su biblioteca, porque las personas tienen ganas de leer todos los días, eso es lo que le había dicho su abuela cuando le entregaba aquello tan preciado para ella.
Y así fue. Repitiendo el mismo itinerario del día anterior, llegó a su biblioteca y comenzaron a venir clientes, de todas las edades, de ambos sexos. Aquella era una biblioteca que guardaba las respuestas a cualquier pregunta que alguien pudiera formularse.
En un momento de la mañana, luego de haber atendido a varias personas e intercambiar algunas palabras con las mismas, se quedó pensando mientras ordenaba libros. Y en su mente, aparecieron imágenes del día anterior y del anterior, y de la semana que ya había pasado. Muchos de esos días tenían algo en común: el hecho de repetir siempre, la misma rutina, el pegajoso itinerario que se instalaba en su cuerpo, sin querer despegarse de ella. Y aquello la dejó un poco melancólica. El mediodía ya estaba sobre el pueblo y Alanis cerró su biblioteca y se dirigió a la plaza que se encontraba en medio del lugar.
Al llegar, se sentó en uno de los bancos que daba a la fuente. Y eso le trajo recuerdos. Cuando era niña, su padre la llevaba allí todas las tardes y le decía que pidiera un deseo, algo que ella en verdad anhelara, y luego le decía que arrojara una moneda de cobre, de las viejas. Alanis ya no recordaba todo lo que una vez había pedido, pero volver allí luego de tanto tiempo, no sólo la hacía pensar en ese momento de su niñez, sino en si misma, en su padre y en el futuro.
Mientras ella recordaba, vio que una niña se acercaba a la fuente, repitiendo lo que ella había hecho tiempo atrás. La imagen la llenó de ternura. Pero aún le preocupaba su vida, tan homogénea, tan igual.
Al atardecer, cuando llegaba a su casa, recordó al joven extranjero que había ido a su biblioteca. Ahora que lo pensaba, él era apuesto. Pero quizá ya era tarde, el chico seguro ya no estaba por allí. Aunque sentía unas terribles ganas de volver a verlo.
Y luego se preguntó:
¿Hace cuánto no salgo con alguien? O mejor, ¿hace cuánto tiempo que no tengo sexo? Si mamá (o cualquier otra persona) supiera lo que estoy preguntándome en este momento, diría que soy una pervertida, que me dejo llevar. Pero es que hay personas que no entienden que el sexo es esencial en la vida de los hombres. Es importante para el organismo. Pero todos prefieren defender su puritanismo antes que aceptar que entre las sábanas se olvidan de los tabúes. Así es la mayoría de la gente. Pero por suerte yo soy realista. Es algo que debo agradecer.-

AGUAS EXTRAÑAS


...Toda la noche mantuvieron el rumbo preestablecido. Ambos se percataban de a ratos de no salirse del curso. Sus años de navegantes les decían que iban por buen camino y sus experiencias les marcaban que estaban haciendo las cosas bien. Pero todo se les derrumbó al ver los primeros rayos del sol, ya que comenzaron a salir por el horizonte que tenían justo por detrás de ellos. Los marinos se miraron incrédulos por lo que estaban viendo. ¿Si el sol estaba por popa al atardecer del día anterior y si no habían cambiado el rumbo en el transcurso de la noche? ¿Por qué el sol volvía a salir, ese día, por popa? Si en realidad debería haber salido por proa. Esas fueron las preguntas que ninguno de los dos supo responder.
Sin modificar el curso, aunque los cielos se les presentaran extraños e ilógicos, al anochecer Mackent tomó una decisión riesgosa.
—¡Echen anclas y mantengan el barco firme en esta posición! —ordenó, al momento en que Kandor le traía la mala noticia de que sólo quedaba un barril de agua.
Mackent obvió esa información ya que si no encontraba una respuesta rápida a lo que les estaba sucediendo, a nadie debería importarle la falta de agua; total de igual modo morirían en esas aguas extrañas.
En la soledad del inmenso mar el Nerida quedó varado y sujeto en la dirección que había navegado todo el día anterior. Con la noche encima notaron otro cambio notorio en el firmamento y controlando que las corrientes no hicieran girar al barco, Mackent le expresó a Kabul:
—Apenas amanezca zarparemos nuevamente.
—¿En que dirección?
—En la que mantuvimos durante todo el día de ayer.
Al día siguiente la sorpresa los envolvió otra vez al escuchar gritar al tripulante que estaba apostado en el carajo.
—¡Estamos salvados! —gritaron algunos marineros.
—¡Yo sabía que nuestro capitán nos llevaría por buen rumbo! —exclamó otro, casi con lágrimas en sus ojos.
Otros reían como locos, algunos lloraban, pero todos sin excepción les daban las gracias a Mackent y a Kabul por haberlos llevado a tierra firme.
Llegando a aguas menos profundas Mackent ordenó detener el barco y junto con Kabul más un grupo reducido de hombres, descendieron en botes.
Remando sobre aguas extremadamente cristalinas y con un verde jade que los deslumbraba, llegaron a la extensa playa que se perdía en ambos extremos del horizonte. Al pisar la suave y blanca arena Kabul le dijo a su amigo:
—Esto no estaba aquí ayer.
—Tienes razón, esto no estaba aquí —comentó Mackent totalmente azorado por la belleza y el misterio que rodeaba a dicho lugar.
Con todos los hombres sobre la playa Mackent ordenó desenvainar las espadas y liderando el grupo les ordenó que lo siguieran.
La hermosa y blanca playa estaba adornada de enormes y frondosas palmeras, algunas muy derechas y otras inclinadas le daban una vista muy peculiar a esas costas. Caminando unos cincuenta metros los hombres, con Mackent a la cabeza, se toparon con una inmensa pared verde. Una tupida selva se erigía frente a ellos. Con el ulular de los pájaros y el aullido de algunos animales, todos tomaron coraje y se internaron en la misma. A fuerza de espadas fueron abriendo una brecha,que les permitía internarse cada vez más profundo en la jungla. Al cabo de una hora, más o menos, Kabul oyó el sonido que hace el agua cuando recorre un camino pedregoso.
—¿Escuchas lo mismo que yo? —le preguntó a Mackent.
—Sí, y parece que viene de allá —dijo Mackent señalando con su mano hacia el frente.
Apurando la marcha y luego de media hora más de caminata, se toparon con una pequeña pradera de pastos cortos y de escasa extensión. A un costado de ella y emergiendo de las entrañas mismas de la selva, que había del otro lado, un manantial de tan solo cuatro metros de ancho recorría toda la extensión de la planicie.
Al ver esa idílica imagen, con alegría pero a su vez con mucha cautela, Mackent y los demás se acercaron a la corriente de agua. Al llegar de sus mochilas extrajeron las cantimplas y comenzaron a llenarlas de agua.

Las cantimplas eran unos recipientes hechos con la vejiga de Sabu, animal criado como ganado y muy apreciado por su carne. A las vejigas se las dejaba secar y luego de curarlas con ungüentos especiales se las cosía y se las forraba con el mismo cuero del Sabu. Estas cantimplas eran muy apreciadas por marineros y expedicionarios, porque en ellas se podía transportar algo más de dos litros de agua la cual se mantenía fresca por mucho tiempo por más que el sol le diera de lleno.

Luego de llenar cada uno su cantimpla, Mackent les ordenó a sus hombres volver al barco y decir al resto de la tripulación que desciendan y se aboquen a llenar las bodegas de agua.
—Vayamos a explorar —le sugirió Mackent a su amigo Kabul.
Sin dudar siguió los pasos de su capitán y los dos comenzaron a caminar arroyo arriba.
Luego de un espacio corto de tiempo y habiendo perdido de vista el lugar donde habían quedado los demás, cruzaron por sobre unas piedras el arroyuelo y tomaron por el recodo que éste hacía hacia el interior de la jungla. Internándose cada vez más dentro de la selva, a lo lejos, a unos quinientos o mil metros aproximadamente, lograron divisar el humo de lo que parecía ser una hoguera. Ambos se miraron y con mucho sigilo caminaron hacia dicha columna de humo. Al llegar se ocultaron detrás de unos matorrales donde lograron ver con sorpresa un espectáculo dantesco y atroz. Sin dejarse ver pudieron observar como un grupo de hombres semidesnudos tiraban al fuego, los restos de lo que parecía ser un humano.
—¿Ves lo que yo estoy viendo? —preguntó Mackent con asombro— dime que estoy alucinando.
—No, no estás alucinando —le replicó Kabul, obnubilado también por lo que estaba observando.
Con la horrorosa imagen pegada en sus retinas Mackent sintió que su amigo le tocaba el hombro y le señalaba hacia un costado donde los demás caníbales se encontraban degustando su aterrador festín. La sorpresa lo invadió, al igual que a Kabul, ya que a pocos metros de la hoguera y colgados de una rama pendían los restos de otros hombres.
—¡Qué asco! —exclamó Kabul— ¿Qué lugar es éste? —se preguntó con cara de repugnancia.
Un poco más atrás observaron un bulto que se movía frenéticamente sobre el piso. Viendo bien de que se trataba se dieron cuenta que era una mujer, totalmente desnuda, atada de pies y manos como un animal salvaje, que luchaba para soltarse de sus ligaduras. Con sorpresa y estupor vieron como esos caníbales se le acercaron y la arrastraron hacia la rama donde pendían los demás despojos humanos. La mujer chillaba igual que chilla un puerco antes de ser sacrificado. Los caníbales la tomaron por las ataduras de los pies y la colgaron cabeza abajo junto a los restantes cuerpos.
El que parecía ser el jefe del grupo se la pasó haciendo ademanes todo el tiempo, como si dictara una tras otra distintas órdenes a los demás; después se acercó a la mujer y la tomó de los cabellos. Ésta con un movimiento frenético se soltó y con todavía pelos en sus dedos, el caníbal le asesto un durísimo golpe en el rostro dejándola casi inconsciente. Después la sujetó nuevamente de los cabellos y con firmeza le inclinó su cabeza hacia atrás dejando expuesto a todos su cuello; de su taparrabo sacó una especie de daga curvada y cuando se la iba a introducir en la garganta, una flecha surcó el aire silbando y se clavó de lleno en el pecho del caníbal. Mackent al percatarse de esa escena, giró repentinamente y vio a su amigo cargar su ballesta nuevamente. El gemido que hizo el caníbal al mirar su pecho ensartado por la flecha fue visto y oído por el resto y mientras se desplomaba ya muerto al piso, los demás tomaron sus rudimentarias armas gritando despavoridos y chillando como locos desaparecieron entre el sombrío y espeso follaje de la selva que los rodeaba.
Escuchando los alaridos de los caníbales cada vez más lejos Mackent y Kabul, decidieron ir a donde se encontraba la mujer. Al llegar al campamento de los salvajes lo primero que vieron fue un pequeño montículo de huesos; más adelante, y en el ardiente fuego de la hoguera un brazo y una pierna asándose. Los gestos de repugnancia y asco de Mackent y Kabul fueron aún mayores cuando llegaron al lugar en donde estaba colgada la mujer, porque junto a ella el resto de otras personas pendían descuartizadas. Con sumo cuidado la desataron y la pusieron sobre el piso tratando de no golpearla. Cuando recobró los sentidos comenzó a gritar despavorida como antes de que la ataran.
—¡Haz que se calle! —exclamó Kabul— o los salvajes nos descubrirán.
Mientras le tapaba la boca con su mano Mackent intentaba por todos los medios en convencer a la mujer de que dejara de gritar.
—No te haremos daño— le decía una y otra vez, tratando de calmarla.
Luego de forcejear, morder y patalear como loca por unos minutos, la desesperada mujer, se dio cuenta de que no le harían daño y cesó con sus gritos.
—Ten, ponle esto—sugirió Kabul, mientras le arrojaba su chaquetilla.
Mackent la atrapó en el aire y con un cuidado casi pulcro le cubrió su cuerpo desnudo.

La mujer era una bella morena de ojos color miel, de cabellos negros y largos, de una altura no mayor al metro cincuenta. Con el rostro todavía sucio de tierra y lodo se podía ver unas facciones realmente hermosas.

Mackent intentaba por todos los medios hacerse entender mediante señas y frases bien moduladas. Pero nada daba resultados. Hasta llegó a pensar si la mujer no lo entendía por el shock recibido o porque en verdad no entendía su idioma.
—Mira lo que encontré —dijo con sorpresa Kabul.
Mackent se le acercó y entre los restos de osamenta que había a un costado de la hoguera, lograron divisar el hueso de un brazo con un brazalete.
—¿No te parece conocido? —le preguntó Kabul a Mackent.
—Sí —respondió Mackent—, parece que es de uno de los nuestros —agregó.
—Es el brazalete de Aunguss —especificó Kabul—. Yo estuve en la feria junto con su mujer, cuando ésta se lo regaló como amuleto de buena suerte.
Pero justo en el momento que Mackent iba a decir algo al respecto, desde la selva nuevamente los chillidos se comenzaron a oír cada vez mas cerca.
—Volvamos al Nerida —ordenó Mackent.
Kabul tomó en sus brazos a la mujer, se la puso sobre los hombros y junto a su amigo comenzaron a correr como desquiciados. Detrás de ellos el grupo de salvajes había regresado con refuerzos. Mackent y Kabul corrían como locos en dirección al barco, sin importarles los rasguños que las ramas y las hojas les hacían a sus cuerpos, ambos corrían desesperados. Tal era el apuro que llevaban que ninguno de los dos se percató que al pasar por el lugar donde habían dejado a su gente cargando el agua no se encontraba ninguno.
Con cincuenta o más caníbales pisándoles los talones cruzaron la selva por el pasaje que horas atrás había abierto a fuerza de espadas. Al llegar a la playa quedaron petrificados por el paisaje que se abría ante sus ojos. En el cielo la noche ya se había hecho presente, en la costa su tripulación luchaba por rescatar de las aguas la mayor cantidad de pertenencias posibles. Todos sus marineros luchaban con las olas para intentar salvar lo más importante y esencial del barco. El aullido de los caníbales los despertó de su asombro y a los gritos, les ordenaron a sus hombres que se pusieran a resguardo y se preparan para recibir un ataque.
—¡Al primero que aparezca de esa selva reviéntenlo! —exclamó Kabul casi sin aliento.
Cuando estuvieron escondidos, entre los escombros y detrás de los barriles, aparecieron los salvajes; fue ahí que Mackent ordenó atacarlos con todo lo que tuvieran. Sin dudar un segundo y con la rapidez de un rayo los marineros que estaban apostados con las ballestas dejaron caer decenas de flechas sobre los caníbales. En ese ataque casi la mitad de los salvajes cayó bajo las filosas puntas de flechas. El resto continuó corriendo como si nada los hubiera atacado. El frenesí que estos hombres traían los convertía casi en animales de presa. Al ver que la distancia entre ellos y los caníbales se acortaba cada vez más, Mackent ordenó a sus hombres desenvainar las espadas y esperar firme la arremetida. Espada en mano, todos esperaron el guiño de su capitán. Los miró fijo y cuando los tuvo a pocos metros ordenó atacar. Si bien los tripulantes de Mackent eran todos, sin excepción, pescadores natos por haberse enfrentado miles de veces con piratas, habían desarrollado una exelente técnica en lucha cuerpo a cuerpo. Es más; Kabul cada tanto los entrenaba personalmente, ya que él era uno de los mejores luchadores de la ciudad de Arqüang.
Por tal motivo y casi sin oponer resistencia, el resto de los salvajes cayó bajo el filo de las espadas de los aguerridos marineros, no sin antes presentar una furibunda pelea.
—¿Qué le sucedió al Nerida? —preguntó Mackent, mientras envainaba nuevamente su espada cubierta de sangre salvaje.
—Zozobró —respondió Kandor, mientras sacaba una de sus dagas del cuerpo inerte de uno de los salvajes.
—¿Cómo que se hundió? —cuestionó Kabul.
—Desde ayer que los estamos esperando. Replicó Kandor.
—¿¡Desde ayer!? —increpó Mackent, incrédulo por esos dichos—. Si no hace más de tres horas que nos separamos de ustedes —agregó sorprendido.
—No mi capitán —aceveró Kandor—. Ustedes salieron a explorar ayer, antes de la tormenta —explicó el cuñado de Kabul.
—¿Tormenta? —preguntó Kabul—. ¿Qué tormenta? —repitió—. Si no ha habido una maldita nube desde que llegamos a estas costas.
Kandor sin lograr entender lo que sucedía con sus superiores no lograba comprender como no se percataron del semejante tifón que se había desatado sobre ellos horas antes del anochecer del día en que ellos salieron a explorar.
Sin comprender nada de lo sucedido y con voz de resignación Mackent preguntó:
—¿Salvaron armas?
—Sí y los barriles de agua también —respondió con gran firmesa Kandor.
—Ven a ver esto —lo llamó Kabul.
Al acercarse a su amigo Mackent vio cómo Kabul daba vuelta con su pie a uno de los salvajes caído en la refriega y al verle el rostro se conmovió.
—¿Qué son?
—No tengo la menor idea —dijo Kabul—. Es la primera vez que veo algo así.
—Parecen monos —agregó Kandor.
—Sí, pero no lo son —expresó Mackent, con poco convencimiento.
—Nardëm —susurró la mujer.
—¿Qué?
—Nardëm —volvió a repetir la mujer, mientras lo señalaba con su mano sucia y temblorosa.
Esto hizo que Mackent intuyera que Nardëm sería el nombre de la raza de esos seres. Por eso, mirándola y señalando al muerto, repitió despacio:
—¿Nardëm?
La mujer asintió con su cabeza y luego se puso de rodillas ante él y Kabul.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Mackent.
—Nos está dando las gracias —comentó Kabul—. Bueno, eso creo.
Mientras Kabul les ordenaba a sus hombres recoger las armas y todo lo que se pudiera rescatar del naufragio y fuera útil, Mackent, por otro lado, intentaba por medio de señas y ademanes que la mujer le dijera su nombre. Luego de un buen rato y después de que todos estuvieran listo logró descifrar el nombre de la mujer. Xaany se llamaba y también comprendió que su pueblo se hacía llamar Mouche.
—Estamos listos —le dijo Kabul a Mackent.
—Acamparemos aquí —ordenó Mackent, mientras se encontraba en cuclillas junto a Xaany.
—¿Estás seguro?
—No, no lo estoy. Pero no creo que haya otro lugar más o menos seguro —explicó.
—¿Supiste su nombre? —preguntó Kabul.
—Sí, creo que se llama Xaany .Y su pueblo se hace llamar Mouche.
—¿Qué haremos con ella?
—Mañana la llevaremos con su gente —explicó Mackent.
—¿Escuchaste lo que dijo Kandor? —preguntó Kabul, con respecto a lo sucedido con el Nerida.
—Sí. Y sabes muy bien que estuvimos tan solo tres o cuatro horas lejos de la costa.
—Pero ellos están muy convencidos de lo que dicen —dijo Kabul.
—No sé lo que está sucediendo. Lo que sí sé, es que desde aquella tormenta en alta mar cada vez entiendo menos lo que nos sucede —le explicó a su amigo viendo que nadie de sus hombres oyeran sus palabras.
Ya acostados y preparados para dormirse, Kabul tocó a su amigo y le señaló el oscuro firmamento. Mackent lo miró atento y vio que sobre el negro cielo no pendía ni una sola estrella, solo la luna llena los alumbraba muy tenuemente, casi con miedo de hacerlo.
—Es todo muy raro —dijo Mackent.
—¿Estarán los demás barcos en estas costas? —preguntó Kabul. Recordando al infortunado tripulante Aunguss.

—No tengo la menor idea. Mañana cuando regresemos a la mujer con su gente nos pondremos a buscar a los demás.
La noche transcurrió con relativa calma. A lo lejos y muy en lo profundo de la jungla se podía oír los cantos lastimosos de los animales de la noche y el ir y venir de las extrañas criaturas que los habían atacado.
Con los primeros rayos del sol, Mackent ordenó a su gente prepararse para partir hacia las tierras de Xaany. Una vez que todos se calzaron las armas, cargaron las provisiones necesarias y comenzaron a andar guiados por la nativa.
Xaany los guió un trecho no muy extenso por la playa. Luego los hizo internarse en la selva por un sendero que estaba flanqueado por enormes árboles y espesos arbustos. Este sendero parecía haberse abierto hacía años, en su interior se podía palpar que la tierra estaba extremadamente compacta. Después de caminar por espacio de más de una hora Mackent y sus hombres llegaron a la base de un enorme cordón montañoso. Dicho cordón estaba totalmente cubierto de una densa vegetación. Parecía estar cubierto con un esponjoso manto verde.
Costeando la base, Xaany los guió hasta la entrada de un extenso valle central, dentro de él se encontraba un enorme y cristalino lago cuyas aguas bañaban de un lado una enorme llanura y en el extremo opuesto sus aguas orillaban gran parte de las montañas que rodeaban al valle. El enorme lago era nutrido por dos caudalosos ríos que comenzaban su curso inmediatamente después de salir de dos imponentes cascadas, para luego cruzar toda la pradera.
La sorpresa mayor que se llevaron Mackent y sus hombres no fue la belleza paradisíaca del valle, sino de lo que en él se movía. Sobre la pradera y cerca de los ríos animales jamás vistos por ellos, se paseaban mansamente sin siquiera percatarse de la presencia de los extraños.
—Dabang —comentó Xaany, señalando a estos animales de titánicas proporciones.
Kabul al escuchar eso, le hizo una seña a Mackent de no entender lo que la nativa había querido decir.
—Creo que dabang es el nombre con que ella y su gente denominan a esos animales —explicó Mackent a su aturdido amigo.
Luego de ese pequeño alto en el camino Xaany los llevó por un sendero pedregoso que descendía al mismo centro del valle y desembocaba justo al pie de una de las dos majestuosas cascadas.
Ya en el valle y a pocos metros de los dabang pudieron ver y apreciar el colosal tamaño que tenían esas mansas y tranquilas bestias.
—Son siete u ocho veces más grandes que nosotros —murmuró Mackent.
—Sólo sus cuellos deben medir unos cuatro metros —trató de asegurar Kabul.
—Yo sólo pretendo que sean mansas y tranquilas —deseó Kandor, mientras observaba asombrado sus enormes tamaños.
Xaany, intentando explicar, tomó un puñado de pasto y se lo puso en la boca, y con la mímica de hacer como que se los comía intentó decirles que los dabang eran de características vegetarianas.
—Espero que no cambien su hábito de comida ahora —dijo Mackent en tono de broma y aludiendo a todos los cambios repentinos que estaban sucediendo ultimamente.
Luego de un buen rato de caminar por el interior del valle, Xaany los hizo detener con una seña de su mano derecha y con la izquierda les pidió que no se movieran. A pocos metros de ellos, más o menos unos diez o quince metros, uno de los dabang estiraba su largo cuello y arrancaba ramas enteras de la copa de un árbol que estaba a su lado. Todos se dieron cuenta de inmediato que se encontraba solo y que también estaba rengo de una de sus patas traseras. Luego de unos segundos de ver al enorme animal comer del árbol con dificultad por su pata maltrecha, desde atrás y en forma repentina se le abalanzaron otros dos enormes animales.
—Jabang —dijo en voz baja, a modo de susurro, Xaany señalando a estos dos nuevos colosos.
Animales del que nadie dudó de su forma de alimentarse y menos aún de su temperamento; ya que al enorme dabang solo le permitieron correr unos pocos metros después del ataque. Si bien el colosal animal estaba herido en una de sus extremidades el peso podría haber sido un inconveniente para esos dos jabang. Pero no fue así. En pocos metros lo alcanzaron, lo topetearon y con sus garras filosas lo ensartaron por los cuartos traseros, para luego hacerlo tropezar y caer pesadamente. Una vez que el coloso cayó, el jabang más grande se le abalanzó por delante y con sus fuertes mandíbulas recubiertas de decenas de dientes, tan filosos como dagas, se le prendió al dabang de su largo y voluminoso cuello y con un sonido seco de huesos rotos le dio una muerte casi instantánea. Luego de ser testigos presenciales de una de las muertes más horrendas que sus retinas pudieran observar, la mujer les hizo una seña con su brazo derecho y los invitó a continuar caminando...

martes, 14 de septiembre de 2010

PRESENTACION DE LA PORTADA DE KITRINA KELDON


El Grupo Editorial Fojas Cero presenta la portada de nuestra nueva novela “KITRINA KELDON”.

Una antigua leyenda habla de una profecía; un vaticinio que anuncia la llegada de un salvador. En esta novela se relata su vida y su obra final. El lector descubrirá en estas páginas que el Mundo pende de un hilo; la esperanza r ...ecae en esta persona, la luz en la oscuridad y la ilusión entre las desdichas del mundo. Aquí se narrará su vida, su crecimiento y los padecimientos de su existencia. Se trata de una joven y no cualquier joven, común y corriente, sino aquella que traerá equilibrio a una tierra devastada por la muerte y la ira de criaturas infernales.
En este episodio el autor (Javier A. Soler) comienza a describir el futuro de todos los hombres iniciando la página más importante en la historia de la Tierra: “La salvación de la humanidad o su inevitable destrucción”. Esta aventura ágil y amena se inicia en la noche oscura y silenciosa del último día del año 1999 y se extenderá durante 18 largos años hasta que finalmente, se haya marcado la hora del Juicio Final; desatándose así una última batalla. Siendo esta joven mujer “La Hija de la Luz y la Guardiana de la Paz”, la única responsable de evitar una gran catástrofe llevada a cabo por seres demoníacos. Kitrina Keldong es su nombre y a pesar de su débil carácter e introvertida actitud, aprenderá a desenvolverse a medida que crezca y que el tiempo le enseñe sus reales responsabilidades; las cuales le harán saber que en verdad deberá luchar por el destino de todos y aunque muchas veces temblará de pavor y melancolía, nuestra protagonista no estará sola en esta ardua y difícil misión; contará con valiosos amigos que la cuidarán y aconsejarán, pero también tendrá mortales enemigos que la buscarán día y noche con el único propósito de encontrarla y apoderarse del misterioso poder que guarda en lo más profundo de su corazón.

LOS GUERREROS DEL SUR (fragmento del primer capítulo)


Las Tie­rras del Sur se ca­rac­te­ri­za­ban por ser de una ri­que­za in­con­men­su­ra­ble. Sus vas­tas lla­nu­ras es­ta­ban ta­pi­za­das por ver­des pas­tu­ras. Allí ha­bía una in­fi­ni­dad de bos­ques, com­pues­tos por una enor­me va­rie­dad de ár­bo­les. Es­tos bos­ques con­ta­ban con una im­por­tan­te can­ti­dad de que­bra­chos, aca­cias, arau­ca­rias, ro­bles y, por so­bre to­do, om­búes, el ár­bol sa­gra­do de los na­ti­vos de es­tas tie­rras. La in­ter­mi­na­ble pam­pa con­ta­ba, en su lí­mi­te oes­te, con una enor­me cor­di­lle­ra.
La ca­de­na mon­ta­ño­sa re­co­rría a lo lar­go la Tie­rra del Sur. Sus im­po­nen­tes cum­bres ne­va­das, le da­ban un mar­co de gran­de­za y de mu­cho mis­te­rio. A es­te es­pec­tá­cu­lo de gran­de­za vi­sual, ha­bía que agre­gar­le los nu­me­ro­sos vol­ca­nes que en ella se eri­gían, los cua­les eran de es­ca­sa ac­ti­vi­dad, só­lo al­gu­nos des­pe­dían gran­des y es­pe­sas nu­bes de va­por. Jus­to al cen­tro de es­ta ma­jes­tuo­sa ca­de­na mon­ta­ño­sa, se ele­va­ba el vol­cán más gran­de y el más ac­ti­vo de to­dos. Los ha­bi­tan­tes del lu­gar lo lla­ma­ban Omín. Se­gún las creen­cias de es­tos hom­bres, Omín era la mo­ra­da de Elem, “el caí­do en des­gra­cia”. Es­te ma­jes­tuo­so pe­ro mí­ti­co vol­cán co­lin­da­ba a unos qui­nien­tos me­tros con un pro­fun­do abis­mo que, se­gún las creen­cias, no te­nía fon­do. Es­te pro­fun­do abis­mo lo ha­bría abier­to Ma­puam, “El crea­dor”, jus­ta­men­te pa­ra en­ce­rrar a Elem. La en­tra­da es­ta­ba so­bre la ba­se de una de las gran­des mon­ta­ñas de la cor­di­lle­ra. En­tre és­ta y Omín ha­bía un ex­ten­so y pro­fun­do ca­ñón que los unía; los ha­bi­tan­tes lo de­no­mi­na­ban “El ca­lle­jón de los Sa­cri­fi­cios”. La en­tra­da al abis­mo, en ese mo­men­to, se en­con­tra­ba obs­trui­da por una enor­me ro­ca que, se­gún las creen­cias, fue pues­ta ahí por Elem cuan­do es­ca­pó.
La in­ter­mi­na­ble cor­di­lle­ra es­ta­ba ador­na­da por in­fi­ni­da­des de ver­tien­tes, que for­ma­ban pe­que­ños arro­yos que, a su vez, se iban unien­do y for­man­do los gran­des y to­rren­to­sos ríos que cru­za­ban de oes­te a es­te las Tie­rras del Sur, has­ta lle­gar al Gran Mar del Es­te. Es­tos cau­da­lo­sos ríos ha­cían que las tie­rras que re­co­rrían fue­ran muy fér­ti­les. Pe­ro a me­di­da que se acer­ca­ban al te­rri­to­rio, que se­gún los na­ti­vos era go­ber­na­do por Elem, el pai­sa­je de fer­ti­li­dad se iba mo­di­fi­can­do has­ta con­ver­tir­se en un pá­ra­mo agres­te y sin vi­da.
El Gran Mar del Es­te es la ma­yor ex­ten­sión de agua de to­da la re­gión. Sus ori­llas ba­ñan to­do el lí­mi­te es­te de las Tie­rras del Sur. Cuan­do uno se pa­ra so­bre sus blan­cas pla­yas pue­de ver có­mo su ex­ten­sión se pier­de en el ho­ri­zon­te, lo que ge­ne­ra­ba en los po­bla­do­res de es­tas tie­rras una vi­sión de mag­ni­fi­cen­cia y po­der. Tal es así que se lo con­si­de­ra­ba sa­gra­do, ya que, se­gún es­tos na­ti­vos, to­da la vi­da ha­bía si­do crea­da por Ma­puam, que era el dios so­be­ra­no, quien ha­bía uti­li­za­do al Gran Mar del Es­te pa­ra crear to­do ser vi­vien­te que ha­bi­ta­ba esas tie­rras. Por ese mo­ti­vo, y por su ina­go­ta­ble fuen­te de pe­ces, era con­si­de­ra­do sa­gra­do por los ha­bi­tan­tes del lu­gar.
El lí­mi­te nor­te de es­tas tie­rras es­ta­ba de­mar­ca­do por un enor­me río de es­ca­sa pro­fun­di­dad. En su mar­gen nor­te, se en­con­tra­ba la os­cu­ra y mis­te­rio­sa Sel­va Ne­gra; ca­si im­pe­ne­tra­ble por su es­pe­sa ve­ge­ta­ción, era con­si­de­ra­da ta­bú por los ha­bi­tan­tes de las Tie­rras del Sur, ya que de ella se con­ta­ban his­to­rias fan­tás­ti­cas de hom­bres mal­va­dos y se­res mis­te­rio­sos y es­qui­vos.
Al sur se ha­lla­ba lo que los na­ti­vos de­no­mi­na­ban el De­sier­to Blan­co. Es­te pá­ra­mo de nie­ves eter­nas y fríos in­ten­sos, ha­cía que na­die pu­die­ra ni si­quie­ra acer­car­se, ya que a las per­so­nas que se arries­ga­ron a in­ter­nar­se en él, no se las vol­vió a ver con vi­da. Den­tro de es­tos lí­mi­tes vi­vían, en ar­mo­nía, los de­no­mi­na­dos Hom­bres de las Tie­rras del Sur. Es­tos hom­bres per­te­ne­cían a una ra­za muy fuer­te fí­si­ca­men­te, eran aman­tes de la ca­za y la pes­ca, de las que sub­sis­tían. En su vi­da co­ti­dia­na eran muy pa­cí­fi­cos, pe­ro cuan­do era ne­ce­sa­rio de­mos­tra­ban ser exi­mios gue­rre­ros y há­bi­les crea­do­res de ar­mas. Es­tos hom­bres y mu­je­res vi­vían en una ci­vi­li­za­ción muy sim­ple. Sus vi­das se ca­rac­te­ri­za­ban por es­tar di­vi­di­das en cla­nes, que con­ta­ban con un go­ber­nan­te lo­cal, lla­ma­do Ca­ci­que. Es­tos ca­ci­ques, a su vez, es­ta­ban su­bor­di­na­dos por el Ca­ci­que Ma­yor, que en ese en­ton­ces se lla­ma­ba Cal­kén.
Ca­da clan con­ta­ba con un te­rri­to­rio pro­pio e in­de­pen­dien­te del res­to, y en­tre unos y otros la ar­mo­nía era muy fuer­te. Pe­ro la paz que se vi­vía en­tre es­tos cla­nes, se rom­pe­ría por la am­bi­ción de po­der de su ca­ci­que ma­yor.
Una vez al año, y en vís­pe­ras de la tem­po­ra­da fría, los ca­ci­ques, de los dis­tin­tos cla­nes, se reu­nían pa­ra de­sig­nar las ofren­das que le de­bían ser en­tre­ga­das a Elem. En los al­bo­res de es­ta ci­vi­li­za­ción, Elem ha­bía que­ri­do apo­de­rar­se de es­tas tie­rras, pe­ro lue­go de gran­des e in­ter­mi­na­bles ba­ta­llas, Elem y los hom­bres de las Tie­rras del Sur lle­ga­ron a un acuer­do: una vez al año, Elem, du­ran­te el cam­bio de la es­ta­ción de las llu­vias a la es­ta­ción fría, sal­dría de su mo­ra­da, el vol­cán Omín, y re­cla­ma­ría las ofren­das que es­tos hom­bres le en­tre­ga­ban, las cua­les con­sis­tían en par­te de las ri­que­zas de los dis­tin­tos cla­nes, y co­mo ofren­da ma­yor, la vi­da de una mu­jer o un ni­ño. Si es­to no se cum­plie­ra, Elem con­si­de­ra­ría ro­ta la tre­gua e in­va­di­ría al mun­do con sus ejér­ci­tos. Los ejér­ci­tos de Elem es­ta­ban com­pues­tos por quil­cos, se­res crea­dos por el mis­mo Elem. Con­ta­ban con una fuer­za fí­si­ca ca­si má­gi­ca y eran ex­tre­ma­da­men­te san­gui­na­rios en sus ac­tos. Es­tos te­rri­bles se­res te­nían una apa­rien­cia ca­si hu­ma­na, sus ros­tros eran muy si­mi­la­res a los de un fe­li­no, sus bo­cas es­ta­ban ador­na­das con gran­des dien­tes que po­dían ser usa­dos co­mo ar­mas, ya que su mor­di­da te­nía una fuer­za des­co­mu­nal. Ves­tían ar­ma­du­ras ne­gras, que los ha­cían ca­si in­mu­nes a los ata­ques con las ar­mas con­ven­cio­na­les de la épo­ca. Te­nían ma­nos gran­des y fuer­tes, sus de­dos ter­mi­na­ban en fi­lo­sas ga­rras, que po­dían usar co­mo ar­mas en el com­ba­te cuer­po a cuer­po. Tam­bién eran exi­mios gue­rre­ros con los ar­cos y fle­chas, ya que su vis­ta era mu­cho más agu­da que la de los hu­ma­nos. La for­ma de ma­tar a una de es­ta cria­tu­ras era acer­tán­do­le con una fle­cha o una da­ga por arri­ba de su cue­llo. És­te era el pun­to dé­bil que te­nía un quil­co, ya que el res­to del cuer­po te­nía el po­der de re­ge­ne­rar­se. Pe­ro si la fle­cha o la da­ga es­ta­ba for­ja­da con las pie­dras del Va­lle de la Lu­na, don­de és­ta hi­cie­ra con­tac­to le pro­vo­ca­ría una he­ri­da mor­tal.
El Va­lle de la Lu­na es­ta­ba com­pues­to por un gru­po de ce­rros que for­ma­ban un cír­cu­lo ca­si per­fec­to. Es­ta­ba den­tro del te­rri­to­rio que li­mi­ta­ba con Omín. Se­gún con­ta­ba la le­yen­da, el va­lle fue crea­do por Ma­puam, cuan­do és­te des­pren­dió un tro­zo de la lu­na e hi­zo que im­pac­ta­ra allí, pa­ra que los hom­bres tu­vie­ran las he­rra­mien­tas ne­ce­sa­rias pa­ra en­fren­tar a Elem y sus hor­das.
Los quil­cos eran co­man­da­dos por los pilches, tam­bién crea­dos por Elem, pa­ra ma­ne­jar y di­ri­gir a sus ejér­ci­tos. Eran ex­ce­len­tes es­tra­te­gas y des­pia­da­da­men­te vio­len­tos en com­ba­te. Su apa­rien­cia era si­mi­lar a la de los quil­cos, pe­ro eran mu­cho más gran­des y po­de­ro­sos, sus cuer­pos de ca­si dos me­tros de al­tu­ra y sus grue­sas ar­ma­du­ras los ha­cían ri­va­les ca­si in­ven­ci­bles en ba­ta­lla. Pe­ro te­nían el mis­mo pun­to dé­bil que los quil­cos. Los pil­ches, a su vez, eran di­ri­gi­dos por Mis­tra, que era el hi­jo de Elem. A és­te y a su pa­dre, los ha­bi­tan­tes del lu­gar ja­más los ha­bían vis­to, só­lo sa­bían que eran in­mor­ta­les, san­gui­na­rios y to­tal­men­te des­pia­da­dos con cual­quier ser vi­vien­te que tu­vie­ra la ma­la suer­te de cru­zár­se­les en el ca­mi­no.
La le­yen­da con­ta­ba tam­bién que a Mis­tra y a Elem el úni­co ser que les po­día dar muer­te era el Ga­ri­vao, un ser crea­do por Ma­puam, por lo que tam­bién era in­mor­tal. Pe­ro la le­yen­da cuen­ta que ha­bía caí­do en des­gra­cia por cul­pa de Elem y Mis­tra.
To­do em­pe­zó cuan­do Ma­puam de­ci­dió echar de su rei­no a Elem, por las mal­da­des que es­ta­ba em­pe­ña­do en co­me­ter. En ese mo­men­to fue que Ma­puam de­ci­dió con­fi­nar a Elem al abis­mo sin fon­do. Pa­ra cus­to­diar es­te abis­mo fue crea­do el Ga­ri­vao, ya que sa­bía que si Elem es­ca­pa­ba del abis­mo iba a tra­tar de con­ta­mi­nar al mun­do con su mal­dad. El Ga­ri­vao fue crea­do co­mo un ser her­mo­so e in­mor­tal. Su obli­ga­ción era dar avi­so a Ma­puam si Elem tra­ta­ba de es­ca­par del abis­mo. Co­mo el Ga­ri­vao era una crea­ción de Ma­puam, ama­ba to­do lo crea­do por és­te. Pe­ro te­nía una es­pe­cial pre­di­lec­ción por los ni­ños, al ver­los tan frá­gi­les e in­de­fen­sos. Por cul­pa de uno de es­tos ni­ños fue que és­te ca­yó en des­gra­cia.
La his­to­ria cuen­ta que un día el Ga­ri­vao es­ta­ba sen­ta­do so­bre una ro­ca, cuan­do ve un ni­ño que ca­mi­na­ba por la ori­lla del río que cos­tea­ba el ca­lle­jón. Es­to le ex­tra­ñó un po­co, ya que ahí no ha­bía nin­gún pue­blo cer­ca.
Pe­ro de re­pen­te al ni­ño le sa­le un pu­ma y lo asus­ta, en­ton­ces re­tro­ce­de, tras­ta­bi­lla y cae a las to­rren­to­sas aguas. Al ver es­to, sin pen­sar el Ga­ri­vao co­rre a su res­ca­te. Mien­tras tan­to, den­tro del abis­mo, Elem ob­ser­va­ba to­do con de­te­ni­mien­to. Apro­ve­chan­do la dis­trac­ción de su guar­dián, sa­le de su en­cie­rro y co­rre a tra­vés del ca­lle­jón y se in­ter­na en el in­te­rior del vol­cán Omín. Des­de ese mo­men­to, Elem y su hi­jo Mis­tra go­bier­nan la cor­di­lle­ra en to­da su ex­ten­sión.
Al en­te­rar­se de lo su­ce­di­do, Ma­puam cas­ti­ga al Ga­ri­vao, pe­ro és­te se de­fien­de con­tan­do lo allí ocu­rri­do. En­ton­ces es cuan­do su crea­dor le de­mues­tra al Ga­ri­vao que la cria­tu­ra que in­ten­ta­ba sal­var era Mis­tra con­ver­ti­do en ni­ño, y que to­do fue un ar­did pa­ra dis­traer­lo y que Elem pu­die­ra es­ca­par.
El cas­ti­go im­pues­to por Ma­puam al Ga­ri­vao fue con­ver­tir­lo en un ser ho­rri­ble y des­pre­cia­ble a los ojos hu­ma­nos. Por ese mo­ti­vo su cuer­po su­fre una es­pan­to­sa trans­for­ma­ción que lo con­vier­te de un ser her­mo­so a uno con la apa­rien­cia de hom­bre, pe­ro con for­ma de lo­bo. Tam­bién es cas­ti­ga­do a va­gar en so­le­dad por las ori­llas de la cor­di­lle­ra. El Ga­ri­vao, al ver­se así, le pre­gun­ta a su crea­dor:
—¿Por qué me cas­ti­gas de es­ta ma­ne­ra?
—El tiem­po di­rá si eres real­men­te me­re­ce­dor de las vir­tu­des que te ofre­cí al co­mien­zo.
Des­de ese ins­tan­te, el Ga­ri­vao va­ga en so­le­dad por las cer­ca­nías de la cor­di­lle­ra, y co­mo es mi­tad hom­bre y mi­tad lo­bo, ad­quie­re las ma­ñas de las dos es­pe­cies. Pe­ro la so­le­dad y el odio ha­cia to­do lo que ten­ga que ver con Elem, lo hi­zo de­sa­rro­llar una des­tre­za sin igual en la lu­cha con­tra los quil­cos y pil­ches, a los que des­de en­ton­ces bus­ca y ex­ter­mi­na.
La tem­po­ra­da de llu­vias es­ta­ba lle­gan­do a su fin; con ella se ter­mi­na­ba la épo­ca de abun­dan­cia y ve­nía el pe­rio­do de es­ca­sez. Es­te cam­bio de tem­po­ra­da no só­lo traía el frío, si­no que tam­bién mar­ca­ba la ve­ni­da de Elem a re­cla­mar sus ofren­das anua­les.
En la reu­nión anual de ca­ci­ques se tra­ta­ban di­ver­sos te­mas co­ti­dia­nos, co­mo lo eran los di­fe­ren­dos li­mí­tro­fes, bo­das en­tre pa­re­jas de dis­tin­tos cla­nes; y lo que na­die que­ría tra­tar, pe­ro por obli­ga­ción lo ha­cía, era a cuál de los cla­nes le co­rres­pon­día ofre­cer el sa­cri­fi­cio, y lo más ho­rri­ble era con­sen­suar quién se­ría.
Cal­kén era el ca­ci­que ma­yor, por con­si­guien­te era el más po­de­ro­so de to­dos. Tal era su po­der que lo que él de­cía te­nía que ser cum­pli­do, pe­ro si por al­gún mo­ti­vo es­to no era así, uti­li­za­ba to­do su po­der y as­tu­cia pa­ra tor­cer las ideas a su an­to­jo, me­dian­te ma­ne­jos y ne­go­cios os­cu­ros. Cal­kén ha­bía lle­ga­do a ser ca­ci­que ma­yor por he­ren­cia de li­na­jes, ya que sus te­rri­to­rios siem­pre fue­ron los más ex­ten­sos, con el ejér­ci­to más po­de­ro­so. Pe­ro es­te ca­ci­que te­nía en men­te que­dar­se con las tie­rras de Amuk, que era uno de los ca­ci­ques de se­gun­do ran­go, por con­si­guien­te de me­nor va­lía a la ho­ra de vo­tar.
Amuk era un hom­bre fuer­te, muy in­te­li­gen­te, con voz sua­ve y agra­da­ble, de un ca­rác­ter ama­ble pe­ro muy fir­me en sus de­ci­sio­nes y, por so­bre to­do, muy res­pe­tuo­so de las le­yes im­par­ti­das por el con­se­jo anual de ca­ci­ques. Es­to se con­tras­ta­ba con la fie­re­za que lo te­nía co­mo a uno de los me­jo­res gue­rre­ros de to­das las Tie­rras del Sur. Era muy fuer­te fí­si­ca­men­te, muy há­bil con cual­quier ti­po de ar­mas y un gran es­tra­te­ga a la ho­ra de re­sol­ver un con­flic­to bé­li­co. Es­ta­ba ca­sa­do con Chi­nak, hi­ja de otro ca­ci­que lla­ma­do Thok. Te­nía tres her­ma­nos, uno de ellos se lla­ma­ba Ko­kesh­ke, y era un hom­bre al­to y mus­cu­lo­so, de po­cas pe­ro pre­ci­sas pa­la­bras, con­ta­ba con un ca­rác­ter frío y cal­cu­la­dor. Muy res­pe­ta­do por to­dos, era muy te­mi­do por sus arran­ques de mal hu­mor, pe­ro a la vez muy ad­mi­ra­do por su des­tre­za y va­len­tía en com­ba­te.
Amuk tam­bién te­nía una her­ma­na, que era ge­me­la de Ko­kesh­ke, se lla­ma­ba Shía, una her­mo­sa mu­jer de piel bron­cea­da, al­ta co­mo su her­ma­no, de fi­gu­ra sen­sual y mo­vi­mien­tos fe­li­nos. Se di­fe­ren­cia­ba de los de­más por su lar­ga y blan­ca ca­be­lle­ra, que le lle­ga­ba has­ta los hom­bros. La de­li­ca­de­za y sen­sua­li­dad en su com­por­ta­mien­to ha­bi­tual, con­tras­ta­ba drás­ti­ca­men­te con su agre­si­vi­dad en ba­ta­lla, ya que era la úni­ca gue­rre­ra de to­da la re­gión. Ver­la lu­char cau­sa­ba pla­cer, ya que su agre­si­vi­dad com­bi­na­da con su be­lle­za la ha­cían un ri­val ca­si im­ba­ti­ble. Tam­bién era muy ad­mi­ra­da por los hom­bres y por las de­más mu­je­res de la re­gión, ya que to­das ellas se de­di­ca­ban ex­clu­si­va­men­te a los que­ha­ce­res del ho­gar. Shía era res­pe­ta­da y ad­mi­ra­da por su ca­rác­ter iró­ni­co y apa­ci­ble en la vi­da co­ti­dia­na.
El ter­ce­ro de los her­ma­nos de Amuk se lla­ma­ba Maíp. Por ser el me­nor de los cua­tro, era el más con­sen­ti­do, por lo que se ha­bía trans­for­ma­do en un jo­ven sal­va­je e in­do­ma­ble. Su con­tex­tu­ra fí­si­ca era del­ga­da y de es­ta­tu­ra me­dia. Era muy que­ri­do por la gen­te del clan de Amuk, ya que te­nía bue­nos sen­ti­mien­tos ha­cia los de­más. Pe­ro era la ove­ja ne­gra de la fa­mi­lia. Co­mo el res­to de sus her­ma­nos, era muy dies­tro en ba­ta­lla; su pun­to dé­bil era no obe­de­cer a sus her­ma­nos ma­yo­res, ya que siem­pre to­ma­ba ries­gos in­ne­ce­sa­rios en com­ba­te.
El te­rri­to­rio de Amuk era uno de los más ri­cos, jun­to con el de Cal­kén. Te­nía va­rias co­sas a fa­vor. Una de ellas era que es­ta­ba ba­ña­do por dos gran­des ríos que se unían en un in­men­so la­go cen­tral. Es­tos ríos es­ta­ban bor­dea­dos por añe­jos y enor­mes sau­ces llo­ro­nes; sus am­plias lla­nu­ras es­ta­ban cu­bier­tas por es­pe­sas y ver­des pas­tu­ras. Los ani­ma­les que se ali­men­ta­ban de ellas eran de me­jor ca­li­dad que los de­más, por lo que era una zo­na ex­ce­len­te pa­ra la ca­za. La ex­ten­sión de es­te te­rri­to­rio iba des­de la cor­di­lle­ra has­ta el Mar del Es­te. Al nor­te li­mi­ta­ba con el te­rri­to­rio de Cal­kén, y par­te del te­rri­to­rio de Thok. Es­te lí­mi­te lo de­mar­ca­ba un enor­me río que, con su ser­pen­tean­te re­co­rri­do, iba de oes­te a es­te y de­sem­bo­ca­ba en el in­men­so Mar del Es­te. Al sur li­mi­ta­ba con otro río que te­nía el mis­mo re­co­rri­do que los de­más. Es­te lí­mi­te na­tu­ral se­pa­ra­ba al te­rri­to­rio de Amuk con el de otro ca­ci­que lla­ma­do Kash­ka. A to­do es­te pai­sa­je de abun­dan­cia ha­bía que su­mar­le que el te­rri­to­rio de Amuk con­ta­ba con el em­pla­za­mien­to del fa­mo­so Va­lle de la Lu­na, siem­pre co­di­cia­do por Cal­kén, quien por ese mo­ti­vo tra­tó de ur­dir al­gún plan pa­ra apo­de­rar­se de ese te­rri­to­rio.
El día se es­ta­ba yen­do, se co­men­za­ban a ver las pri­me­ras es­tre­llas en el diá­fa­no fir­ma­men­to. La jor­na­da ha­bía si­do muy in­ten­sa, más pa­ra Cal­kén, que ha­bía te­ni­do va­rias reu­nio­nes se­cre­tas; la más lar­ga fue con su her­ma­no me­nor Thok, pa­dre de Chi­nak.
Lue­go de los sa­lu­dos de ri­gor die­ron co­mien­zo a la reu­nión anual. Los te­mas se iban to­can­do se­gún el cro­no­gra­ma ha­bi­tual, que se ha­bía im­pues­to con el pa­so de los años. To­dos los te­mas y con­flic­tos se ha­bían re­vi­sa­dos y vo­ta­dos por una una­ni­mi­dad. Pe­ro lle­ga­ría el que na­die, sal­vo Cal­kén, que­ría to­car: sa­ber cuál se­ría el clan que ofre­ce­ría el sa­cri­fi­cio ma­yor y, por so­bre to­do, sa­ber quién se­ría la sa­cri­fi­ca­da. To­dos los cla­nes ha­bían da­do la pe­no­sa ofren­da, só­lo res­ta­ban el clan de Thok y el de Amuk.
En el mo­men­to de la vo­ta­ción, a Cal­kén se lo veía tran­qui­lo, pe­ro a Thok se lo no­ta­ba tris­te y ofus­ca­do.
Co­mo la vo­ta­ción fue pa­re­ja y no hu­bo una ma­yo­ría to­tal, ni por uno ni por otro, Cal­kén se­ría quien ten­dría la obli­ga­ción de de­ci­dir el re­sul­ta­do. En­ton­ces se pa­ra al cen­tro de los ahí reu­ni­dos y di­ce:
—Co­mo ca­ci­que ma­yor de­ci­do que el clan que efec­tua­rá el sa­cri­fi­cio es­te año se­rá el clan de Amuk, y la ele­gi­da pa­ra di­cho sa­cri­fi­cio se­rá Chi­nak, la es­po­sa de Amuk.
Al es­cu­char la de­ci­sión de Cal­kén, Amuk se po­ne de pie y pro­po­ne una nue­va vo­ta­ción. Pe­ro co­mo era de pen­sar, Cal­kén se nie­ga, les ha­bla a sus pa­res, y co­mo si to­do ya es­tu­vie­ra pac­ta­do, se nie­gan, adu­cien­do que la re­so­lu­ción ya ha­bía si­do to­ma­da.
Amuk gi­ra y mi­ra fi­ja­men­te a Thok, co­mo pi­dién­do­le ayu­da; es­qui­ván­do­le la mi­ra­da, Thok só­lo ati­na a que­dar­se ca­lla­do.
El ama­ne­cer se ha­bía he­cho pre­sen­te con sus pri­me­ros fríos. Ya en su te­rri­to­rio, Amuk en­tra a su cho­za y man­da lla­mar a sus her­ma­nos. Una vez los cua­tro reu­ni­dos les co­mu­ni­ca la de­ci­sión del con­se­jo. Al es­cu­char la no­ti­cia, és­tos in­me­dia­ta­men­te se re­hú­san a aca­tar la or­den.
Pe­ro co­mo Amuk era un hom­bre de ho­nor y su­ma­men­te res­pe­tuo­so de las le­yes de su pue­blo, aun­que es­tu­vie­ran en su con­tra, le di­ce:
—La vo­ta­ción fue pa­re­ja y la de­ci­sión fi­nal fue és­ta, y por más que nos pe­se ha­brá que cum­plir­la.
Por la no­che, ya en la in­ti­mi­dad de su dor­mi­to­rio, Chi­nak le pre­gun­ta a su es­po­so cuál era el mo­ti­vo por el que es­ta­ba tan preo­cu­pa­do. És­te le da un fuer­te be­so y le di­ce:
—Acom­pá­ña­me, de­bo reu­nir a to­do el pue­blo.
Am­bos sa­len. Al ca­bo de unos mi­nu­tos, el pue­blo se em­pe­za­ba a con­gre­gar al fren­te de su cho­za. Una vez reu­ni­dos, su ca­ci­que les co­mu­ni­ca la de­ci­sión del con­se­jo.
Chi­nak, al es­cu­char la no­ti­cia, se afe­rra fuer­te­men­te a su hi­jo, y sin de­mos­trar nin­gún ti­po de asom­bro, da un pa­so al fren­te y les di­ce:
—Si fui yo la ele­gi­da, se­rá un ho­nor pa­ra mí sa­cri­fi­car­me por mi pue­blo.
La no­che trans­cu­rría con mu­cha tran­qui­li­dad, só­lo se oía el ulu­lar de los zo­rros, una que otra le­chu­za y, co­mo to­das las no­ches, un ver­da­de­ro con­cier­to de gri­llos.
Shía sa­le de su cho­za, no po­día dor­mir por­que to­da­vía le da­ba vuel­tas en la ca­be­za la ho­rri­ble idea del sa­cri­fi­cio de su cu­ña­da. Al sa­lir de la cho­za, es­cu­cha un sor­do ge­mi­do. Agu­di­za el oí­do y la vis­ta y des­cu­bre que era Chi­nak quien so­llo­za­ba en so­le­dad, sen­ta­da en la enor­me raíz del gran om­bú, que res­guar­da­ba a las cho­zas del pue­blo.
Al ver­la, Shía se le acer­ca y abra­zán­do­la le di­ce:
—Es­to ha si­do idea de tu tío Cal­kén. Tú sa­bes que siem­pre qui­so to­mar nues­tras tie­rras, pe­ro co­mo nun­ca se ani­mó a un con­flic­to, pac­tó con los de­más ca­ci­ques y arre­gló la vo­ta­ción.
—Ya lo sé —res­pon­de Chi­nak, y agre­ga—: tú sa­bes que sin mi pre­sen­cia tu her­ma­no no ten­drá el apo­yo de mi pa­dre. Pe­ro apar­te de eso, lo que más me afli­ge en es­te mo­men­to es sa­ber que no po­dré ver cre­cer a mi hi­jo co­mo lo so­ña­mos con Amuk.
Al tér­mi­no de esos di­chos, Chi­nak le ha­ce ju­rar a Shía que ve­la­rá por su hi­jo des­de aho­ra en ade­lan­te. Shía ju­ra con lá­gri­mas en los ojos, y se fun­den en un fuer­te e in­ter­mi­na­ble abra­zo.
El ama­ne­cer en­con­tró a Chi­nak dur­mien­do en el re­ga­zo de Shía, y a és­ta con los ojos ne­gros cla­va­dos en la cor­di­lle­ra que li­mi­ta al oes­te con su tie­rra.
La ima­gen de cla­ri­dad que da­ba el cie­lo com­ple­ta­men­te cu­bier­to con­tras­ta­ba her­mo­sa­men­te con la sua­ve bru­ma que se ele­va­ba le­ve­men­te so­bre la ver­de pas­tu­ra.
Al ver que los hom­bres ve­nían de rea­li­zar las pes­cas ma­ti­na­les, Shía pi­de y exi­ge reu­nir­se con sus her­ma­nos. Una vez los cua­tro reu­ni­dos les pro­po­ne, sin nin­gún ti­po de ro­deos, ser ella la sa­cri­fi­ca­da, a lo que Amuk se nie­ga, ex­pli­can­do:
—Cal­kén ya par­tió ha­cia el Ca­lle­jón de los Sa­cri­fi­cios pa­ra dar par­te de có­mo y quién se­rá la ofren­da­da. Y to­dos sa­be­mos qué po­dría su­ce­der si Elem no re­ci­be la do­te pac­ta­da.
—En­ton­ces ha­brá que pre­pa­rar­se pa­ra la gue­rra, por­que to­dos sa­be­mos que cuan­do tu es­po­sa ya no es­té, Cal­kén que­rrá ata­car y to­mar nues­tro te­rri­to­rio —di­ce Ko­kesh­ke.
Amuk, acon­go­ja­do por to­do lo que has­ta ese mo­men­to ha­bía es­ta­do ocu­rrien­do, le con­tes­ta:
—Si así de­be ser, así se­rá.
A to­do es­to, Maíp no ha­bía pro­nun­cia­do pa­la­bra al­gu­na, to­dos lo veían muy tris­te ya que Chi­nak ha­bía si­do co­mo una ma­dre pa­ra él. En ese mo­men­to Shía le pi­de una opi­nión y Maíp, to­tal­men­te de­sen­ca­ja­do, se le­van­ta y sa­le co­rrien­do de la cho­za.
El atar­de­cer pa­re­cía ha­ber en­ten­di­do los áni­mos en el pue­blo de Amuk. Sus ha­bi­tua­les con­cier­tos de can­to ese día ha­bían he­cho un si­len­cio ca­si cóm­pli­ce.
Amuk ayu­da­ba a su es­po­sa y se pre­pa­ra­ban pa­ra el via­je que los lle­va­ría ha­cia el Ca­lle­jón de los Sa­cri­fi­cios.
En ese mo­men­to, y sin que su her­ma­no ma­yor se en­te­re, Maíp en­tra a la cho­za de Ko­kesh­ke. Du­ran­te una ho­ra só­lo se oye un le­ve mur­mu­llo en su in­te­rior; lue­go de ese tiem­po sa­len Maíp se­gui­do por Shía, por de­trás de ellos es­cu­chan a Ko­kesh­ke, que di­ce:
—Que nues­tro pue­blo nos per­do­ne.
Al día si­guien­te to­do el clan se reú­ne de­ba­jo del gran om­bú pa­ra des­pe­dir a Chi­nak, que jun­to a su es­po­so rea­li­za­rá el via­je de ida só­lo pa­ra ella.
Chi­nak se de­tie­ne por un ins­tan­te, mi­ra su te­rri­to­rio por úl­ti­ma vez y, jun­to con su ma­ri­do, par­te ha­cia el Ca­lle­jón de los Sa­cri­fi­cios.
Lue­go de un ex­te­nuan­te y tris­te via­je, lle­gan al Ca­lle­jón de los Sa­cri­fi­cios, jus­to al fren­te de una de las la­de­ras del vol­cán Omín. Amuk co­lo­ca a su es­po­sa so­bre el al­tar de sa­cri­fi­cios. En­cien­de una ho­gue­ra y co­lo­ca las de­más ofren­das, que fue­ron do­na­das por el res­to de los cla­nes. Chi­nak mi­ra a su es­po­so y le di­ce que pue­de re­ti­rar­se. Pe­ro és­te le con­tes­ta que se que­da­rá con ella has­ta el úl­ti­mo ins­tan­te.
La no­che se ha­bía he­cho pre­sen­te. De pron­to, cuan­do só­lo se es­cu­cha­ba el so­ni­do de los ani­ma­les noc­tur­nos, se hi­zo un si­len­cio se­pul­cral. Las nu­bes, co­mo si fue­ran cóm­pli­ces del es­pec­tá­cu­lo, cu­bren to­tal­men­te a la lu­na, de­ján­do­los alum­bra­dos so­la­men­te por la luz de la ho­gue­ra. De­trás de una de las la­de­ras se oyen unos so­ni­dos ex­tra­ños, no hu­ma­nos ni na­tu­ra­les. En­ton­ces Chi­nak se des­pi­de de Amuk, que se re­ti­ra sin que­rer mi­rar ha­cia atrás. Chi­nak se re­cues­ta en el al­tar, se aco­mo­da y cie­rra los ojos.
Los so­ni­dos es­pec­tra­les se ha­cían ca­da vez más fuer­tes y se es­cu­cha­ban ca­da vez más cer­ca. En ese mo­men­to se oyen los so­ni­dos de unos tam­bo­res, que ha­cían re­tum­bar la tie­rra. Jus­to en el mo­men­to en que Amuk sa­le del ca­lle­jón, al otro la­do se ve aso­mar la si­lue­ta de un quil­co, y de­trás otros seis más y más atrás un enor­me pil­che.
Mien­tras Chi­nak re­za­ba en si­len­cio una ple­ga­ria, por de­trás del al­tar y apro­ve­chan­do la os­cu­ri­dad co­mo alia­da, tres som­bras se es­cu­rren fur­ti­va­men­te ha­cia ella. Eran Ko­kesh­ke, Shía y Maíp, que arras­trán­do­se lo­gran lle­gar has­ta don­de es­ta­ba Chi­nak, sin que los quil­cos se die­ran cuen­ta de es­ta ma­nio­bra. Shía ta­pa la bo­ca a Chi­nak, y con es­fuer­zo tra­ta de con­ven­cer­la, ya que és­ta se re­hu­sa­ba a ser res­ca­ta­da. Mien­tras los de­más her­ma­nos mon­tan guar­dia, Shía le di­ce con voz fir­me:
—Haz­lo por tu hi­jo, que te ex­tra­ña y que to­da­vía se en­cuen­tra sen­ta­do so­bre la raíz del om­bú, des­de el mo­men­to que te fuis­te.
Chi­nak re­fle­xio­na y ac­ce­de, y jun­to con los tres her­ma­nos se es­ca­bu­llen en­tre las som­bras.
Al lle­gar al al­tar, los quil­cos no en­cuen­tran la ofren­da que ve­nían a bus­car, eso les cau­sa una tre­men­da sor­pre­sa y uno de ellos emi­te con fuer­za un chi­lli­do des­ga­rra­dor, que jun­to con los de­más y se­gui­do por el pil­che ha­ce es­tre­me­cer la tie­rra. En ese mo­men­to, el pil­che or­de­na a sus quil­cos que sal­gan a bus­car por los al­re­de­do­res. Mien­tras, pró­fu­gos es­ta­ban sa­lien­do del ca­lle­jón, de­ja­ban atrás a esos se­res de­mo­nía­cos, que se de­ses­pe­ra­ban en una bús­que­da fre­né­ti­ca chi­llan­do con fu­ria.
Al lle­gar al pue­blo, Amuk en­cuen­tra a su hi­jo dor­mi­do so­bre una de las raí­ces del enor­me om­bú, lo aca­ri­cia y, co­mo sos­pe­chan­do al­go, en­tra en las cho­zas de sus her­ma­nos y no los en­cuen­tra. En ese mis­mo ins­tan­te, los pró­fu­gos ya es­ta­ban en ple­na fu­ga. Cuan­do de re­pen­te, y por de­trás de una ro­ca, un quil­co les sa­le al cru­ce. Al ver­se aco­rra­la­dos, los tres her­ma­nos de­sen­vai­nan sus ar­mas y cu­bren con sus cuer­pos a Chi­nak. El quil­co se pa­ra y emi­te un so­ni­do muy pa­re­ci­do al que ha­cen los pá­ja­ros car­pin­te­ros cuan­do bus­can co­mi­da. En­ton­ces Maíp les di­ce, gri­tan­do:
—¡Es­tá pi­dien­do ayu­da!
Sin pen­sar en las con­se­cuen­cias, Ko­kesh­ke se aba­lan­za so­bre el quil­co se­gui­do por Shía. El quil­co se de­fien­de dan­do gol­pes con sus fi­lo­sas ga­rras. Los tres se de­ba­tían en una lu­cha des­co­mu­nal. De pron­to, y en un des­cui­do del quil­co, Maíp, con un cer­te­ro dis­pa­ro de su ar­co, le ati­na jus­to en­tre sus ojos. El quil­co da un pa­so ha­cia atrás emi­tien­do un so­ni­do sor­do y cae muer­to al pi­so. Sin per­der tiem­po, Shía to­ma del bra­zo a Chi­nak y jun­to con sus her­ma­nos se dan a la fu­ga.
Mien­tras tan­to en el pue­blo, Amuk, al no en­con­trar a sus her­ma­nos vuel­ve al om­bú, to­ma a su hi­jo en bra­zos y se que­da vien­do fi­ja­men­te ha­cia la cor­di­lle­ra. Con las pri­me­ras lu­ces del día y la pe­sa­da bru­ma de la ma­ña­na, lo­gra di­vi­sar, en di­rec­ción del ca­lle­jón, cua­tro si­lue­tas que, cuan­do se acer­can, re­co­no­ce que son sus her­ma­nos, y por de­trás de ellos apa­re­ce Chi­nak. Al ver­la, sin pen­sar sa­le co­rrien­do y se fun­de en un apa­sio­na­do abra­zo. Los tres her­ma­nos, real­men­te ago­ta­dos, ob­ser­van la es­ce­na con el or­gu­llo de creer ha­ber he­cho lo co­rrec­to. En­ton­ces Amuk vuel­ve a la rea­li­dad y les pre­gun­ta con se­ve­ri­dad y voz fir­me:
—¿Qué han he­cho?
Ko­kesh­ke, con su ha­bi­tual frial­dad, le res­pon­de:
—Res­ca­tar a tu es­po­sa y evi­tar una gue­rra con Cal­kén.
Amuk, vi­si­ble­men­te ofus­ca­do, les di­ce.
—Elem aho­ra que­rrá to­mar re­pre­sa­lias con­tra Cal­kén, que se­gu­ro las to­ma­rá con­tra no­so­tros, y és­to no se­ría na­da si es que Elem no de­ci­de ha­cer al­go más te­rri­ble, ya que es la pri­me­ra vez en dé­ca­das que él no re­ci­be su do­te anual.
Shía les di­ce que Cal­kén se arre­gle, ya que to­do es­to ha si­do tra­ma­do por él.
Amuk, eno­ja­do, les re­pi­te:
—Lo que ha su­ce­di­do hoy es muy gra­ve y se­gu­ro ha­brá tre­men­das con­se­cuen­cias.
Maíp, que has­ta ese mo­men­to no ha­bía pro­nun­cia­do pa­la­bra al­gu­na, de­sen­vai­nan­do sus ar­mas, les di­ce:
—Si hay con­se­cuen­cias que las ha­ya, nues­tro pue­blo los es­ta­rá es­pe­ran­do.
La no­che em­pe­za­ba a ser ga­la de las pri­me­ras som­bras. En el te­rri­to­rio de Cal­kén, las pa­tru­llas de vi­gi­lan­cia ha­cían sus pri­me­ras ron­das ha­bi­tua­les.
Es­tas pa­tru­llas re­co­rrían to­dos los lí­mi­tes del te­rri­to­rio, bus­can­do al­gún ti­po de in­fil­tra­do.
Una de las pa­tru­llas que se en­con­tra­ba en el lí­mi­te oes­te, se dis­po­nía a pa­sar la no­che en un pe­que­ño cla­ro que le ofre­cía un tu­pi­do bos­que de aca­cias, que es­ta­ba en cer­ca­nías del vol­cán Omín. El só­lo sa­ber dón­de es­ta­ban les pro­vo­ca­ba un frío in­ten­so a los sol­da­dos de la pa­tru­lla.
Es­tas pa­tru­llas es­ta­ban com­pues­tas por gue­rre­ros de Eli­te, la can­ti­dad de sol­da­dos la da­ba la ex­ten­sión del te­rri­to­rio a cus­to­diar. En el bos­que de aca­cias ya ha­bían pa­sa­do las pri­me­ras cua­tro ho­ras de guar­dia. Los sol­da­dos se en­con­tra­ban sen­ta­dos al­re­de­dor de la ho­gue­ra. Cuan­do de pron­to, por de­trás de unos ma­to­rra­les que ador­na­ban al bos­que, uno de los guar­dias al­can­za a di­vi­sar en la pe­num­bra una si­lue­ta de ca­rac­te­rís­ti­cas hu­ma­nas. És­te, sin per­der tiem­po, les avi­sa a sus com­pa­ñe­ros. To­man­do sus ar­mas, los res­tan­tes guar­dias gi­ran sus mi­ra­das ha­cia el lu­gar que les ha­bía se­ña­la­do su com­pa­ñe­ro. Mien­tras la som­bra per­ma­ne­cía in­mó­vil, el sol­da­do que la ha­bía avis­ta­do le pi­de, con un gri­to, que se acer­que y que se de a co­no­cer. En ese mo­men­to, los de­más guar­dias se abren en aba­ni­co, tra­tan­do de cer­car a la si­nies­tra som­bra. Mien­tras és­tos des­ple­ga­ban su es­tra­te­gia, el je­fe de la pa­tru­lla se acer­ca a la mis­ma. En el mo­men­to en que el sol­da­do ha­bría es­ta­do a unos seis o sie­te me­tros de la si­lue­ta, del ex­tre­mo su­pe­rior de és­ta se en­cien­den dos pe­que­ñas lu­ces ro­jas co­mo el fue­go. Es­to im­pac­ta en el áni­mo de los sol­da­dos, que que­dan pa­ra­li­za­dos. Lue­go oyen un so­ni­do ex­tra­ño que ja­más sus oí­dos ha­bían es­cu­cha­do, no era hu­ma­no ni ani­mal. Só­lo que al es­cu­char­lo les es­tre­me­cía has­ta los hue­sos. El so­ni­do te­nía una si­mi­li­tud al chas­qui­do que emi­ten los mur­cié­la­gos. Era tal el mis­te­rio y el pa­vor que te­nían es­tos gue­rre­ros, que sin re­ci­bir or­den al­gu­na, to­dos al uní­so­no des­ple­ga­ron sus ar­mas. En ese mo­men­to, el ho­rren­do so­ni­do se de­tie­ne y jun­to con él to­dos los so­ni­dos del bos­que. En ese pre­ci­so ins­tan­te, el si­len­cio se hi­zo se­pul­cral. Los sol­da­dos ya se pres­ta­ban pa­ra ro­dear a la si­lue­ta. Ob­ser­van ató­ni­tos có­mo el ex­tra­ño da un tre­men­do sal­to y cae pa­ra­do so­bre una ra­ma de la aca­cia que es­ta­ba a su la­do. La sor­pre­sa fue enor­me al ver la al­tu­ra en que ha­bía sal­ta­do la si­lue­ta, ya que nin­gún hom­bre nor­mal la hu­bie­ra po­di­do al­can­zar. De pron­to el si­len­cio se rom­pió al es­cu­char el ate­rra­dor so­ni­do an­te­rior; lue­go de unos es­ca­sos se­gun­dos el chi­lli­do se hi­zo más in­ten­so, tan des­ga­rra­dor fue el so­ni­do que los sol­da­dos no pu­die­ron so­por­tar­lo y fue­ron obli­ga­dos a ta­par­se los oí­dos. En el mo­men­to en que el so­ni­do iba pro­gre­san­do, las lu­ces ro­jas au­men­ta­ron su in­ten­si­dad. Es­ta vi­sión pro­vo­có un tre­men­do te­rror a los sol­da­dos, que sin du­dar y ta­pán­do­se los oí­dos, se die­ron a la fu­ga. Al tra­tar de huir, los sol­da­dos se dan cuen­ta de que la si­lue­ta aho­ra se en­con­tra­ba nue­va­men­te al fren­te de ellos. No po­dían creer su ve­lo­ci­dad, pe­ro lue­go de unos se­gun­dos uno de los sol­da­dos se da cuen­ta y les di­ce a los de­más:
—No es la mis­ma, es otra.
Al gi­rar sus mi­ra­das, se dan cuen­ta de que ya no eran dos, si­no tres. De pronto, y por de­trás de ellos, apa­re­ce una cuar­ta som­bra que de es­ta for­ma cie­rra el cír­cu­lo al­re­de­dor de los sol­da­dos. Las som­bras co­mien­zan con sus ho­rro­ro­sos chi­lli­dos, los sol­da­dos ob­ser­van que las som­bras se aga­za­pan, ellos em­pu­ñan sus ar­mas y se mi­ran unos a los otros, lue­go de unos mi­nu­tos las som­bras dan un sal­to y caen so­bre los sol­da­dos.
Al ama­ne­cer, Cal­kén se dis­po­nía a pa­sar re­vis­ta a las pa­tru­llas que, de a una, iban lle­gan­do de las fron­te­ras. Pe­ro de las diez pa­tru­llas só­lo cin­co ha­bían vuel­to de allí. Cal­kén, asom­bra­do, reú­ne a las pa­tru­llas re­cién lle­ga­das y les pre­gun­ta si sa­bían al­go de las de­más; los je­fes le res­pon­den no sa­ber na­da de los otros gru­pos. Uno de ellos le re­cuer­da que ha­bía si­do una no­che atí­pi­ca, ya que de un mo­men­to a otro el si­len­cio los ha­bía en­vuel­to. Otro, co­men­tó que ha­bía es­cu­cha­do al­gu­nos so­ni­dos ra­ros en cer­ca­nías de la zo­na oes­te, pe­ro só­lo ha­bía si­do por unos po­cos mi­nu­tos.
Al es­cu­char es­tos re­la­tos, Cal­kén eli­ge a sus me­jo­res quin­ce sol­da­dos y les or­de­na que lo si­gan, y sin du­dar par­ten ha­cia la fron­te­ra oes­te, en bús­que­da de las pa­tru­llas ex­tra­via­das.
Al lle­gar allí, don­de ha­bi­tual­men­te acam­pa­ban y se ha­cía ba­se pa­ra la guar­dia noc­tur­na, que­dan he­la­dos y ate­rro­ri­za­dos al ver el es­ce­na­rio que te­nían an­te sus ojos.
La pri­me­ra pa­tru­lla es en­con­tra­da es­par­ci­da por to­do el pe­rí­me­tro. Los cuer­pos es­ta­ban irre­co­no­ci­bles, sal­vo por las te­las de las ves­ti­men­tas, que da­ban a co­no­cer las iden­ti­da­des de los sol­da­dos.
Col­ga­do de una ra­ma con los pies ha­cia arri­ba, es­ta­ba el úni­co cuer­po en­te­ro, só­lo que le fal­ta­ba la ca­be­za y en su es­pal­da te­nía es­cri­to, con al­go muy fi­lo­so, la pa­la­bra “Sa­cri­fi­cio”.
Cal­kén, blan­co por la im­pre­sión, or­de­na la re­co­lec­ción de los cuer­pos y con el res­to de los sol­da­dos par­ten en bús­que­da de las de­más pa­tru­llas. Al lle­gar al otro pun­to de vi­gi­lan­cia se en­cuen­tran con el mis­mo dan­tes­co es­pec­tá­cu­lo, pe­ro es­ta vez en el muer­to que col­ga­ba, sin ca­be­za, la le­yen­da de­cía: “Cal­kén”.
Así fue su­ce­dien­do el día, una tras otra fue­ron en­con­tra­das las pa­tru­llas, pe­ro en ca­da una de ellas el men­sa­je era dis­tin­to. Una de­cía: “Ven­gan­za”; la otra de­cía: “Muer­te”, y en la úl­ti­ma: “Es­cla­vi­tud”.
Sin du­das que és­te era un ho­rren­do y sá­di­co avi­so. Al in­ves­ti­gar en la zo­na, en­cuen­tran que to­do ha­bía su­ce­di­do muy rá­pi­da­men­te y ca­si sin nin­gún ti­po de re­sis­ten­cia de par­te de los fa­lle­ci­dos. Tam­bién en el lu­gar se en­con­tra­ron mu­chas hue­llas de quil­cos.
Cal­kén se da cuen­ta de que es­to ha su­ce­di­do por­que el sa­cri­fi­cio no se ha­bía rea­li­za­do, co­mo es­tu­vo pac­ta­do. En­ton­ces, sin du­dar­lo, to­ma a un re­du­ci­do gru­po de sol­da­dos y par­ten ha­cia los te­rri­to­rios de Amuk.
Pa­ra lle­gar a di­cho te­rri­to­rio, ha­bía que cos­tear la cor­di­lle­ra y se­guir co­rrien­te aba­jo al río que se di­ri­ge des­de el vol­cán Omín ha­cia el cen­tro del pue­blo de Amuk. Cal­kén y sus sol­da­dos iban fuer­te­men­te ar­ma­dos, pe­ro la ira de Cal­kén no le de­ja­ba ver el te­rror en los ros­tros de sus sol­da­dos. És­tos, de más de mil ba­ta­llas, pre­sen­tían que és­ta no se­ría una mi­sión más, y en sus ros­tros se po­día per­ci­bir el mie­do que los re­co­rría.
Al atar­de­cer, en un cla­ro, Cal­kén or­de­na de­te­ner la mar­cha y que se pre­pa­ren pa­ra acam­par. Ha­cen una ho­gue­ra y co­lo­can cen­ti­ne­las al­re­de­dor del pe­rí­me­tro. La no­che co­men­za­ba con su ha­bi­tual con­cier­to, que con­tras­ta­ba con el si­len­cio de los sol­da­dos. De pron­to, uno de los cen­ti­ne­las da un gri­to de te­rror y cae des­plo­ma­do con su es­tó­ma­go par­ti­do en dos, co­mo si lo hu­bie­sen cor­ta­do con mil na­va­jas. En ese ins­tan­te, otro sol­da­do da la voz de alar­ma y to­do el gru­po, in­clui­do Cal­kén, de­sen­vai­nan sus ar­mas. Los sol­da­dos for­man un cír­cu­lo hu­ma­no, y en su in­te­rior co­lo­can a Cal­kén, cuan­do de pron­to, por los re­fle­jos de la lu­na, ob­ser­van có­mo un gru­po de quil­cos co­mien­zan a re­tar­los, ha­cien­do el mis­mo so­ni­do que la no­che an­te­rior. Cal­kén, vi­si­ble­men­te ate­rra­do, or­de­na a sus sol­da­dos que ata­quen, pe­ro és­tos, por el pá­ni­co, du­dan un se­gun­do. Cal­kén re­pi­te la or­den y sus sol­da­dos, emi­tien­do su gri­to de gue­rra, sal­tan des­pe­di­dos con­tra los quil­cos. Con Cal­kén só­lo se que­da su lu­gar­te­nien­te co­mo cus­to­dia. Mien­tras los de­más gue­rre­ros co­rren ha­cia los quil­cos, és­te y su cus­to­dio sa­len co­rrien­do ha­cia el otro la­do. Mien­tras los gue­rre­ros co­rrían pa­ra en­fren­tar­se a los quil­cos, ob­ser­van que de­trás de ellos apa­re­ce la si­lue­ta de un pil­che, que les or­de­na ata­car a los sol­da­dos, y sin du­dar los quil­cos arre­me­ten y em­bis­ten a los gue­rre­ros. El cho­que fue rá­pi­do y ful­mi­nan­te. El gru­po de gue­rre­ros de la eli­te de Cal­kén, gri­ta­ba de te­rror mien­tras eran des­tro­za­dos por las ga­rras de los quil­cos.
Al ter­mi­nar el com­ba­te, el pil­che se de­tie­ne a ob­ser­var el dan­tes­co es­pec­tá­cu­lo y en ese mo­men­to se da cuen­ta de que ahí no se en­con­tra­ba el cuer­po de Cal­kén. En­ton­ces de in­me­dia­to les or­de­na a sus quil­cos que sal­gan a bus­car­lo. Al es­cu­char es­ta or­den cua­tro quil­cos sa­len des­pe­di­dos a to­da ve­lo­ci­dad en bús­que­da de Cal­kén. És­te y su cus­to­dio ha­bían hui­do por un sen­de­ro que cos­tea­ba el río que los lle­va­ría jus­to al cen­tro del pue­blo de Amuk.
Es­te sen­de­ro es­ta­ba a unos trein­ta me­tros de al­tu­ra, so­bre las már­ge­nes del río, que en ese sec­tor era muy cau­da­lo­so por la gran pen­dien­te y por las enor­mes ro­cas que ador­na­ban su cau­ce.
Los fu­gi­ti­vos ha­brían co­rri­do por más de una ho­ra, pe­ro los quil­cos ya le es­ta­ban dan­do al­can­ce. En ese mo­men­to el cus­to­dio lo to­ma del bra­zo a Cal­kén y lo em­pu­ja con­tra la pa­red de la mon­ta­ña. Lo cu­bre con su cuer­po y se co­lo­ca en po­si­ción de­fen­si­va. Los quil­cos se de­tie­nen a unos po­cos me­tros de ellos emi­tien­do el ho­rren­do so­ni­do, des­pués de ca­llar se le aba­lan­zan. El cus­to­dio se in­ter­po­ne en­tre el ata­que de los quil­cos y Cal­kén. És­te, ate­rro­ri­za­do, ob­ser­va có­mo des­tro­zan a su lu­gar­te­nien­te sin que pu­die­ra ha­ber da­do tan só­lo un gol­pe. En ese mo­men­to de con­fu­sión y fre­ne­sí ase­si­no de los quil­cos, Cal­kén no du­da y sal­ta ha­cia el río. Ya en el ai­re no­ta que al­go lo de­tie­ne y sien­te en la es­pal­da un do­lor te­rri­ble, co­mo si lo es­tu­vie­ran des­ga­rran­do en vi­da. Gi­ra la ca­be­za y ob­ser­va que un quil­co le ha­bía cla­va­do sus ga­rras en la es­pal­da y lo su­je­ta­ba con ellas. En ese mo­men­to, y con un mo­vi­mien­to de­ses­pe­ra­do, Cal­kén le da un gol­pe con su da­ga, cor­tán­do­le el bra­zo. El quil­co lo suel­ta y és­te cae ha­cia las os­cu­ras aguas del to­rren­to­so río.
La caí­da fue lar­ga y pa­re­cía in­ter­mi­na­ble. El gol­pe con­tra la su­per­fi­cie del río lo aton­ta y su cuer­po gra­ve­men­te he­ri­do se su­mer­ge, de­sa­pa­re­cien­do to­tal­men­te.
Los quil­cos en la ori­lla del acan­ti­la­do só­lo emi­tían le­ves so­ni­dos mien­tras mi­ra­ban ha­cia las pro­fun­di­da­des del río. Cuan­do por de­trás de ellos se es­cu­cha un fuer­te chi­lli­do muy agu­do que los ha­ce ca­llar y vol­ver rá­pi­da­men­te al lu­gar de don­de vi­nie­ron.
El ama­ne­cer se dis­po­nía a des­ple­gar to­da su be­lle­za so­bre el vas­to te­rri­to­rio de Amuk. És­te y sus her­ma­nos se pre­pa­ra­ban pa­ra ir de pes­ca, co­mo lo ha­cían to­das las ma­ña­nas.
Al lle­gar al lu­gar pre­fe­ri­do, Ko­kesh­ke, que se dis­po­nía a re­co­ger sus re­des, ob­ser­va en la ori­lla un cuer­po vi­si­ble­men­te he­ri­do y ba­ña­do en san­gre que se acer­ca y des­cu­bre que es Cal­kén, que con un su­su­rro le pre­gun­ta por Amuk. Ko­kesh­ke se po­ne de pie y de un gri­to lla­ma a su her­ma­no. És­te se acer­ca y con asom­bro ve a Cal­kén gra­ve­men­te he­ri­do. Amuk se arro­di­lla a su la­do y Cal­kén, ca­si sin voz, le cuen­ta lo su­ce­di­do. Le pi­de dis­cul­pas y le ha­ce ju­rar que tra­ta­rá de sal­var a la ma­yor can­ti­dad de per­so­nas po­si­bles y en es­pe­cial a su hi­ja Ma­ya, ya que Elem se dis­pon­drá a sa­cri­fi­car­la, lue­go de des­truir to­da al­dea y pue­blo en las Tie­rras del Sur. Amuk, to­mán­do­lo por la nu­ca, lo in­cor­po­ra le­ve­men­te al tiem­po que le ju­ra que tra­ta­rá de sal­var la ma­yor can­ti­dad de gen­te po­si­ble. En ese mo­men­to, Cal­kén lo in­te­rrum­pe di­cién­do­le que de­be es­tar pre­pa­ra­do por­que es­to es el co­mien­zo de una te­rri­ble e ine­vi­ta­ble gue­rra. Des­pués, se re­tuer­ce del do­lor y que­da con la mi­ra­da fi­ja y sin el bri­llo de la vi­da. Amuk se po­ne de pie y di­ce a sus her­ma­nos:
—Sien­to de­cir­les que lo que me es­pe­ra­ba des­pués de aque­lla no­che, ya ha da­do co­mien­zo.
Shía lo mi­ra a su her­ma­no ma­yor y le di­ce:
—Pre­fie­ro mo­rir en ba­ta­lla que ser una co­bar­de que ne­ce­si­ta de un sa­cri­fi­cio hu­ma­no pa­ra pre­ser­var la paz.
Amuk la mi­ra con res­pe­to, y en ese mo­men­to le or­de­na a ella y Ko­kesh­ke que va­yan de in­me­dia­to en ayu­da del pue­blo de Cal­kén, que se­gu­ra­men­te es­ta­rá aje­no a to­do lo su­ce­di­do. Él y Maíp vol­ve­rán al pue­blo a pre­pa­rar a sus gue­rre­ros pa­ra la ba­ta­lla.
Sin dis­cu­sión al­gu­na, Shía y su her­ma­no vuel­ven a sus cho­zas y to­man va­rias bol­sas de pun­tas de fle­chas y sin per­der tiem­po par­ten ha­cia el te­rri­to­rio de Cal­kén.
Mien­tras Amuk or­de­na a las mu­je­res, ni­ños y an­cia­nos, a re­ple­gar­se ha­cia las cue­vas que se en­con­tra­ban en el Va­lle de la Lu­na, tam­bién les or­de­na que una vez allí de­be­rán for­jar la ma­yor can­ti­dad de ar­mas que pue­dan y en el tiem­po más rá­pi­do po­si­ble. Mien­tras, Maíp se­lec­cio­na a los hom­bres más ap­tos pa­ra la ba­ta­lla, pa­ra que en­gro­sen las fi­las de su ya te­mi­ble ejér­ci­to.
Al es­cu­char es­to, Chi­nak de­ja a su hi­jo al cui­da­do de una ami­ga y sa­le rá­pi­da­men­te de su cho­za. Lle­ga adon­de es­ta­ba su ma­ri­do y le di­ce:
—Creo que es­te pro­ble­ma de­man­da­rá mu­chos hom­bres pa­ra so­lu­cio­nar­lo. Y con tu per­mi­so te pi­do que me de­jes ir a lo de Thok, pa­ra pe­dir­le que nos ayu­de con sus ejér­ci­tos.
Amuk se sen­tía or­gu­llo­so de su fa­mi­lia, en­ton­ces sin du­dar le res­pon­de que sí. Que va­ya y le pi­da ayu­da a su pa­dre.
En ese mo­men­to, Ko­kesh­ke y Shía en­tran al te­rri­to­rio de Cal­kén y son tes­ti­gos de la de­so­la­ción que es­ta­ban lle­van­do a ca­bo las hor­das de quil­cos. El ca­mi­no to­ma­do por los quil­cos era fá­cil de des­cu­brir, ya que tras los pa­sos de es­tos en­gen­dros, só­lo que­da­ba des­truc­ción y muer­te. La de­vas­ta­ción que es­tos ejér­ci­tos pro­pi­na­ban no ha­cía dis­tin­ción de ra­zas, ya que hom­bres y ani­ma­les eran ase­si­na­dos por igual. La ve­ge­ta­ción, que has­ta ayer era de un co­lor ver­de ja­de, hoy era un pá­ra­mo re­se­co y ama­ri­llen­to. Mi­ran­do el sue­lo, só­lo se po­día ver gran­des can­ti­da­des de hue­llas de quil­cos, to­das ellas ali­nea­das ha­cia el cen­tro del pue­blo de Cal­kén.
Al ver es­te pai­sa­je ate­rra­dor, Ko­kesh­ke di­ce a su her­ma­na que co­no­ce un ata­jo, y lue­go de co­men­tár­se­lo, am­bos ace­le­ran el pa­so. El ca­mi­no ele­gi­do por los her­ma­nos era más ele­va­do que el res­to de los de­más. Gra­cias a ello pue­den ob­ser­var la mag­ni­tud del con­flic­to que se ha­bía de­sa­ta­do. Re­cién allí to­man con­cien­cia del pro­ble­ma que te­nían que so­lu­cio­nar, ya que nun­ca ha­bían vis­to tan­ta can­ti­dad de quil­cos co­mo en ese mo­men­to. Shía, con su ha­bi­tual iro­nía, le di­ce:
—Bue­no, her­ma­ni­to, una mi­tad es pa­ra mí y la otra te la de­jo a vos.
Ko­kesh­ke la mi­ra de reo­jo y es­bo­za una le­ve son­ri­sa, to­da una car­ca­ja­da pa­ra su frío ca­rác­ter. El ca­mi­no que los con­du­cía ha­cia el pue­blo de Cal­kén se in­ter­na­ba en un pe­que­ño bos­que. Una vez den­tro, ace­le­ran el pa­so y lue­go de una me­dia ho­ra sa­len de allí y se en­cuen­tran an­te las puer­tas del pue­blo. La vi­da de sus ha­bi­tan­tes era de ab­so­lu­ta nor­ma­li­dad, to­tal­men­te aje­nos al pro­ble­ma que se acer­ca­ba. Al lle­gar al cen­tro, la gen­te del lu­gar los mi­ra­ba sin en­ten­der el mo­ti­vo de su pri­sa. En­ton­ces Ko­kesh­ke pi­de ha­blar con la per­so­na a car­go del pue­blo. De la cho­za cen­tral apa­re­ce un hom­bre­ci­to que, con ai­re al­ta­ne­ro, les di­ce con voz chi­llo­na e in­qui­si­do­ra:
—Soy Smo­ki y es­toy a car­go. ¿Qué ha­cen aquí?, ¿con qué au­to­ri­za­ción osan in­te­rrum­pir la paz del pue­blo?, ¿dón­de es­ta Cal­kén?
A to­das es­tas pre­gun­tas, Ko­kesh­ke las con­tes­ta con su ha­bi­tual frial­dad:
—Sal­ván­do­te la vi­da. ¡Qué te im­por­ta! Es­tá muer­to.
He­la­do y per­ple­jo por las res­pues­tas de Ko­kesh­ke, Smo­ki no su­po qué de­cir y un frío le co­rrió por la es­pal­da. Ya que sa­bía, por co­no­cer­lo, que el enor­me gue­rre­ro no era de an­dar con ro­deos in­ne­ce­sa­rios.
Shía, con una son­ri­sa cóm­pli­ce, al es­cu­char la for­ma de res­pon­der de su her­ma­no, le pre­gun­ta:
—¿Dón­de es­ta Ma­ya?
Smo­ki, to­da­vía per­ple­jo por lo su­ce­di­do, le­van­ta la ma­no de­re­cha y se­ña­la la cho­za prin­ci­pal. Sin du­dar un ins­tan­te, Shía en­tra en ella y a los po­cos mi­nu­tos sa­le de la cho­za con Ma­ya to­ma­da de un bra­zo. Ma­ya era una jo­ven­ci­ta de unos die­ci­nue­ve años, su piel mo­re­na y su cor­te de ros­tro, ha­cía que tu­vie­ra las ca­rac­te­rís­ti­cas fí­si­cas ha­bi­tua­les de la gen­te de esas tie­rras. Se la veía to­tal­men­te asus­ta­da y ner­vio­sa, ya que Shía le ha­bía con­ta­do lo su­ce­di­do has­ta ese mo­men­to. Mien­tras, Ko­kesh­ke le ha­bía or­de­na­do a Smo­ki que reu­nie­ra al pue­blo.
Una vez reu­ni­dos, los her­ma­nos cuen­tan lo que es­ta­ba ocu­rrien­do: la gen­te del lu­gar qui­so en­trar en pá­ni­co, pe­ro Shía los tran­qui­li­zo di­cien­do que pa­ra eso ellos ha­bían ve­ni­do. Lue­go de unos mi­nu­tos de de­li­be­ra­ción, Ko­kesh­ke le or­de­na a su her­ma­na que to­me a to­das las mu­je­res y ni­ños y jun­to con un gru­po de sol­da­dos par­ta con ur­gen­cia ha­cia las cue­vas del Va­lle de la Lu­na.
Mien­tras Shía par­tía ha­cia su des­ti­no, su her­ma­no, con el grue­so de los sol­da­dos de Cal­kén y un gru­po de hom­bres, con las con­di­cio­nes fí­si­cas pa­ra la pe­lea, en­sa­yan una suer­te de ma­nio­bras pa­ra per­mi­tir que su pue­blo ten­ga el tiem­po ne­ce­sa­rio pa­ra huir.
En el pre­ci­so mo­men­to que Shía y su gen­te par­ten, su her­ma­no em­pie­za a or­ga­ni­zar las de­fen­sas en con­jun­to con los ge­ne­ra­les del ejér­ci­to de Cal­kén. To­ma las bol­sas de pun­tas de fle­cha y les or­de­na que las cam­bien por és­tas a to­das sus fle­chas. Sin per­der tiem­po se abo­can a es­te tra­ba­jo, y una vez ter­mi­na­do el tra­ba­jo de cam­biar las fle­chas, por las traí­das del va­lle de la lu­na, Ko­kesh­ke, por me­dio de sus ge­ne­ra­les, los ubi­ca en las po­si­cio­nes prees­ta­ble­ci­das pa­ra es­pe­rar la lle­ga­da del ejér­ci­to ene­mi­go. La es­pe­ra no fue lar­ga, pe­ro les pa­re­ció una eter­ni­dad. Por el sen­de­ro oes­te, ya se es­cu­cha­ban las hor­das de quil­cos. És­tos, al sa­lir del sen­de­ro, no se die­ron cuen­ta o nun­ca se ima­gi­na­ron que los es­ta­rían es­pe­ran­do. Una vez que el ejér­ci­to de quil­cos es­tu­vo al des­cu­bier­to, Ko­kesh­ke no du­da y or­de­na de in­me­dia­to el ata­que. En se­gun­dos, una an­da­na­da de fle­chas sur­ca el cie­lo e im­pac­ta con­tra el ejér­ci­to y una gran can­ti­dad de quil­cos cae ful­mi­na­da.
El pilche que es­ta­ba de­trás de la pri­me­ra lí­nea de su ejér­ci­to se sor­pren­dió, y sin per­der tiem­po or­de­nó el con­tra­ta­que. La fu­ria de los quil­cos no se hi­zo es­pe­rar, és­tos con una ve­lo­ci­dad anor­mal se aba­lan­za­ron con­tra el pue­blo, pe­ro una se­gun­da an­da­na­da de fle­chas hi­zo es­tra­gos nue­va­men­te en sus fi­las. La ma­rea de quil­cos era de­ma­sia­do gran­de, en com­pa­ra­ción con la can­ti­dad de sol­da­dos que te­nía Ko­kesh­ke. Por ese mo­ti­vo, los quil­cos se­guían arre­me­tien­do.
Gra­cias a las fuer­zas que el gran gue­rre­ro del sur les da­ba a sus hom­bres, se man­tu­vo la dis­tan­cia has­ta que la úl­ti­ma an­da­na­da de fle­chas sur­có el cie­lo. En­ton­ces, sin du­dar, Ko­kesh­ke or­de­na la in­me­dia­ta re­ti­ra­da de su ejér­ci­to. Las hor­das de quil­cos los si­guen a to­da ve­lo­ci­dad, y en­se­gui­da les dan al­can­ce. Ko­kesh­ke, sin­tién­do­se pre­sa de una ca­ce­ría hu­ma­na, or­de­na un con­tra­ta­que de­ses­pe­ra­do y así es co­mo co­mien­za una ba­ta­lla de­si­gual. Los sol­da­dos de Ko­kesh­ke lu­cha­ban con va­lor, pe­ro eran ne­ta­men­te su­pe­ra­dos por el ene­mi­go. Ko­kesh­ke, sin pen­sar, lu­cha­ba de igual a igual con los quil­cos. Sus sol­da­dos, al ver­lo, no po­dían creer la fuer­za y la fu­ria que po­nía en ca­da gol­pe. Eso só­lo les da­ba un to­que de va­lor a sus di­ri­gi­dos que tra­ta­ban de imi­tar­lo. El gran gue­rre­ro del sur en ese mo­men­to es ata­ca­do por un quil­co, des­de atrás y dan­do un gi­ro de tres­cien­tos se­sen­ta gra­dos, le cla­va su da­ga en el cue­llo, hi­rién­do­lo mor­tal­men­te. De pron­to, y por de­trás del quil­co muer­to, apa­re­ce la enor­me fi­gu­ra del pil­che. Ko­kesh­ke en ese mo­men­to no tu­vo reac­ción, ya que la ve­lo­ci­dad del pil­che fue su­pe­rior. És­te só­lo ati­na a es­qui­var el pri­mer gol­pe. Pe­ro cuan­do el pil­che es­ta­ba por ases­tar­le el se­gun­do, por de­trás de Ko­kesh­ke apa­re­ció, co­mo un re­lám­pa­go, Shía, que con su da­ga des­vía el gol­pe. Al ver es­to, el pil­che por unos se­gun­dos que­da per­ple­jo, tiem­po que es apro­ve­cha­do por Shía, que se po­ne a la par de su her­ma­no. En ese ins­tan­te, és­te le pre­gun­ta:
—¿Qué es­tás ha­cien­do acá?
—Sal­ván­do­te el pe­lle­jo, her­ma­ni­to —con­tes­ta Shía, mi­rán­do­lo de reo­jo.
En ese mo­men­to el pil­che ata­ca a los her­ma­nos y és­tos se fun­den en un bru­tal com­ba­te.
El pil­che se sen­tía ava­sa­lla­do por el ata­que de los her­ma­nos, pe­ro igual­men­te su ins­tin­to le de­cía que de­bía se­guir pe­lean­do. De pron­to, y por so­bre una pe­que­ña lo­ma en las afue­ras del pue­blo, una nu­be de fle­chas os­cu­re­ce el cie­lo y caen so­bre los quil­cos, ma­tan­do a cien­tos de ellos. Al ver es­to, el pil­che de­tie­ne su ata­que por un se­gun­do y con asom­bro ob­ser­va que el ata­que ve­nía de par­te de un gran ejér­ci­to co­man­da­do por Amuk y Thok. Sin du­dar más rea­nu­da su pe­lea con los her­ma­nos. Es­ta dis­trac­ción es apro­ve­cha­da por Ko­kesh­ke, que ha­ce un sú­bi­to mo­vi­mien­to ha­cia la de­re­cha, mien­tras que su her­ma­na con un mo­vi­mien­to dig­no de un fe­li­no, sal­ta so­bre el pil­che y le cla­va la da­ga en el cos­ta­do de­re­cho de su cue­llo, al tiem­po que Ko­kesh­ke, in­cli­nán­do­se ha­cia aba­jo, le en­sar­ta su da­ga en la axi­la iz­quier­da. En ese mo­men­to, el pil­che emi­te un so­ni­do sor­do y en­vuel­to en san­gre cae muer­to al pi­so. Al ver a su ge­ne­ral muer­to se crea un am­bien­te de con­fu­sión en los quil­cos, que hu­yen del com­ba­te emi­tien­do sus ho­rren­dos chi­lli­dos.
La ma­tan­za fue tre­men­da, de los sol­da­dos que co­man­da­ba Ko­kesh­ke só­lo que­da­ban unos po­cos cien­tos. Al en­con­trar­se los her­ma­nos, Amuk los sa­lu­da y les di­ce:
—Es­to es só­lo el co­mien­zo, ha­brá que or­ga­ni­zar­se por­que se­gu­ro que nos es­pe­ra un ata­que más gran­de y fu­rio­so.
La cal­ma era apa­ren­te. Los hom­bres jun­ta­ban los cuer­pos mu­ti­la­dos mien­tras que los ge­ne­ra­les de los ejér­ci­tos, jun­to con Amuk y sue­gro, se dis­po­nían a te­ner una reu­nión.
La ho­gue­ra era el cen­tro de la reu­nión. De un la­do es­ta­ban los her­ma­nos Ko­kesh­ke, Shía y Maíp. Al fren­te de és­tos, Amuk y a su la­do, Thok, con su lu­gar­te­nien­te y hom­bre de ma­yor con­fian­za, Só­reck.
El chis­po­rro­tear de la le­ña con­tras­ta­ba con la os­cu­ra no­che que los cu­bría.
En esa reu­nión se dis­cu­tía cuál se­rían los pa­sos a se­guir y có­mo se­ría la for­ma más con­ve­nien­te de sa­lir de se­me­jan­te pro­ble­ma, ya que no só­lo se es­ta­ba po­nien­do en jue­go la vi­da de es­tos va­le­ro­sos pue­blos, si­no que, se­gu­ra­men­te, el con­flic­to se ex­pan­di­ría más allá de las fron­te­ras de las Tie­rras del Sur.
Por eso, lo pri­me­ro que ex­pre­só Amuk fue la ne­ce­si­dad de de­te­ner es­te con­flic­to lo an­tes po­si­ble.
En­ton­ces Thok le di­ce:
—¿Tú crees que nues­tros ejér­ci­tos es­tán ca­pa­ci­ta­dos pa­ra eso?
—No lo sé —con­tes­ta Amuk—. So­lo sé que de­be­mos de­te­ner a Elem y sus hor­das, por­que si­no es­to se­rá co­mo una en­fer­me­dad que sé ira ex­ten­dien­do y no ten­drá cu­ra.
Ko­kesh­ke pi­de la pa­la­bra, to­do el mun­do ha­ce si­len­cio, ya que él y Shía fue­ron los pri­me­ros hu­ma­nos que de­mos­tra­ron que los pil­ches no son in­des­truc­ti­bles co­mo se su­po­nía. En­ton­ces és­te di­ce:
—Yo creo que de­be­mos re­fu­giar­nos en las cue­vas del Va­lle de la Lu­na, ahí ten­dre­mos el su­fi­cien­te su­mi­nis­tro de ar­mas y po­dre­mos de­fen­der­nos me­jor de un ata­que fron­tal.
Maíp in­te­rrum­pe a su her­ma­no di­cien­do que él ya ha­bía de­ja­do pre­ci­sas ór­de­nes a su gen­te.
El Va­lle de la Lu­na es­ta­ba com­pues­to por un gru­po de pe­que­ños ce­rros que for­ma­ban un cír­cu­lo ca­si per­fec­to. Den­tro de es­te cír­cu­lo mon­ta­ño­so se ha­lla­ba el Va­lle de la Lu­na. Es­ta­ba ubi­ca­do en el ex­tre­mo sur del te­rri­to­rio de Amuk. Su úni­ca en­tra­da es­ta­ba for­ma­da por las la­de­ras de dos de sus ce­rros. Es­te pa­sa­je era de­ma­sia­do es­tre­cho pa­ra que pu­die­ra in­gre­sar un ejér­ci­to de gran­des mag­ni­tu­des. Por ese mo­ti­vo, el va­lle te­nía un va­lor es­tra­té­gi­co, ya que se po­dría de­fen­der con po­ca can­ti­dad de sol­da­dos. Den­tro, se en­con­tra­ban di­se­mi­na­dos por la lla­nu­ra, los res­tos de una gi­gan­tes­ca ro­ca que ha­cía mi­le­nios ha­bía caí­do del cie­lo. Por es­te mo­ti­vo los lu­ga­re­ños lo lla­ma­ban el Va­lle de la Lu­na, ya que se creía que era un pe­da­zo de lu­na que ha­bía caí­do en ese lu­gar. Den­tro de la lla­nu­ra del va­lle se en­con­tra­ban es­par­ci­dos los res­tos de esa pie­dra, su co­lor ro­ji­zo le da­ba al lu­gar un ha­lo de mis­te­rio, es­te ra­ro me­tal era uti­li­za­do por la gen­te de Amuk pa­ra cons­truir ele­men­tos de ca­za, pes­ca y to­do ti­po de ar­mas, ya que a és­tas les da­ba un po­der es­pe­cial, con ellas se po­día de­rro­tar tan­to a quil­cos co­mo a pil­ches muy fá­cil­men­te. Por és­te y otros mo­ti­vos el va­lle siem­pre fue muy co­di­cia­do por Cal­kén y por otro ca­ci­que de po­ca mon­ta lla­ma­do Kash­ka.
En el lu­gar opues­to al pa­sa­je de en­tra­da al va­lle se en­con­tra­ban las cue­vas y sus fa­mo­sos la­be­rin­tos. Es­tas cue­vas eran usa­das por el pue­blo de Amuk co­mo re­fu­gio al­ter­na­ti­vo pa­ra so­por­tar cual­quier ti­po de ata­que o ase­dio ex­ter­no. Den­tro de ellas ha­bía unas re­des de pa­sa­jes que for­ma­ban un enor­me e in­trin­ca­do la­be­rin­to, só­lo el ca­ci­que de es­tas tie­rras sa­bía cuál era la sa­li­da del mis­mo.
Amuk, al es­cu­char la de­ci­sión que ha­bía to­ma­do su her­ma­no Maíp, agre­ga que el va­lle se­ría un lu­gar es­pe­cial, pe­ro pe­li­gro­so, pa­ra una em­bos­ca­da. Ko­kesh­ke di­ce:
—Ha­brá que po­ner sec­to­res de de­fen­sa por so­bre la en­tra­da y al fren­te. Shía los in­te­rrum­pe di­cien­do:
—Us­te­des es­tán pla­nean­do to­do con cui­da­do, pe­ro me pa­re­ce que es muy arries­ga­do lle­var el com­ba­te tan cer­ca de nues­tra gen­te. Yo creo que de­be­ría­mos lle­var la lu­cha lo más le­jos po­si­ble de los nues­tros.
—Tie­nes ra­zón —con­tes­ta Amuk— pe­ro yo creo que en el va­lle se po­drá te­ner una opor­tu­ni­dad de ga­nar. Yo sé que el ries­go es gran­de, ¿pe­ro qué ven­ta­ja ten­dría­mos si per­de­mos es­ta gue­rra? Ya que to­dos sa­be­mos lo que su­ce­de­rá a par­tir de hoy. Creo que des­de hoy en ade­lan­te se mar­ca­rá la di­fe­ren­cia en­tre la paz, que no­so­tros que­re­mos, y la os­cu­ri­dad y el te­rror que Elem pre­ten­de sem­brar en el mun­do.
Thok es­cu­cha­ba el diá­lo­go sin pro­nun­ciar pa­la­bra al­gu­na, só­lo es­ta­ba aten­to, in­ter­pre­tan­do las in­quie­tu­des y opi­nio­nes de sus va­lien­tes ca­ma­ra­das. Pe­ro des­pués de un ra­to, cuan­do to­dos ha­bían ter­mi­na­do con sus opi­nio­nes, to­mó la pa­la­bra y les di­jo:
—To­dos sa­be­mos có­mo ma­tar a un quil­co o a un pil­che. Pe­ro se ol­vi­dan de lo más te­rri­ble, se ol­vi­dan de Elem y su hi­jo Mis­tra.
Los her­ma­nos ha­cen un si­len­cio pro­fun­do, ya que no sa­bían qué de­cir al res­pec­to. En­ton­ces Thok con voz fir­me les pre­gun­ta:
—¿Có­mo ma­tar lo que no mue­re? ¿Có­mo co­no­cer lo que no se co­no­ce?
Shía en­ton­ces le pre­gun­ta:
—¿Qué ha­ce­mos al res­pec­to?
En­ton­ces Thok, con su voz apa­ci­ble pe­ro rí­gi­da, le con­tes­ta y ex­pli­ca que en el te­rri­to­rio del sur, que era go­ber­na­do por Kash­ka, exis­tía un bos­que lla­ma­do Wo­kul, el más an­ti­guo de to­das las Tie­rras del Sur, ubi­ca­do al su­does­te del te­rri­to­rio de Kash­ka. En es­te an­ti­guo y mis­te­rio­so bos­que, que los lu­ga­re­ños con­si­de­ra­ban ta­bú, vi­ve un ser que to­do lo sa­be y to­do lo pue­de, y que se­gu­ro po­drá dar­nos una res­pues­ta a es­tos in­te­rro­gan­tes.
—¿Có­mo lle­ga­ría­mos al bos­que? —pre­gun­ta Maíp con su ha­bi­tual ím­pe­tu. Thok le res­pon­de:
—To­man­do el ca­mi­no que los lle­va ha­cia el río que di­vi­de sus fron­te­ras, lue­go cru­zar­lo y to­mar ha­cia el sur por el sen­de­ro que cos­tea la gran cor­di­lle­ra.
Co­no­cien­do las am­bi­cio­nes des­me­di­das de Kash­ka, Amuk co­men­ta:
—Creo que Kash­ka ya se de­be de ha­ber en­te­ra­do de lo su­ce­di­do y se­gu­ro que que­rrá sa­car sus ré­di­tos per­so­na­les.
—Se­gu­ro que se­rá así —co­men­ta Thok—. Pe­ro us­te­des no ten­drán con­tac­to al­gu­no con él o su gen­te, ya que el ca­mi­no que les di­go los lle­va­rá de­re­cho ha­cia el bos­que Wo­kul, y sa­bien­do de la su­pers­ti­ción de su pue­blo ha­cia ese bos­que, es­toy se­gu­ro que na­die se acer­ca­rá. Só­lo en el ca­so ex­tre­mo de que lo ne­ce­si­ten im­pe­rio­sa­men­te de­be­rán acer­car­se al pue­blo.
To­tal­men­te im­pa­cien­te, Maíp les di­ce:
—Bas­ta de char­la y só­lo dí­gan­me cuán­do par­ti­re­mos.
Thok lo mi­ra con mi­ra­da pa­ter­nal y le di­ce:
—Ten pa­cien­cia, to­dos sa­be­mos de tu an­sie­dad por las ba­ta­llas. Pe­ro an­tes de­ben sa­ber que el ca­mi­no que les ex­pli­qué los lle­va por los lí­mi­tes del rei­no de Mis­tra. Por esos pa­ra­jes de­be­rán ir con mu­cha cau­te­la, ya que Mis­tra, co­mo a Elem, no lo co­no­ce­mos fí­si­ca­men­te. Lo úni­co que sa­be­mos es que Mis­tra cuen­ta con mu­chas ar­ti­ma­ñas pa­ra lo­grar lo que de­sea. Una vez lle­ga­do al bos­que, se da­rán cuen­ta de que han lle­ga­do por­que sus ár­bo­les son los más al­tos y fron­do­sos de to­do el te­rri­to­rio, ya que, se­gún se di­ce, es­te bos­que fue lo pri­me­ro en ser crea­do so­bre la tie­rra. Una vez den­tro de él de­be­rán en­con­trar en el cen­tro al gran om­bú, que tie­ne la par­ti­cu­la­ri­dad de ser el pri­mer ár­bol que tu­vo. En su enor­me tron­co se ha­lla la gua­ri­da del Ga­ri­vao, amo y se­ñor de Wo­kul. Tam­bién se lo co­no­ce por te­ner la ha­bi­li­dad de co­mu­ni­car­se con los ani­ma­les. La le­yen­da cuen­ta que el Ga­ri­vao es el úni­co ser en es­te mu­do ca­paz de de­rro­tar tan­to a Elem co­mo a Mis­tra. Pe­ro es­te ser er­mi­ta­ño tie­ne muy mal hu­mor y se co­men­ta que no an­da so­lo, ya que cuen­ta con un guar­dián que lo pro­te­ge y lo acom­pa­ña. Su mal ca­rác­ter lo hi­zo re­cluir­se en Wo­kul, pe­ro creo que en es­te mo­men­to lo po­dre­mos te­ner co­mo alia­do, ya que él odia a to­do lo que ten­ga que ver con Elem, pues por su cul­pa ca­yó en des­gra­cia.
Shía en­ton­ces in­te­rrum­pe el re­la­to de Thok y le pre­gun­ta:
—¿Có­mo lo re­co­no­ce­re­mos?
—Una vez den­tro del bos­que se da­rán cuen­ta —res­pon­de Thok.
Des­pués de ha­ber es­cu­cha­do con aten­ción los co­men­ta­rios de Thok, Amuk les or­de­na a sus her­ma­nos que alis­ten a un gru­po de los me­jo­res gue­rre­ros y par­tan de in­me­dia­to en bús­que­da del Ga­ri­vao.
El pa­dre de Chi­nak, an­tes que sal­gan de la cho­za, les ofre­ce a vein­te de sus me­jo­res gue­rre­ros; es­tos sol­da­dos eran de su guar­dia per­so­nal, por con­si­guien­te eran los me­jo­res pre­pa­ra­dos pa­ra el com­ba­te. Amuk los acep­ta, dán­do­le las gra­cias y lue­go le di­ce a su her­ma­no Ko­kesh­ke que él se­rá el lí­der del co­man­do.
Una vez pre­pa­ra­dos, Ko­kesh­ke y sus her­ma­nos, jun­to con los vein­te sol­da­dos de Thok, par­ten en bús­que­da del Ga­ri­vao. Mien­tras, Amuk y su sue­gro par­ten ha­cia el Va­lle de la Lu­na, con sus ejér­ci­tos y el re­ma­nen­te que ha­bía que­da­do del ejér­ci­to de Cal­kén. Una vez allí, se abo­ca­rán a pre­pa­rar las de­fen­sas.
Esa no­che fue muy tran­qui­la con res­pec­to a las an­te­rio­res, los sol­da­dos pu­die­ron des­can­sar bien.
El ama­ne­cer los en­vol­vió con su bru­ma ma­tu­ti­na, el pai­sa­je era her­mo­so, los pá­ja­ros en­to­na­ban sus cán­ti­cos ma­ti­na­les. En ese mo­men­to los dos gru­pos de hom­bres se se­pa­ran y ca­da uno to­ma por el rum­bo ya es­ta­ble­ci­do. El gru­po de Ko­kesh­ke to­ma a pa­so ve­loz el sen­de­ro que los guia­rá ha­cia el bos­que de Wo­kul. El tro­te im­pues­to por Ko­kesh­ke era rá­pi­do pe­ro si­len­cio­so, de­be­rían lle­gar lo más rá­pi­do y fur­ti­vo po­si­ble al bos­que que ser­vía de mo­ra­da pa­ra el Ga­ri­vao.
Mien­tras, Amuk y Thok par­ten ha­cia el Va­lle de la Lu­na, don­de los es­pe­ra­ba Chi­nak que ha­bía que­da­do al man­do del gru­po de hom­bres y mu­je­res que de­no­da­da­men­te tra­ba­ja­ban, for­jan­do las ar­mas pa­ra la gran ba­ta­lla que se ave­ci­na­ba. En ese mo­men­to, des­de los con­fi­nes del rei­no de Elem, su gran ejér­ci­to se pre­pa­ra­ba pa­ra ir a la gue­rra.
Es­te gran ejér­ci­to es­ta­ba com­pues­to por mi­les de quil­cos y de­ce­nas de pil­ches, que los co­man­da­ban.
Una vez lle­ga­do al va­lle, Amuk no­ta con in­tri­ga que su sue­gro ha­bía es­ta­do muy ca­lla­do du­ran­te to­do el via­je. En­ton­ces le pre­gun­ta:
—¿Qué te su­ce­de?
Thok, sin res­pon­der a la pre­gun­ta, se acer­ca a su hi­ja Chi­nak y le da un fuer­te abra­zo, y con lá­gri­mas en los ojos le pi­de mil dis­cul­pas, di­cién­do­le que si él hu­bie­ra si­do más va­lien­te con­tra el po­der que ejer­cía Cal­kén y hu­bie­ra de­fen­di­do la pos­tu­ra de Amuk en el gran con­ce­jo, to­do es­to no ha­bría su­ce­di­do.
Chi­nak le aca­ri­cia la nu­ca, le da un tier­no be­so en la fren­te y acep­ta las dis­cul­pas, di­cien­do:
—Yo creo que es­to ya es­ta­ba es­cri­to, por al­go el des­ti­no qui­so que así fue­ra.
En to­do ese día se dis­pu­sie­ron las me­di­das de se­gu­ri­dad po­si­bles pa­ra de­fen­der­se del ata­que. Al caer la no­che se co­lo­can es­tra­té­gi­ca­men­te los sol­da­dos pa­ra mon­tar guar­dia. El res­to de la gen­te tra­ta de dor­mir, ya que esa po­dría ser la úl­ti­ma no­che con vi­da.
Mien­tras tan­to Ko­kesh­ke y sus sol­da­dos ya ha­bían cru­za­do el río y se di­ri­gían por el sen­de­ro que los lle­va­ría ha­cia el bos­que de Wo­kul. Lue­go de unos ki­ló­me­tros, Ko­kesh­ke or­de­na un al­to y les di­ce:
—To­ma­re­mos un des­can­so de un par de ho­ras.
Shía, sen­ta­da so­bre una pie­dra que es­ta­ba a la ori­lla de un fron­do­so ár­bol, ob­ser­va con ad­mi­ra­ción a los sol­da­dos que los acom­pa­ña­ban. Es­tos hom­bres de ros­tros adus­tos pa­re­cían no ha­ber sen­ti­do el ri­gor del via­je. En ese mo­men­to, su her­ma­no se le acer­ca y és­ta le co­men­ta:
—Creo que Thok ha ele­gi­do bien a nues­tros sol­da­dos.
—Así es —res­pon­de Ko­kesh­ke— son hom­bres va­lien­tes y de­ci­di­dos —. Di­cho es­to, y sin más char­la, da la or­den de con­ti­nuar la mar­cha.
In­gre­san­do en el te­rri­to­rio de Kash­ka, es­cu­chan con re­ce­lo un so­ni­do ya ha­bi­tual pa­ra sus oí­dos. Eran los so­ni­dos que emi­tían los quil­cos. A cau­sa de és­tos los her­ma­nos y sus sol­da­dos agu­di­zan al má­xi­mo los sen­ti­dos. De pron­to no­tan que es­tos so­ni­dos iban en au­men­to. En­ton­ces Ko­kesh­ke, sin du­dar un ins­tan­te, or­de­na a sus sol­da­dos que se es­con­dan, y co­mo mi­me­ti­za­dos por la os­cu­ri­dad del pai­sa­je, él y sus gue­rre­ros se es­ca­bu­llen en­tre los ár­bo­les y ro­cas del lu­gar.
El si­len­cio se po­día cor­tar con una na­va­ja, los ani­ma­les pa­re­cían ha­ber­se ido a ot­ro la­do, ya que en ese mo­men­to el con­cier­to del bos­que ha­bía que­da­do en to­tal si­len­cio. De pron­to, el se­pul­cral si­len­cio y la os­cu­ri­dad de la no­che fue ro­ta por un gru­po de quil­cos que per­se­guían sin pie­dad a un re­du­ci­do gru­po de hom­bres. En ese gru­po iba a la ca­be­za Kash­ka, que co­rría de­ses­pe­ra­da­men­te por sal­var su vi­da. El es­pec­tá­cu­lo era dan­tes­co, ya que ca­da sol­da­do que se re­za­ga­ba o tro­pe­za­ba los quil­cos no du­da­ban en des­tro­zar­lo.
En el mo­men­to en que Kash­ka iba a ser ata­ca­do, Ko­kesh­ke no du­da y or­de­na a sus sol­da­dos sa­lir en su ayu­da. Sin du­dar, y co­mo si fue­ran una ma­na­da de lo­bos, los tres her­ma­nos y sus gue­rre­ros sal­tan y se in­ter­po­nen en­tre los fu­gi­ti­vos y los quil­cos.
És­tos, asom­bra­dos, de­tie­nen por un ins­tan­te la ca­rre­ra y Ko­kesh­ke, sin dar­les tiem­po a reac­cio­nar, or­de­na un fe­roz ata­que.
Es­ta ba­ta­lla se de­sa­rro­lló con una cruel­dad sin igual, ya que los quil­cos ja­más pen­sa­ron que es­tos in­sig­ni­fi­can­tes hu­ma­nos, co­mo ellos los lla­ma­ban, pu­die­ran ser tan bra­vos y le­ta­les en com­ba­te. Una de la más des­ta­ca­da era Shía, ya que por su con­di­ción de mu­jer, pa­re­cía más vul­ne­ra­ble. Pe­ro su agre­si­vi­dad era igual o peor que la de sus her­ma­nos. Con sus mo­vi­mien­tos fe­li­nos, los quil­cos que la en­fren­ta­ban no te­nían nin­gún ti­po de opor­tu­ni­dad. La es­ca­ra­mu­za no per­mi­tía a nin­gún sol­da­do dar­se el lu­jo de so­se­gar su es­fuer­zo, ya que tan­to hom­bres co­mo quil­cos no se te­nían pie­dad en ca­da gol­pe que se da­ban. Los quil­cos, por pri­me­ra vez, des­cu­brie­ron que es­tos hom­bres eran ca­pa­ces de gran­des proe­zas en com­ba­te y que, si bien sus fuer­zas fí­si­cas no eran pa­re­ci­das, es­tos hom­bres con­ta­ban con una des­tre­za sin igual en la lu­cha cuer­po a cuer­po. Es­ta gran agi­li­dad en com­ba­te les per­mi­tía igua­lar la fuer­za de los quil­cos, que de­no­da­da­men­te y ca­da vez con más fu­ria tra­ta­ban de ani­qui­lar­los.
Mien­tras tan­to, al otro ex­tre­mo de la re­gión, en el Va­lle de la Lu­na, el sol co­men­za­ba a aso­mar sus pri­me­ros ra­yos. En el sec­tor sur se di­vi­sa­ban las pri­me­ras nu­bes, qua anun­cia­ban que la tem­po­ra­da fría se ave­ci­na­ba. En ese mo­men­to, Amuk rea­li­za una de sus tan­tas ron­das de re­co­no­ci­mien­to; re­vi­san­do cho­za por cho­za, tra­ta­ba de dar áni­mo a sus in­te­gran­tes. Lo que es­ta­ba por ve­nir era ex­tre­ma­da­men­te pe­li­gro­so y las po­si­bi­li­da­des de sa­lir con vi­da eran muy es­ca­sas, pe­ro así y to­do Amuk tra­ta­ba de le­van­tar los áni­mos de los hom­bres y mu­je­res a su car­go.
De pron­to lle­ga al fren­te de la cho­za de Thok y ob­ser­va a su es­po­sa sa­lien­do de ella con el ros­tro com­pun­gi­do y de­sen­ca­ja­do. Sor­pren­di­do, Amuk le pre­gun­ta qué es­tá su­ce­dien­do. En­ton­ces con lá­gri­mas en los ojos Chi­nak le res­pon­de:
—Mi pa­dre no es­tá.
Vi­si­ble­men­te preo­cu­pa­do, Amuk no emi­te nin­gún ti­po de opi­nión y or­de­na una in­me­dia­ta reu­nión de to­dos sus ge­ne­ra­les.
Al reu­nir­se és­tos, no­ta que Só­reck, el lu­gar­te­nien­te de Thok, tam­po­co es­ta­ba. Or­de­na un re­le­va­mien­to ur­gen­te de sus gue­rre­ros y no­ta que fal­ta­ban ca­si la mi­tad de los sol­da­dos de Thok. Amuk pien­sa que su sue­gro no es nin­gún co­bar­de. Es­te pen­sa­mien­to era to­tal­men­te dis­tin­to a los de sus ge­ne­ra­les, ya que to­dos pen­sa­ban que ha­bía hui­do.
En­ton­ces Amuk pi­de si­len­cio y con voz fir­me or­de­na que ca­da uno vuel­va a sus ta­reas ha­bi­tua­les, al tiem­po que se pre­gun­ta­ba: “¿Qué es­ta­rá tra­man­do es­te vie­jo?”
Mien­tras tan­to, en el te­rri­to­rio de Kash­ka, los tres her­ma­nos y sus sol­da­dos con­ti­nua­ban lu­chan­do con fie­re­za pa­ra sal­var la vi­da del ate­rro­ri­za­do Kahs­ka que, ti­ra­do en el sue­lo y sin alien­to, no lo­gra­ba re­po­ner­se de se­me­jan­te per­se­cu­ción.
El tiem­po pa­re­cía ha­ber­se de­te­ni­do, la ba­ta­lla no da­ba res­pi­ro ni a uno ni a otro ban­do.
Los quil­cos no po­dían ha­cer re­tro­ce­der a los gue­rre­ros de Ko­kesh­ke, ya que és­tos pe­lea­ban con una fu­ria no co­no­ci­da por ellos. De pron­to, uno de los quil­cos emi­te un sor­do so­ni­do y los po­cos quil­cos que que­da­ban con vi­da se dan a la fu­ga de in­me­dia­to.
En ese mo­men­to, Shía le or­de­na a Maíp que va­ya a ob­ser­var el es­ta­do en que se en­con­tra­ba Kash­ka. Aquél sin du­dar obe­de­ce, y al lle­gar ob­ser­va có­mo Kash­ka, ya re­pues­to, se po­ne de pie y les da las gra­cias por ha­ber­le sal­va­do la vi­da, y les ju­ra que co­la­bo­ra­rá con to­do lo que es­té a su al­can­ce.
Ko­kesh­ke, se­cán­do­se el su­dor de la fren­te, or­de­na a sus gue­rre­ros que se rea­gru­pen. En ese mo­men­to se da cuen­ta de que de los sol­da­dos que ve­nían con Kash­ka no que­da­ba nin­gu­no, y de sus gue­rre­ros só­lo diez ha­bían muer­to.
Shía, acer­cán­do­se, le co­men­ta:
—La sa­ca­mos de­ma­sia­do ba­ra­ta. Pe­ro si los se­gui­mos se­gu­ro que ter­mi­na­mos con el plei­to a fa­vor nues­tro.
Pe­ro Ko­kesh­ke, con su ha­bi­tual des­con­fian­za, le res­pon­de:
—Si bien eran po­cos ten­go mis du­das, ya que no es­tá en la na­tu­ra­le­za de los quil­cos re­ti­rar­se de una pe­lea. Al­go de­ben es­tar tra­man­do, por lo que a par­tir de aho­ra ire­mos mu­cho más aten­tos que an­tes.
An­tes de rea­nu­dar la mar­cha, Shía se acer­ca a Kash­ka y le pre­gun­ta si tie­ne al­gún co­no­ci­mien­to de có­mo ubi­car al Ga­ri­vao, y és­te le res­pon­de:
—No sé bien exac­ta­men­te dón­de vi­ve, pe­ro con gus­to los guia­ré ha­cia la zo­na don­de mo­ra ha­bi­tual­men­te. Eso sí, de­be­rán cui­dar­se del Ozu­ro­doon, por­que és­te es el guar­dia del Ga­ri­vao.
Es­te ani­mal, que no era el úni­co en su es­pe­cie, ya que que­da­ban unos po­cos cien­tos, era un ti­po de oso ne­gro de unos cua­tro me­tros de al­tu­ra, con unas ga­rras ex­tre­ma­da­men­te lar­gas y fi­lo­sas. Sus fau­ces to­tal­men­te cu­bier­tas de gran­des dien­tes fi­lo­sos que a su vez con­ta­ban con cua­tro enor­mes ca­ni­nos que so­bre­sa­lían de su ho­ci­co co­mo gran­des da­gas cur­va­das ha­cia aden­tro.
Ya de­vuel­ta so­bre el sen­de­ro que los lle­va­ría ha­cia el bos­que de Wo­kul, Maíp le co­men­ta a su her­ma­na:
—Thok no nos di­jo que el guar­dia del Ga­ri­vao era tan gran­de y tan pe­li­gro­so.
Shía, iró­ni­ca­men­te, le res­pon­de:
—Ya te ha­brás da­do cuen­ta de que al po­bre vie­jo no le que­da mu­cha me­mo­ria.
Sin que és­tos tu­vie­ran co­no­ci­mien­to de lo que es­ta­ba ocu­rrien­do en su te­rri­to­rio, el vie­jo Thok, con la mi­tad de su ejér­ci­to muy bien ar­ma­do, co­rren a cam­po tra­vie­sa al en­cuen­tro de los quil­cos que ya ha­bían or­ga­ni­za­do el in­mi­nen­te ata­que al Va­lle de la Lu­na. Só­reck, su lu­gar­te­nien­te y ma­no de­re­cha, le pre­gun­ta:
—¿Cuál se­rá tu es­tra­te­gia?
—Ha­brá que bus­car un lu­gar don­de em­bos­car a los quil­cos y así dar­les más tiem­po a los hom­bres de Amuk —res­pon­de Thok.
—¿Has­ta cuán­do de­be­rán de­te­ner el avan­ce de los quil­cos? —vuel­ve a pre­gun­tar Só­reck.
Thok, muy cor­tan­te y con de­ter­mi­na­ción, res­pon­de:
—Has­ta nues­tro úl­ti­mo alien­to.
Só­reck, que era to­tal­men­te in­con­di­cio­nal a su ca­ci­que, asien­te con la ca­be­za y ca­lla­da­men­te con­ti­núa la mar­cha.
La no­che es­ta­ba por caer so­bre sus ca­be­zas, las nu­bes de tor­men­ta ya se adue­ña­ban de las Tie­rras del Sur. El frío co­men­za­ba a ha­cer­se sen­tir y se po­día evi­den­ciar que las pri­me­ras ne­va­das ya co­men­za­rían de un mo­men­to a otro. Thok y su ejér­ci­to sa­len de un es­pe­so bos­que y di­vi­san un lu­gar apro­pia­do pa­ra una em­bos­ca­da. Jus­to a la sa­li­da del bos­que ha­bía una lla­nu­ra de po­ca ex­ten­sión. A su de­re­cha se en­con­tra­ba un acan­ti­la­do, de va­rios me­tros de al­tu­ra, don­de en lo pro­fun­do co­rría un rá­pi­do y fu­rio­so río. Es­te acan­ti­la­do re­co­rría to­da la ex­ten­sión de la lla­nu­ra, has­ta lle­gar al es­pe­so bos­que, del cual Thok y sus sol­da­dos ha­bían sa­li­do. Jus­to al fren­te se en­con­tra­ban unas co­li­nas de es­ca­sa al­tu­ra, las cua­les se­gu­ra­men­te no im­pe­di­rían el ac­ce­so del ejér­ci­to de los quil­cos. Pe­ro se­gu­ro se lo ha­ría más di­fí­cil.
Al ver el es­ce­na­rio al fren­te, Thok or­de­na de­te­ner la mar­cha y dan­do un vis­ta­zo al pai­sa­je, eva­lúa los pro y los con­tra. To­man­do una de­ter­mi­na­ción, or­de­na a Só­reck que or­ga­ni­ce y dis­pon­ga a los gue­rre­ros es­tra­té­gi­ca­men­te por to­do el lu­gar.
Só­reck, que era un hom­bre du­ro en su ca­rác­ter y leal a su ca­ci­que, in­me­dia­ta­men­te se ocu­pa de po­si­cio­nar a sus sol­da­dos. En ese mo­men­to, del otro la­do de las co­li­nas se po­día es­cu­char el sil­bi­do del vien­to y, co­mo un es­tre­me­ce­dor con­tras­te, el re­tum­bar de los pa­sos y chi­lli­dos de los quil­cos.
Mien­tras to­dos se van ubi­can­do en sus pues­tos, Thok su­be por una de las co­li­nas y con asom­bro lo­gra di­vi­sar al ejér­ci­to ene­mi­go. La ima­gen fue ate­rra­do­ra, el ta­ma­ño del ejér­ci­to de quil­cos era sin igual. Ja­más se ha­bía vis­to ejér­ci­to de se­me­jan­te ta­ma­ño pres­to pa­ra el com­ba­te.
La vi­sión de se­me­jan­te ejér­ci­to le de­mos­tró a Thok que Elem te­nía co­mo pre­mi­sa ani­qui­lar a to­do ser vi­vien­te que se le in­ter­pu­sie­ra en el ca­mi­no. A me­di­da que el ejér­ci­to avan­za­ba los ani­ma­les del lu­gar huían des­pa­vo­ri­dos, co­rrien­do por sus vi­das, ca­za­do­res y pre­sas huían sin im­por­tar­les las di­fe­ren­cias.
En ese pre­ci­so mo­men­to los tres her­ma­nos y sus gue­rre­ros lle­gan a las puer­tas del bos­que de Wo­kul. Fren­te al es­pe­so y os­cu­ro bos­que, Ko­kesh­ke y sus her­ma­nos se dan cuen­ta por­qué los hom­bres y mu­je­res de es­te te­rri­to­rio lo con­si­de­ran ta­bú.
El for­ma­to de sus ár­bo­les te­nía la apa­rien­cia de que­rer co­brar vi­da. El me­ci­mien­to de sus co­pas, por el vien­to frío, da­ba la sen­sa­ción de te­ner mo­vi­mien­tos pro­pios, co­mo si fue­ran en­tes so­bre­na­tu­ra­les, y por el cru­jir de sus ra­mas pa­re­cía que con­ver­sa­ran en­tre ellos. To­do es­to le da­ba un as­pec­to lú­gu­bre al bos­que, más aún cuan­do uno pres­ta­ba aten­ción a las cria­tu­ras que mo­ra­ban en su in­te­rior, ya que con sus can­tos y chi­lli­dos ha­cían te­ner la idea de que en su in­te­rior ja­más se dor­mía.
Ko­kesh­ke or­de­na de­te­ner el pa­so y acam­par has­ta el ama­ne­cer. Pe­ro en ese mo­men­to Kash­ka opi­na ha­cer un pe­que­ño al­to y en­trar, ya que cree que es­ta­rán más se­gu­ro den­tro del bos­que que en las afue­ras.
Maíp in­ter­ce­de di­cien­do que las lu­ces del día son mu­cho me­nos en­ga­ño­sas que la pe­num­bra de la no­che. Pa­ra una bús­que­da, la no­che siem­pre en­cie­rra sus mis­te­rios y se pres­ta pa­ra co­sas si­nies­tras.
Ko­kesh­ke du­da, al tiem­po que Kash­ka in­sis­te. En­ton­ces Ko­kesh­ke cru­za una mi­ra­da con su her­ma­na, és­ta lo mi­ra fi­jo y en­co­ge los hom­bros co­mo di­cien­do que él es quien de­ci­de.
Ko­kesh­ke si­gue du­dan­do y al ca­bo de unos mi­nu­tos, Shía, aho­ra im­pa­cien­te, les di­ce:
—Bue­no, ya he­mos lle­ga­do has­ta aquí, no creo que ten­ga­mos mu­cho tiem­po pa­ra en­ta­blar una dis­cu­sión so­bre si en­tra­mos o no en­tra­mos aho­ra. Yo creo que si vi­ni­mos a bus­car al fa­mo­so Ga­ri­vao de­be­mos co­rrer el ries­go y en­trar. Así ter­mi­na­mos con es­ta mi­sión lo más rá­pi­do po­si­ble, ya que de­be­mos vol­ver con su­ma ur­gen­cia por­que Amuk nos ne­ce­si­ta.
Maíp vuel­ve a in­sis­tir:
—A mí no me agra­da la idea de in­gre­sar por la no­che, me­nos sa­bien­do que den­tro se en­cuen­tra el ozu­ro­doom.
En­ton­ces Ko­kesh­ke les di­ce:
—Am­bos tie­nen ra­zón. Pe­ro pre­fie­ro pa­sar la no­che en el lla­no, co­mo di­ce Maíp. Por eso or­de­no que acam­pe­mos en es­te cla­ro y ma­ña­na, con las pri­me­ras lu­ces del día, en­tra­re­mos al bos­que.
Na­die más dis­cu­tió la or­den im­pues­ta por Ko­kesh­ke, to­dos re­co­no­cían muy bien su voz de man­do. El cam­pa­men­to se ar­mó co­mo de cos­tum­bre, pe­ro esa no­che no hu­bo ho­gue­ra, ya que po­dría ha­ber­los de­la­ta­do. Y en ese mo­men­to era lo que me­nos que­rían.
La os­cu­ri­dad era to­tal, las es­tre­llas ha­bían si­do cu­bier­tas con el man­to es­pe­so de las nu­bes de tor­men­ta. La no­che no fue de las más tran­qui­las, ya que aden­tro del bos­que, se es­cu­cha­ba to­do ti­po de so­ni­dos y por de­trás de ellos, en las pla­ni­cies, el ir y ve­nir de los quil­cos se no­ta­ba en sus mur­mu­llos le­ja­nos.
Ha­bría trans­cu­rri­do la mi­tad de la no­che, cuan­do Maíp, to­da­vía preo­cu­pa­do por la ac­ti­tud de Kash­ka, se le­van­ta del lu­gar don­de es­ta­ba des­can­san­do y ha­ce una ron­da pa­ra dar­les áni­mo a los gue­rre­ros que es­ta­ban mon­tan­do guar­dia.
En ese mo­men­to se acer­ca al sol­da­do que es­ta­ba de fren­te al bos­que y no­ta que es­ta­ba ti­ra­do, vi­si­ble­men­te dor­mi­do. Maíp lo des­pier­ta dán­do­le sa­cu­do­nes y re­cri­mi­nán­do­le la ac­ti­tud. És­te, to­mán­do­se la nu­ca, se de­fien­de di­cién­do­le que lo ha­bían gol­pea­do y pa­ra sa­car­le to­do ti­po de du­das le mues­tra el fuer­te gol­pe que tie­ne en la ca­be­za.
Maíp, asom­bra­do, sa­le dis­pa­ra­do y le in­for­ma lo su­ce­di­do a su her­ma­no y co­mo pre­sin­tién­do­lo, sa­le en bús­que­da de Kash­ka y des­cu­bre que és­te no es­ta­ba en el cam­pa­men­to.
En­ton­ces con fuer­tes pa­la­bras Maíp lo mal­di­ce y le di­ce a su her­ma­no:
—Ya me ima­gi­na­ba que es­te mal na­ci­do nos iba a ha­cer una ju­ga­da de es­te ti­po.
Ko­kesh­ke eva­lúa la si­tua­ción y or­de­na a to­dos po­ner­se en aler­ta y en mar­cha. Pe­ro en ese pre­ci­so ins­tan­te un tre­men­do rui­do a ra­mas que­brán­do­se y mu­cho al­bo­ro­to, se oye en di­rec­ción al in­te­rior del bos­que. To­do es­te ba­ru­llo da­ba la sen­sa­ción de que al­go o al­guien se acer­ca­ba con ra­pi­dez. Es­to aler­ta a Ko­kesh­ke y sus sol­da­dos que, sin du­dar­lo un mi­nu­to y sin nin­gu­na or­den, al uní­so­no de­sen­vai­nan sus ar­mas y se co­lo­can de fren­te ha­cia don­de pro­ve­nía el tre­men­do al­bo­ro­to.
Al otro ex­tre­mo de la re­gión, Thok y su ejér­ci­to ya es­ta­ban en po­si­ción y lis­tos pa­ra cum­plir con el plan idea­do por Thok. És­te lo mi­ra fi­jo a Só­reck y con una se­ña le pre­gun­ta si es­ta­ba lis­to. És­te le con­tes­ta que sí. El so­ni­do ate­rra­dor que emi­tían las hor­das de quil­cos se oía ca­da vez más cer­ca. Thok no ce­sa­ba de dar áni­mo a sus sol­da­dos. Los sol­da­dos sa­bían que és­ta po­día ser la úl­ti­ma ba­ta­lla, pe­ro se sen­tían con­for­ta­dos al ver que su ca­ci­que es­ta­ba muy tran­qui­lo an­te la si­tua­ción. El de­sen­vol­vi­mien­to del ve­te­ra­no ca­ci­que en esos mo­men­tos era de mu­cha par­si­mo­nia. La con­fian­za que le te­nían sus sol­da­dos era tre­men­da. Siem­pre fue un gran es­tra­te­ga y eso ha­cía que sus ejér­ci­tos siem­pre le fue­ran in­con­di­cio­na­les. De pron­to, y por so­bre una de las co­li­nas, lo­gran di­vi­sar las pri­me­ras lí­neas del ejér­ci­to quil­co. Thok se­guía dán­do­les cal­ma a sus sol­da­dos. Una go­ta de su­dor co­rría por la sien de és­te. En ese mo­men­to se pu­do ver la mag­ni­tud del ejér­ci­to ene­mi­go, ya que al co­men­zar a ba­jar por la co­li­na, és­ta que­dó to­tal­men­te cu­bier­ta por quil­cos. Es­te po­de­ro­so ejér­ci­to ve­nía de­re­cho ha­cia don­de se en­con­tra­ba el ejér­ci­to al man­do de Thok, to­tal­men­te aje­no a la em­bos­ca­da que és­te les es­ta­ba pre­pa­ran­do den­tro del es­pe­so bos­que. Thok lo mi­ra a Só­reck y con una se­ña le pi­de cal­ma. És­te le ha­ce la se­ña de que es­tá lis­to y es­pe­ran­do la or­den.
En el pre­ci­so mo­men­to en que el ejér­ci­to quil­co es­tu­vo a pun­to de des­cen­der de la co­li­na, Thok dio la or­den y Só­reck, con un gru­po de su ejér­ci­to, sal­tó de su es­con­di­te y con su gri­to de gue­rra co­rrió a to­da ve­lo­ci­dad ha­cia don­de es­ta­ban los quil­cos. El pil­che que es­ta­ba al man­do que­da sor­pren­di­do por la au­da­cia de es­te re­du­ci­do gru­po de sol­da­dos. De pron­to, y cuan­do es­ta­ban a una dis­tan­cia pru­den­cial, los sol­da­dos de Só­reck de­sen­vai­na­ron sus ar­cos y a to­da ca­rre­ra co­men­za­ron a arro­jar an­da­na­das de fle­chas en di­rec­ción del ejér­ci­to ene­mi­go. El pri­mer im­pac­to fue muy cer­te­ro, ya que de­ce­nas de quil­cos ca­ye­ron ba­jo las fle­chas de los sol­da­dos de Só­reck. Es­to cau­só la ira del pil­che y or­de­nó que un gran ba­ta­llón de sus sol­da­dos en­fren­ta­ra a los sol­da­dos de Só­reck. El ba­ta­llón de quil­cos es­tu­vo apo­ya­do por los ar­que­ros que tra­ta­ban de re­pe­ler el ata­que de los hom­bres de Só­reck. La agi­li­dad de­mos­tra­da en esa ca­rre­ra ha­cía ca­si im­po­si­ble que los ar­que­ros de los quil­cos ati­na­ran a los sol­da­dos ene­mi­gos, pe­ro por cier­to los gue­rre­ros de Só­reck se­guían dan­do en el blan­co.
Thok y el res­to de su ejér­ci­to só­lo mi­ra­ban los acon­te­ci­mien­tos den­tro del bos­que. La ima­gen era dan­tes­ca, los ejér­ci­tos co­rrían a to­da ve­lo­ci­dad, la dis­tan­cia en­tre ellos era ca­da vez más cor­ta. En el pre­ci­so mo­men­to en que es­tu­vie­ron a unos cin­cuen­ta me­tros de dis­tan­cia, los sol­da­dos de Só­reck se co­lo­ca­ron los ar­cos en las es­pal­das y de­sen­vai­na­ron las da­gas. Al ca­bo de unos se­gun­dos, los dos ba­ta­llo­nes cho­ca­ron con una fie­re­za nun­ca vis­ta. La ha­bi­li­dad de los hom­bres de Só­reck ha­cía que po­cos de ellos ca­ye­ran en ese tre­men­do cho­que. Pe­ro la ve­lo­ci­dad que lle­va­ban es­tos sol­da­dos no fue amai­na­da por los quil­cos, que vie­ron có­mo és­tos su­pe­ra­ban sus lí­neas y se­guían la mar­cha con­tra el res­to del ejér­ci­to ene­mi­go. Al ver es­to, el pil­che que es­ta­ba a car­go, les or­de­nó gi­rar y per­se­guir a los hom­bres de Só­reck, que en ese mo­men­to ha­bían de­sen­vai­na­do sus ar­cos nue­va­men­te y co­men­za­ban a lan­zar otra fu­rio­sa rá­fa­ga de fle­chas.
Thok, en su es­con­di­te del bos­que, ob­ser­va que su ejér­ci­to ha­bía su­pe­ra­do la lí­nea de avan­za­da y se dis­po­nía a en­fren­tar al grue­so del ejér­ci­to de quil­cos, mien­tras eran per­se­gui­dos por los so­bre­vi­vien­tes del cho­que an­te­rior.
El pil­che a car­go veía có­mo sus quil­cos caían ba­jo el im­pac­to de las fle­chas de Só­reck y sus sol­da­dos. Pe­ro se que­da­ba tran­qui­lo, ya que creía que era só­lo una ban­da de sui­ci­das que mo­ri­rían an­tes de lle­gar fren­te a él.
De pron­to, y cuan­do el ejér­ci­to de Só­reck se en­con­tra­ba a unos cien me­tros de dis­tan­cia del fren­te prin­ci­pal del ejér­ci­to ene­mi­go, és­te, con un gri­to, or­de­nó el cam­bio de rum­bo y to­dos sus gue­rre­ros vi­ra­ron ha­cia la de­re­cha y en­fi­la­ron ha­cia los acan­ti­la­dos.
Es­ta ma­nio­bra de­su­bi­có al pil­che, que de in­me­dia­to or­de­nó a la se­gun­da lí­nea que se su­ma­ra a la per­se­cu­ción jun­to con los pri­me­ros com­ba­tien­tes. Só­reck y sus hom­bres se­guían arro­jan­do fle­chas mien­tras se acer­ca­ban al acan­ti­la­do y mer­ma­ban la ve­lo­ci­dad. Es­to hi­zo que los quil­cos pu­die­ran dar­les al­can­ce, ya que la ve­lo­ci­dad de és­tos era muy fuer­te. Cuan­do Só­reck y sus hom­bres vie­ron que es­ta­ban a unos es­ca­sos me­tros del acan­ti­la­do, vol­vie­ron a gi­rar, pe­ro es­ta vez en di­rec­ción del bos­que. Es­te gi­ro re­pen­ti­no fue de­ter­mi­nan­te ya que los quil­cos no tu­vie­ron tiem­po de fre­nar y ca­si to­do el grue­so de ellos ca­yó al va­cío y se des­pe­da­zó en el fon­do. Es­to pu­so fu­rio­so al pil­che, que or­de­nó a to­do su ejér­ci­to sa­lir a la ca­za de Só­reck. En ese mo­men­to, den­tro del bos­que, Thok da­ba la or­den a sus ar­que­ros pa­ra que cu­brie­ran la re­ti­ra­da de sus hom­bres.
La dis­tan­cia en­tre el ejér­ci­to de quil­cos y los hom­bres de Só­reck era bas­tan­te gran­de. Es­ta bre­cha per­mi­tía que los ar­que­ros de Thok dis­pa­ra­ran a dis­cre­ción, diez­man­do al ejér­ci­to ene­mi­go. Lue­go de unos es­ca­sos mi­nu­tos, Só­reck y sus hom­bres lle­gan al res­guar­do que les da­ba el bos­que. Si bien es­te mo­vi­mien­to ha­bía he­cho per­der a va­rios hom­bres, tam­bién les ha­bía da­do un tiem­po pre­cio­so, que le se­ria útil a Amuk y su gen­te en el va­lle.
Só­reck, vi­si­ble­men­te ago­ta­do por el es­fuer­zo, se acer­ca a Thok y és­te lo fe­li­ci­ta. Mien­tras los ar­que­ros no ce­sa­ban de lan­zar sus fle­chas, to­dos en el in­te­rior del bos­que pue­den ver que eso no ha­cía de­ma­sia­do da­ño, ya que la can­ti­dad de sol­da­dos del ejér­ci­to de quil­cos los su­pe­ra­ban de cien a uno.
Thok vuel­ve a dar con­fian­za a sus sol­da­dos y se pre­pa­ran pa­ra el com­ba­te cuer­po a cuer­po que en se­gun­dos se iba a lle­var a ca­bo, ya que los quil­cos es­ta­ban a las puer­tas del bos­que.
Mien­tras tan­to, en Wo­kul, los tres her­ma­nos y sus sol­da­dos se en­con­tra­ban aga­za­pa­dos cual fe­li­nos, aten­tos y lis­tos pa­ra lo que pu­die­ra su­ce­der. De pron­to ven que en di­rec­ción de don­de pro­ve­nía el al­bo­ro­to, apa­re­ce Kash­ka con el ros­tro de­sen­ca­ja­do por el te­rror y a una ve­lo­ci­dad que só­lo el mie­do pue­de lo­grar. De­trás de él, y pi­sán­do­le los ta­lo­nes, iba la enor­me bes­tia lla­ma­da ozu­ro­doom, con su enor­me y pe­sa­do cuer­po des­ga­ja­ba a cuan­to ár­bol se le in­ter­po­nía en el ca­mi­no. La gran bes­tia, al ver a los sol­da­dos, se de­tie­ne y ob­ser­va el pa­no­ra­ma. Pa­ra ese mo­men­to Kash­ka ya se ha­bía pro­te­gi­do de­trás de Ko­kesh­ke. En­ton­ces el ozu­ro­doom emi­te un bu­fi­do sor­do, sa­cu­de la enor­me ca­be­za, mue­ve a un la­do y al otro su pe­sa­da co­la, y to­man­do en­vión arre­me­te con­tra los in­tru­sos.
Al ver­se ata­ca­dos, los tres her­ma­nos y sus sol­da­dos se aba­lan­zan con­tra la bes­tia que, sin in­mu­tar­se, de un só­lo to­pe­ta­zo los arro­ja por los ai­res co­mo si fue­ran mu­ñe­cos de tra­po. Las ar­mas de és­tos no ha­cían me­lla en la du­ra piel del ani­mal, la lu­cha era tre­men­da­men­te de­si­gual y a me­di­da que pa­sa­ba el tiem­po se ha­cía ca­da vez más te­dio­sa. Ni la ha­bi­li­dad ni la fuer­za fí­si­ca de los hom­bres de Ko­kesh­ke lo­gra­ban so­me­ter a se­me­jan­te ani­mal. La no­che ha­bía trans­cu­rri­do ca­si en su to­ta­li­dad, la lu­cha con­ti­nua­ba co­mo al co­mien­zo, la bes­tia no da­ba sig­nos de can­san­cio, con­tra­ria­men­te a los po­cos hom­bres que en ese mo­men­to que­da­ban en pie, ya que sus fuer­zas los es­ta­ban aban­do­nan­do.
Shía, en un des­cui­do, re­ci­be un fuer­te gol­pe con el re­vez de su ga­rra, tre­men­do gol­pe que la des­pi­de va­rios me­tros ha­cia atrás, cuan­do cae da con su ca­be­za con­tra el tron­co de un ár­bol se­co.
Un po­co aton­ta­da sa­cu­de la ca­be­za y ob­ser­va que a su la­do se en­con­tra­ba un ani­mal con apa­rien­cia pe­rru­na, que mi­ra­ba con aten­ción la co­lo­sal pe­lea.
Shía lo mi­ra con de­te­ni­mien­to y se da cuen­ta de que és­te no ha­bía no­ta­do su pre­sen­cia. Acer­cán­do­se unos cen­tí­me­tros, des­cu­bre al­go ra­ro en su mi­ra­da. Pa­ra ella no era una mi­ra­da ani­mal, sus ojos trans­mi­tían al­go más. En ese mo­men­to re­cuer­da lo que les ha­bía di­cho Thok y si­gi­lo­sa­men­te se di­ri­ge ha­cia don­de es­ta­ba és­te.
Es­te ani­mal, con apa­rien­cia de lo­bo, gi­ra la ca­be­za en di­rec­ción ha­cia ella y és­ta sin dar­le opor­tu­ni­dad se aba­lan­za con­tra él, to­mán­do­lo del cue­llo y co­lo­can­do la da­ga de­ba­jo de su gar­gan­ta, mien­tras con voz in­qui­si­do­ra le di­ce:
—Di­le a tu mas­co­ta que nos de­je en paz, si no me ve­ré obli­ga­da a de­go­llar­te. Creo ser cla­ra, se­ñor Ga­ri­vao. ¿No?
En ese mo­men­to el Ga­ri­vao pre­sien­te, por el to­no de voz, que Shía no du­da­rá en cum­plir su pro­me­sa. En­ton­ces, ha­cien­do un so­ni­do ex­tra­ño pa­ra sus oí­dos obli­ga al ozu­ro­doom a de­te­ner el ata­que, al tiem­po que con otro so­ni­do más agu­do le or­de­na a la bes­tia que se re­ti­re. És­ta au­to­má­ti­ca­men­te le obe­de­ce y se re­ti­ra, sen­tán­do­se a po­cos me­tros de don­de se en­con­tra­ban. En ese mo­men­to, el Ga­ri­vao le pre­gun­ta a Shía:
—¿Por qué me si­gue ame­na­zan­do? Se­ño­ra, ya cum­plí con lo que me or­de­nó.
—Si eres tan sa­bio co­mo di­cen por ahí, sa­brás que no hay hom­bre ni lo­bo que su­pe­ren la des­con­fian­za de una mu­jer —res­pon­de Shía.
El Ga­ri­vao pien­sa por un se­gun­do y asien­te con la ca­be­za, dán­do­le la ra­zón. A to­do es­to Ko­kesh­ke se acer­ca, por de­trás de él ve­nía Maíp, Kash­ka y los sol­da­dos. Ro­dean­do al Ga­ri­vao, Shía le di­ce:
—Si no ha­ces na­da ra­ro te sol­ta­ré, de lo con­tra­rio te re­ba­no el cue­llo.
Una vez li­bre y to­mán­do­se el cue­llo, el Ga­ri­vao les pre­gun­ta:
—¿Qué de­sean de mí?
Ko­kesh­ke da un pa­so al fren­te y le di­ce que ne­ce­si­tan su ayu­da y se dis­po­ne a con­tar­le lo que es­ta­ba su­ce­dien­do en ese mo­men­to en su te­rri­to­rio. Mien­tras, Maíp en­ca­ra a Kash­ka y lo aco­rra­la con­tra un ár­bol y, po­nien­do la da­ga cer­ca de su cue­llo, le exi­ge una ex­pli­ca­ción ló­gi­ca pa­ra se­me­jan­te ac­ti­tud irres­pon­sa­ble.
Al ver que la ame­na­za era se­ria, le ex­pli­ca di­cien­do que él sa­bía dón­de ha­llar al Ga­ri­vao y que­ría ga­nar tiem­po. Por eso es que sa­lió en su bús­que­da, mien­tras los de­más des­can­sa­ban. Pe­ro al pa­sar por el sen­de­ro no se per­ca­tó de la pre­sen­cia del ozu­ro­doom, que se en­con­tra­ba re­cos­ta­do a un cos­ta­do del ca­mi­no. Al ver­lo, el te­rror lo in­va­dió y sa­lió co­rrien­do con las con­se­cuen­cias que ya to­dos co­no­ce­mos.
—Tu ac­to de irres­pon­sa­bi­li­dad nos ha cos­ta­do la vi­da de va­rios hom­bres, co­sa que no de­be­mos per­mi­tir­nos, ya que es­ta­mos en una di­fí­cil si­tua­ción y ca­da hom­bre cuen­ta —di­cho es­to, Maíp lo ame­na­za nue­va­men­te, di­cién­do­le:
—A par­tir de aho­ra cui­da tus mo­vi­mien­tos, ya que te es­ta­ré vi­gi­lan­do y al pri­mer mo­vi­mien­to ex­tra­ño te ase­gu­ro que te re­ba­no el cue­llo de la­do a la­do.
Al nor­te, y pa­ra­pe­ta­dos por la es­pe­su­ra del bos­que, los hom­bres de Thok es­pe­ra­ban el avan­ce del ejér­ci­to de quil­cos...