martes, 21 de septiembre de 2010

AGUAS EXTRAÑAS


...Toda la noche mantuvieron el rumbo preestablecido. Ambos se percataban de a ratos de no salirse del curso. Sus años de navegantes les decían que iban por buen camino y sus experiencias les marcaban que estaban haciendo las cosas bien. Pero todo se les derrumbó al ver los primeros rayos del sol, ya que comenzaron a salir por el horizonte que tenían justo por detrás de ellos. Los marinos se miraron incrédulos por lo que estaban viendo. ¿Si el sol estaba por popa al atardecer del día anterior y si no habían cambiado el rumbo en el transcurso de la noche? ¿Por qué el sol volvía a salir, ese día, por popa? Si en realidad debería haber salido por proa. Esas fueron las preguntas que ninguno de los dos supo responder.
Sin modificar el curso, aunque los cielos se les presentaran extraños e ilógicos, al anochecer Mackent tomó una decisión riesgosa.
—¡Echen anclas y mantengan el barco firme en esta posición! —ordenó, al momento en que Kandor le traía la mala noticia de que sólo quedaba un barril de agua.
Mackent obvió esa información ya que si no encontraba una respuesta rápida a lo que les estaba sucediendo, a nadie debería importarle la falta de agua; total de igual modo morirían en esas aguas extrañas.
En la soledad del inmenso mar el Nerida quedó varado y sujeto en la dirección que había navegado todo el día anterior. Con la noche encima notaron otro cambio notorio en el firmamento y controlando que las corrientes no hicieran girar al barco, Mackent le expresó a Kabul:
—Apenas amanezca zarparemos nuevamente.
—¿En que dirección?
—En la que mantuvimos durante todo el día de ayer.
Al día siguiente la sorpresa los envolvió otra vez al escuchar gritar al tripulante que estaba apostado en el carajo.
—¡Estamos salvados! —gritaron algunos marineros.
—¡Yo sabía que nuestro capitán nos llevaría por buen rumbo! —exclamó otro, casi con lágrimas en sus ojos.
Otros reían como locos, algunos lloraban, pero todos sin excepción les daban las gracias a Mackent y a Kabul por haberlos llevado a tierra firme.
Llegando a aguas menos profundas Mackent ordenó detener el barco y junto con Kabul más un grupo reducido de hombres, descendieron en botes.
Remando sobre aguas extremadamente cristalinas y con un verde jade que los deslumbraba, llegaron a la extensa playa que se perdía en ambos extremos del horizonte. Al pisar la suave y blanca arena Kabul le dijo a su amigo:
—Esto no estaba aquí ayer.
—Tienes razón, esto no estaba aquí —comentó Mackent totalmente azorado por la belleza y el misterio que rodeaba a dicho lugar.
Con todos los hombres sobre la playa Mackent ordenó desenvainar las espadas y liderando el grupo les ordenó que lo siguieran.
La hermosa y blanca playa estaba adornada de enormes y frondosas palmeras, algunas muy derechas y otras inclinadas le daban una vista muy peculiar a esas costas. Caminando unos cincuenta metros los hombres, con Mackent a la cabeza, se toparon con una inmensa pared verde. Una tupida selva se erigía frente a ellos. Con el ulular de los pájaros y el aullido de algunos animales, todos tomaron coraje y se internaron en la misma. A fuerza de espadas fueron abriendo una brecha,que les permitía internarse cada vez más profundo en la jungla. Al cabo de una hora, más o menos, Kabul oyó el sonido que hace el agua cuando recorre un camino pedregoso.
—¿Escuchas lo mismo que yo? —le preguntó a Mackent.
—Sí, y parece que viene de allá —dijo Mackent señalando con su mano hacia el frente.
Apurando la marcha y luego de media hora más de caminata, se toparon con una pequeña pradera de pastos cortos y de escasa extensión. A un costado de ella y emergiendo de las entrañas mismas de la selva, que había del otro lado, un manantial de tan solo cuatro metros de ancho recorría toda la extensión de la planicie.
Al ver esa idílica imagen, con alegría pero a su vez con mucha cautela, Mackent y los demás se acercaron a la corriente de agua. Al llegar de sus mochilas extrajeron las cantimplas y comenzaron a llenarlas de agua.

Las cantimplas eran unos recipientes hechos con la vejiga de Sabu, animal criado como ganado y muy apreciado por su carne. A las vejigas se las dejaba secar y luego de curarlas con ungüentos especiales se las cosía y se las forraba con el mismo cuero del Sabu. Estas cantimplas eran muy apreciadas por marineros y expedicionarios, porque en ellas se podía transportar algo más de dos litros de agua la cual se mantenía fresca por mucho tiempo por más que el sol le diera de lleno.

Luego de llenar cada uno su cantimpla, Mackent les ordenó a sus hombres volver al barco y decir al resto de la tripulación que desciendan y se aboquen a llenar las bodegas de agua.
—Vayamos a explorar —le sugirió Mackent a su amigo Kabul.
Sin dudar siguió los pasos de su capitán y los dos comenzaron a caminar arroyo arriba.
Luego de un espacio corto de tiempo y habiendo perdido de vista el lugar donde habían quedado los demás, cruzaron por sobre unas piedras el arroyuelo y tomaron por el recodo que éste hacía hacia el interior de la jungla. Internándose cada vez más dentro de la selva, a lo lejos, a unos quinientos o mil metros aproximadamente, lograron divisar el humo de lo que parecía ser una hoguera. Ambos se miraron y con mucho sigilo caminaron hacia dicha columna de humo. Al llegar se ocultaron detrás de unos matorrales donde lograron ver con sorpresa un espectáculo dantesco y atroz. Sin dejarse ver pudieron observar como un grupo de hombres semidesnudos tiraban al fuego, los restos de lo que parecía ser un humano.
—¿Ves lo que yo estoy viendo? —preguntó Mackent con asombro— dime que estoy alucinando.
—No, no estás alucinando —le replicó Kabul, obnubilado también por lo que estaba observando.
Con la horrorosa imagen pegada en sus retinas Mackent sintió que su amigo le tocaba el hombro y le señalaba hacia un costado donde los demás caníbales se encontraban degustando su aterrador festín. La sorpresa lo invadió, al igual que a Kabul, ya que a pocos metros de la hoguera y colgados de una rama pendían los restos de otros hombres.
—¡Qué asco! —exclamó Kabul— ¿Qué lugar es éste? —se preguntó con cara de repugnancia.
Un poco más atrás observaron un bulto que se movía frenéticamente sobre el piso. Viendo bien de que se trataba se dieron cuenta que era una mujer, totalmente desnuda, atada de pies y manos como un animal salvaje, que luchaba para soltarse de sus ligaduras. Con sorpresa y estupor vieron como esos caníbales se le acercaron y la arrastraron hacia la rama donde pendían los demás despojos humanos. La mujer chillaba igual que chilla un puerco antes de ser sacrificado. Los caníbales la tomaron por las ataduras de los pies y la colgaron cabeza abajo junto a los restantes cuerpos.
El que parecía ser el jefe del grupo se la pasó haciendo ademanes todo el tiempo, como si dictara una tras otra distintas órdenes a los demás; después se acercó a la mujer y la tomó de los cabellos. Ésta con un movimiento frenético se soltó y con todavía pelos en sus dedos, el caníbal le asesto un durísimo golpe en el rostro dejándola casi inconsciente. Después la sujetó nuevamente de los cabellos y con firmeza le inclinó su cabeza hacia atrás dejando expuesto a todos su cuello; de su taparrabo sacó una especie de daga curvada y cuando se la iba a introducir en la garganta, una flecha surcó el aire silbando y se clavó de lleno en el pecho del caníbal. Mackent al percatarse de esa escena, giró repentinamente y vio a su amigo cargar su ballesta nuevamente. El gemido que hizo el caníbal al mirar su pecho ensartado por la flecha fue visto y oído por el resto y mientras se desplomaba ya muerto al piso, los demás tomaron sus rudimentarias armas gritando despavoridos y chillando como locos desaparecieron entre el sombrío y espeso follaje de la selva que los rodeaba.
Escuchando los alaridos de los caníbales cada vez más lejos Mackent y Kabul, decidieron ir a donde se encontraba la mujer. Al llegar al campamento de los salvajes lo primero que vieron fue un pequeño montículo de huesos; más adelante, y en el ardiente fuego de la hoguera un brazo y una pierna asándose. Los gestos de repugnancia y asco de Mackent y Kabul fueron aún mayores cuando llegaron al lugar en donde estaba colgada la mujer, porque junto a ella el resto de otras personas pendían descuartizadas. Con sumo cuidado la desataron y la pusieron sobre el piso tratando de no golpearla. Cuando recobró los sentidos comenzó a gritar despavorida como antes de que la ataran.
—¡Haz que se calle! —exclamó Kabul— o los salvajes nos descubrirán.
Mientras le tapaba la boca con su mano Mackent intentaba por todos los medios en convencer a la mujer de que dejara de gritar.
—No te haremos daño— le decía una y otra vez, tratando de calmarla.
Luego de forcejear, morder y patalear como loca por unos minutos, la desesperada mujer, se dio cuenta de que no le harían daño y cesó con sus gritos.
—Ten, ponle esto—sugirió Kabul, mientras le arrojaba su chaquetilla.
Mackent la atrapó en el aire y con un cuidado casi pulcro le cubrió su cuerpo desnudo.

La mujer era una bella morena de ojos color miel, de cabellos negros y largos, de una altura no mayor al metro cincuenta. Con el rostro todavía sucio de tierra y lodo se podía ver unas facciones realmente hermosas.

Mackent intentaba por todos los medios hacerse entender mediante señas y frases bien moduladas. Pero nada daba resultados. Hasta llegó a pensar si la mujer no lo entendía por el shock recibido o porque en verdad no entendía su idioma.
—Mira lo que encontré —dijo con sorpresa Kabul.
Mackent se le acercó y entre los restos de osamenta que había a un costado de la hoguera, lograron divisar el hueso de un brazo con un brazalete.
—¿No te parece conocido? —le preguntó Kabul a Mackent.
—Sí —respondió Mackent—, parece que es de uno de los nuestros —agregó.
—Es el brazalete de Aunguss —especificó Kabul—. Yo estuve en la feria junto con su mujer, cuando ésta se lo regaló como amuleto de buena suerte.
Pero justo en el momento que Mackent iba a decir algo al respecto, desde la selva nuevamente los chillidos se comenzaron a oír cada vez mas cerca.
—Volvamos al Nerida —ordenó Mackent.
Kabul tomó en sus brazos a la mujer, se la puso sobre los hombros y junto a su amigo comenzaron a correr como desquiciados. Detrás de ellos el grupo de salvajes había regresado con refuerzos. Mackent y Kabul corrían como locos en dirección al barco, sin importarles los rasguños que las ramas y las hojas les hacían a sus cuerpos, ambos corrían desesperados. Tal era el apuro que llevaban que ninguno de los dos se percató que al pasar por el lugar donde habían dejado a su gente cargando el agua no se encontraba ninguno.
Con cincuenta o más caníbales pisándoles los talones cruzaron la selva por el pasaje que horas atrás había abierto a fuerza de espadas. Al llegar a la playa quedaron petrificados por el paisaje que se abría ante sus ojos. En el cielo la noche ya se había hecho presente, en la costa su tripulación luchaba por rescatar de las aguas la mayor cantidad de pertenencias posibles. Todos sus marineros luchaban con las olas para intentar salvar lo más importante y esencial del barco. El aullido de los caníbales los despertó de su asombro y a los gritos, les ordenaron a sus hombres que se pusieran a resguardo y se preparan para recibir un ataque.
—¡Al primero que aparezca de esa selva reviéntenlo! —exclamó Kabul casi sin aliento.
Cuando estuvieron escondidos, entre los escombros y detrás de los barriles, aparecieron los salvajes; fue ahí que Mackent ordenó atacarlos con todo lo que tuvieran. Sin dudar un segundo y con la rapidez de un rayo los marineros que estaban apostados con las ballestas dejaron caer decenas de flechas sobre los caníbales. En ese ataque casi la mitad de los salvajes cayó bajo las filosas puntas de flechas. El resto continuó corriendo como si nada los hubiera atacado. El frenesí que estos hombres traían los convertía casi en animales de presa. Al ver que la distancia entre ellos y los caníbales se acortaba cada vez más, Mackent ordenó a sus hombres desenvainar las espadas y esperar firme la arremetida. Espada en mano, todos esperaron el guiño de su capitán. Los miró fijo y cuando los tuvo a pocos metros ordenó atacar. Si bien los tripulantes de Mackent eran todos, sin excepción, pescadores natos por haberse enfrentado miles de veces con piratas, habían desarrollado una exelente técnica en lucha cuerpo a cuerpo. Es más; Kabul cada tanto los entrenaba personalmente, ya que él era uno de los mejores luchadores de la ciudad de Arqüang.
Por tal motivo y casi sin oponer resistencia, el resto de los salvajes cayó bajo el filo de las espadas de los aguerridos marineros, no sin antes presentar una furibunda pelea.
—¿Qué le sucedió al Nerida? —preguntó Mackent, mientras envainaba nuevamente su espada cubierta de sangre salvaje.
—Zozobró —respondió Kandor, mientras sacaba una de sus dagas del cuerpo inerte de uno de los salvajes.
—¿Cómo que se hundió? —cuestionó Kabul.
—Desde ayer que los estamos esperando. Replicó Kandor.
—¿¡Desde ayer!? —increpó Mackent, incrédulo por esos dichos—. Si no hace más de tres horas que nos separamos de ustedes —agregó sorprendido.
—No mi capitán —aceveró Kandor—. Ustedes salieron a explorar ayer, antes de la tormenta —explicó el cuñado de Kabul.
—¿Tormenta? —preguntó Kabul—. ¿Qué tormenta? —repitió—. Si no ha habido una maldita nube desde que llegamos a estas costas.
Kandor sin lograr entender lo que sucedía con sus superiores no lograba comprender como no se percataron del semejante tifón que se había desatado sobre ellos horas antes del anochecer del día en que ellos salieron a explorar.
Sin comprender nada de lo sucedido y con voz de resignación Mackent preguntó:
—¿Salvaron armas?
—Sí y los barriles de agua también —respondió con gran firmesa Kandor.
—Ven a ver esto —lo llamó Kabul.
Al acercarse a su amigo Mackent vio cómo Kabul daba vuelta con su pie a uno de los salvajes caído en la refriega y al verle el rostro se conmovió.
—¿Qué son?
—No tengo la menor idea —dijo Kabul—. Es la primera vez que veo algo así.
—Parecen monos —agregó Kandor.
—Sí, pero no lo son —expresó Mackent, con poco convencimiento.
—Nardëm —susurró la mujer.
—¿Qué?
—Nardëm —volvió a repetir la mujer, mientras lo señalaba con su mano sucia y temblorosa.
Esto hizo que Mackent intuyera que Nardëm sería el nombre de la raza de esos seres. Por eso, mirándola y señalando al muerto, repitió despacio:
—¿Nardëm?
La mujer asintió con su cabeza y luego se puso de rodillas ante él y Kabul.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Mackent.
—Nos está dando las gracias —comentó Kabul—. Bueno, eso creo.
Mientras Kabul les ordenaba a sus hombres recoger las armas y todo lo que se pudiera rescatar del naufragio y fuera útil, Mackent, por otro lado, intentaba por medio de señas y ademanes que la mujer le dijera su nombre. Luego de un buen rato y después de que todos estuvieran listo logró descifrar el nombre de la mujer. Xaany se llamaba y también comprendió que su pueblo se hacía llamar Mouche.
—Estamos listos —le dijo Kabul a Mackent.
—Acamparemos aquí —ordenó Mackent, mientras se encontraba en cuclillas junto a Xaany.
—¿Estás seguro?
—No, no lo estoy. Pero no creo que haya otro lugar más o menos seguro —explicó.
—¿Supiste su nombre? —preguntó Kabul.
—Sí, creo que se llama Xaany .Y su pueblo se hace llamar Mouche.
—¿Qué haremos con ella?
—Mañana la llevaremos con su gente —explicó Mackent.
—¿Escuchaste lo que dijo Kandor? —preguntó Kabul, con respecto a lo sucedido con el Nerida.
—Sí. Y sabes muy bien que estuvimos tan solo tres o cuatro horas lejos de la costa.
—Pero ellos están muy convencidos de lo que dicen —dijo Kabul.
—No sé lo que está sucediendo. Lo que sí sé, es que desde aquella tormenta en alta mar cada vez entiendo menos lo que nos sucede —le explicó a su amigo viendo que nadie de sus hombres oyeran sus palabras.
Ya acostados y preparados para dormirse, Kabul tocó a su amigo y le señaló el oscuro firmamento. Mackent lo miró atento y vio que sobre el negro cielo no pendía ni una sola estrella, solo la luna llena los alumbraba muy tenuemente, casi con miedo de hacerlo.
—Es todo muy raro —dijo Mackent.
—¿Estarán los demás barcos en estas costas? —preguntó Kabul. Recordando al infortunado tripulante Aunguss.

—No tengo la menor idea. Mañana cuando regresemos a la mujer con su gente nos pondremos a buscar a los demás.
La noche transcurrió con relativa calma. A lo lejos y muy en lo profundo de la jungla se podía oír los cantos lastimosos de los animales de la noche y el ir y venir de las extrañas criaturas que los habían atacado.
Con los primeros rayos del sol, Mackent ordenó a su gente prepararse para partir hacia las tierras de Xaany. Una vez que todos se calzaron las armas, cargaron las provisiones necesarias y comenzaron a andar guiados por la nativa.
Xaany los guió un trecho no muy extenso por la playa. Luego los hizo internarse en la selva por un sendero que estaba flanqueado por enormes árboles y espesos arbustos. Este sendero parecía haberse abierto hacía años, en su interior se podía palpar que la tierra estaba extremadamente compacta. Después de caminar por espacio de más de una hora Mackent y sus hombres llegaron a la base de un enorme cordón montañoso. Dicho cordón estaba totalmente cubierto de una densa vegetación. Parecía estar cubierto con un esponjoso manto verde.
Costeando la base, Xaany los guió hasta la entrada de un extenso valle central, dentro de él se encontraba un enorme y cristalino lago cuyas aguas bañaban de un lado una enorme llanura y en el extremo opuesto sus aguas orillaban gran parte de las montañas que rodeaban al valle. El enorme lago era nutrido por dos caudalosos ríos que comenzaban su curso inmediatamente después de salir de dos imponentes cascadas, para luego cruzar toda la pradera.
La sorpresa mayor que se llevaron Mackent y sus hombres no fue la belleza paradisíaca del valle, sino de lo que en él se movía. Sobre la pradera y cerca de los ríos animales jamás vistos por ellos, se paseaban mansamente sin siquiera percatarse de la presencia de los extraños.
—Dabang —comentó Xaany, señalando a estos animales de titánicas proporciones.
Kabul al escuchar eso, le hizo una seña a Mackent de no entender lo que la nativa había querido decir.
—Creo que dabang es el nombre con que ella y su gente denominan a esos animales —explicó Mackent a su aturdido amigo.
Luego de ese pequeño alto en el camino Xaany los llevó por un sendero pedregoso que descendía al mismo centro del valle y desembocaba justo al pie de una de las dos majestuosas cascadas.
Ya en el valle y a pocos metros de los dabang pudieron ver y apreciar el colosal tamaño que tenían esas mansas y tranquilas bestias.
—Son siete u ocho veces más grandes que nosotros —murmuró Mackent.
—Sólo sus cuellos deben medir unos cuatro metros —trató de asegurar Kabul.
—Yo sólo pretendo que sean mansas y tranquilas —deseó Kandor, mientras observaba asombrado sus enormes tamaños.
Xaany, intentando explicar, tomó un puñado de pasto y se lo puso en la boca, y con la mímica de hacer como que se los comía intentó decirles que los dabang eran de características vegetarianas.
—Espero que no cambien su hábito de comida ahora —dijo Mackent en tono de broma y aludiendo a todos los cambios repentinos que estaban sucediendo ultimamente.
Luego de un buen rato de caminar por el interior del valle, Xaany los hizo detener con una seña de su mano derecha y con la izquierda les pidió que no se movieran. A pocos metros de ellos, más o menos unos diez o quince metros, uno de los dabang estiraba su largo cuello y arrancaba ramas enteras de la copa de un árbol que estaba a su lado. Todos se dieron cuenta de inmediato que se encontraba solo y que también estaba rengo de una de sus patas traseras. Luego de unos segundos de ver al enorme animal comer del árbol con dificultad por su pata maltrecha, desde atrás y en forma repentina se le abalanzaron otros dos enormes animales.
—Jabang —dijo en voz baja, a modo de susurro, Xaany señalando a estos dos nuevos colosos.
Animales del que nadie dudó de su forma de alimentarse y menos aún de su temperamento; ya que al enorme dabang solo le permitieron correr unos pocos metros después del ataque. Si bien el colosal animal estaba herido en una de sus extremidades el peso podría haber sido un inconveniente para esos dos jabang. Pero no fue así. En pocos metros lo alcanzaron, lo topetearon y con sus garras filosas lo ensartaron por los cuartos traseros, para luego hacerlo tropezar y caer pesadamente. Una vez que el coloso cayó, el jabang más grande se le abalanzó por delante y con sus fuertes mandíbulas recubiertas de decenas de dientes, tan filosos como dagas, se le prendió al dabang de su largo y voluminoso cuello y con un sonido seco de huesos rotos le dio una muerte casi instantánea. Luego de ser testigos presenciales de una de las muertes más horrendas que sus retinas pudieran observar, la mujer les hizo una seña con su brazo derecho y los invitó a continuar caminando...

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